Negros. El temor de una guerra racial, 1895

Por José Raúl Vidal y Franco

(Fragmento de Lo de Puerto Príncipe. José Martí entre armas, bandidos y traidores.

A los preparativos Martí de la guerra de 1895, otro tema llamaba la atención: el temor al negro y la posibilidad de que se desatara una guerra racial sin precedente. Sobre el particular les presento ahora un texto, al parecer dirigido al Delegado del Partido Revolucionario Cubano por la Junta camagüeyana, con fecha Camagüey mayo del 1893. Allí los prohombres del Príncipe exponen abiertamente:

El negro en Cuba ha cesado de ser esclavo para ser ciudadano —y al fundirse en la sociedad cubana en su nuevo carácter, no encontró puesto preparado para él —forzoso le fue crearse uno— y como no tenía condiciones para ascender se colocó debajo de todos —. // Allí han ido a refugiarse con todos los celos del inferior al superior, sumados a los odios seculares de raza, justificados en su caso, por largos años de sufrimientos y alentados por concesiones que se les han hecho. // Entre españoles y cubanos no eligen su odio con predilección, pero siempre elegirá como víctima al que pueda vencer, y será aliado del que le ofrezca más garantías y le conceda más ventajas. // El gobierno español se cuidará, en obediencia a su espíritu de odio a los cubanos, en armonía con manifestaciones más de una vez formuladas, y como simple y lógica secuela de lo que en anteriores ocasiones ha hecho, se cuidara, decimos, de armar esa masa tan ponderable, tan inconsciente, tan enérgica, tan preparada para una guerra de odio y exterminio; y a guisa de eficacísimo estímulo le concederá grados, honores, ciega tolerancia— y la codiciada mujer cubana será un trofeo de guerra, cuya posesión constituirá para ellos el más poderoso lazo de adhesión a una causa que en un solo instante les proporcionará cuanto codician. // Este estado de cosas no pueden vencerlo ni la enseñanza ni la propaganda. Los odios y las repugnancias de razas se mantienen vivos y activos mientras estas subsisten; y en Cuba en tanto no sobrevenga una fusión de linaje o sobrepuje la raza blanca muchas veces a la africana, existirá el peligro que apuntamos. // En lógica y forzosa obediencia a lo que llevamos dicho, es razonable admitir que las cuatro quintas parte de la población de color, militará bajo el pabellón de España en una nueva lucha. // Todo lo anterior es exacto, todo es verdad y realidad abrumadora —que pasará inadvertida para aquellos que no viven en Cuba, y que no han venido en estos últimos años a formar sus opiniones en el seno mismo de la sociedad cuya bienandanza procuran.

Aun cuando esta actitud carece de todo fundamento moral, muestra sin ambages la falta de convicción patriótica y cívica de muchos patricios camagüeyanos. Los hacedores del texto, todavía frustrados por los resultados de La Grande, participan además de las intrigas promovidas por la prensa oficial en cuanto al tema del negro. Por extensión, se articula una especie de melanofobia cuya esencia acentúa sentimientos muy negativos hacia aquel grupo social. De súbito, reverdecen viejos prejuicios ante la posibilidad de que el negro aprovechara cualquier disturbio para solventar sus diferencias sociales de antaño y reivindicar así supuestos derechos. El propio gobierno propiciaba sin disimulo los encontronazos sobre la cuestión de la raza en medio de un país marcado por un desequilibrio social sin precedentes. Por solo citar un ejemplo, en diciembre de 1893 el teniente general, Camilo Polavieja y del Castillo, autoriza a los negros a anteponer a sus nombres el tratamiento de Don. Los blancos, ni cortos ni perezosos, comenzaron entonces a usar el de Señor para subrayar y distinguir su preeminencia racial.

Asiéndonos a una verdad de Pero Grullo, puede decirse que las motivaciones de aquel discurso eran manoseadas, sin disimulo, por los ideólogos del autonomismo y atizaba la ascendencia racial del pensamiento principeño. A saber, la frustración y el fracaso tras diez años de guerra, así como la condición irresoluta de colonia, los marcaba sobremanera. De modo que, idéntico a 1868, buscaban segregar, ex profeso, al negro de lo más radical del ala separatista, so pretexto de un conservadurismo rancio que garantizaría supuestamente la unidad ideo-político, y por qué no, también racial de la sociedad.

