Por Luis Marín
Hassan Nasrallah, sedicente líder de Hezbolá, del Líbano, advirtió recientemente que una futura guerra con Israel será “sin límites, sin reglas”, lo que lleva necesariamente a preguntarse cuáles serán esos límites, esas reglas que habrían observado hasta ahora y que van a saltarse en lo sucesivo.
El llamado Ius Belli no se entiende actualmente como las normas que regulan el inicio, desenvolvimiento y conclusión de las hostilidades entre dos o más Estados que excluyen las relaciones pacíficas, sino más bien las que se engloban en el Derecho Internacional Humanitario, en particular aquellas que tratan de regular o restringir los daños y perjuicios que necesariamente se derivarían del uso indiscriminado de la violencia. Desde esta perspectiva ya comenzamos mal porque Hezbolá no es un Estado, de hecho, ni siquiera es una organización legal, más bien considerada por muchos países, incluso la Unión Europea, como una organización terrorista, por lo que escapa a esa definición de guerra como una relación “entre Estados”.
No obstante, son innumerables los casos de conflictos realizados en forma irregular y que han concluido en tratados o acuerdos con mediación internacional en los que intervienen estas organizaciones digamos “de facto”, si puede decirse así, que no en