Y en efecto, el esfuerzo autonomista rinde sus frutos, lo mismo dentro que fuera del ideal separatista respecto al negro. En este sentido, la historiografía se empeña muchas veces en esterilizar la llaga del racismo sin querer eficazmente curarla: el negro, en verdad, fue marginado y discriminado sobre manera, junto a un etcétera de todo tipo de actitud racistas: herencia de la esclavitud y de una cultura derivada de la misma. Más allá de cocineros, acemileros, convoyeros, jolongueros, forrajeadores, vigías, infantes, y todo tipo de servicio utilitario o subalterno, nunca se tuvo en cuenta en la toma de decisión alguna, como no fueran las de los pocos negros que nuestra historia reconoce. Lamentable es decirlo, pero el racismo fue un mal que permeó las filas de coloniales y cubanos durante las tres guerras.

En una nota extraída del Archivo Histórico Provincial de Camagüey, fechada el 26 de marzo de 1896, consta que el Gobernador de Puerto Príncipe envió un telegrama al Capitán General comunicándole que una enorme delegación de la Nueva Aurora y Progreso—ambos centros para negros—, se presentó ante él para protestar contra el levantamiento insurrecto en las provincias orientales y expresar su apoyo incondicional al gobierno español declarando «que ejecutaban dicho acto en virtud de haber leído en un periódico que el movimiento de Santiago de Cuba tiene carácter de raza; que en el desgraciado caso de alteración del orden en la provincia, estaban dispuestos a cooperar con todas sus fuerzas para restablecerlo». La división entre cubanos estaba sembrada. Un gran sector de los negros no favorecía la independencia, mientras que a otros, les resultaba irritante la intolerancia de la sociedad para admitirlos desde su condición racial. Muchos creyeron que únicamente la guerra podría ofrecer un cambio radical a esta situación. Otros tantos, sencillamente se abstuvieron.

Martí no podía desentender tan delicado tema, sobre todo para que no se tergiversara el programa del Partido entre los temores de una guerra racial. Al respecto, consigna en el Manifiesto de Montecristi:

De otro temor quisiera acaso valerse hoy, so pretexto de prudencia, la cobardía: el temor insensato; y jamás en Cuba justificado, a la raza negra. La revolución, con su carga de mártires, y de guerreros subordinados y generosos, desmiente indignada, como desmiente la larga prueba de la emigración y de la tregua en la isla, la tacha de amenaza de la raza negra con que se quisiese inicuamente levantar, por los beneficiarios del régimen de España, el miedo a la revolución. Cubanos hay ya en Cuba, de uno y otro color, olvidados para siempre —con la guerra emancipadora y el trabajo donde unidos se guardan— del odio en que los pudo dividir la esclavitud. La novedad y aspereza de las relaciones sociales, consiguientes a la mudanza súbita del hombre ajeno en propio, son menores que la sincera estimación del cubano blanco por el alma igual, la afanosa cultura, el fervor del hombre libre, y el amable carácter de su compatriota negro. Y si a la raza le nacieran demagogos inmundos, o almas airadas cuya impaciencia propia azuzase la de su color, o en quienes se convirtiera en injusticia con los demás la piedad por los suyos, —con su agradecimiento y su cordura, y su amor a la patria, con su convicción de la necesidad de desautorizar por la prueba patente de la inteligencia y la virtud del cubano negro la opinión que aún reine de su incapacidad para ellas, y con la posesión de todo lo real del derecho humano, y el consuelo y fuerza de la estimación [de] cuanto en los cubanos blancos hay de justo y generoso, la misma raza extirparía en Cuba el peligro negro, sin que tuviera que alzarse a él una sola mano blanca. La revolución lo sabe, y lo proclama. La emigración lo proclama también. Allí no tiene el cubano negro escuelas de ira, como no tuvo en la guerra una sola culpa de ensoberbecimiento indebido o de insubordinación. En sus hombros anduvo segura la república a que no atentó jamás. Solo los que odian al negro ven en el negro odio; y los que con semejante miedo injusto traficasen, para sujetar con inapetecible oficio las manos que pudieran erguirse a expulsar de la tierra cubana al ocupante corruptor.

Sin embargo, todo esfuerzo por refinar el tema no fue suficiente. Lo mismo entre españoles que entre cubanos, el miedo al negro fue permanente durante todo el siglo xix. En verdad, el negro albergaba en sí sobrados resentimientos tras largos años de exclusión. Muchos de los que no se integraron a la insurrección, se convirtieron en bandidos y sus partidas azotaron los campos sin ningún escrúpulo. Otros, manipulados por la prensa, integraron por centenares las huestes coloniales so pretexto de ciertas promesas y reivindicaciones sociales balbuceadas por las autoridades. A saber, entre los más célebres se cuentan una treintena conocida como la escolta negra del capitán general Valeriano Weyler y los masacrados, entre 68 voluntarios, por el general Calixto García, antes de abandonar la ciudad, tras la sonada toma de las Tunas, el 28 de agosto de 1897: detalles obviados hasta ahora por numerosos historiadores.

Y por último, resucita el fantasma del Zanjón. Viejas heridas vuelven a abrirse. El texto de la Junta subraya a la sazón que:

Nuestros hombres peleaban como buenos bajo el pabellón cubano en la mañana; y en la tarde, con pasmosa facilidad, unidos a nuestro enemigo atacaban nuestros campamentos. // ¡Así reclutó España cerca de treinta mil soldados cubanos, que le dieron el triunfo! No están contentos. No son cobardes tampoco— pero no llevan en el espíritu entusiasmo alguno bastante poderoso para contenerlos firmes y enhiestos al lado del sacrificio, cuando del otro están sus conveniencias.

Y aunque en verdad la capitulación del ejército mambí en febrero de 1878, como hemos dicho, obedece a disímiles y complejos factores, históricamente los camagüeyanos cargaron el peso de la culpa: zanjoneros le llamaron. Quizás porque el evento ocurrió en su región e indudablemente su participación fue relevante —aunque no exclusiva—; o debido, por otra parte, a las maquinaciones de figuras intrigantes como las del general Vicente García, que condujeron a la fundación del descrédito en contra de los mismos. Resulta curioso que entre los inquisidores de los camagüeyanos se encontrara el general que con pasmoso cinismo oculta a Maceo los pormenores de su entrevista con los coroneles españoles Moraledas y Galdós, el 19 de febrero del 78, a quienes les deja en claro «que sus deseos son de paz, pero que no quiere que lo consideren como iniciador de las bases de la paz». El Titán ajeno a estas declaraciones se exalta cuando Martínez Campos, durante el encuentro de Baraguá, el 15 de marzo del 78, le comenta que García está de acuerdo con firmar la paz. Para entonces, irónicamente, el general tunero se encontraba en las inmediaciones del lugar a cargo de la seguridad del grupo cubano. Era inconcebible a los ojos de Maceo semejante comentario: no lo creyó.

Pero a la luz de la Historia la realidad suele ser otra y hoy sabemos que toda apreciación sobre el tema aún queda abierta al debate a pesar de las muchas lecturas.  Roa apunta al respecto:

Cuestión aún abierta a debate es el triste epílogo de la guerra revolucionaria en Camagüey, Las Villas y parte de Oriente. Historiadores e historiógrafos de ayer y de hoy se han afanado, con más o menos suerte, en la busca, captura, proceso y sanción del o de los responsables del desastre. Está todavía por escribirse el libro definitivo sobre el tema.

Con certeza, aquellos veteranos del Príncipe habían perdido su asidero patriótico tras largos años de lucha y ahora se debatían entre las miserias del ego y el deleite de sus codicias. Muchos eran los intereses creados y criados a la sazón entre 1879 y febrero de 1895. Los que una vez entregaron todo en pos de la libertad de la patria ahora aborrecían cualquier concordato que factualmente desestabilizara la prosperidad económica y la pax augusta de que gozaban.

Sin embargo, la realidad superaba cualquier expectativa del grupo principeño. La tensión, moral frente a un recio hedonismo, implicaba riesgos altísimos. En ese clima de confusos dimes y diretes, el desenfreno de la prensa, el discurso autonomista, el temor al negro [e incluso al ñañiguismo tan arraigado], junto a las traiciones y el bandolerismo, devinieron en plagas ampliamente cultivadas que inclinaban la balanza a ambos lados del tema de la guerra.

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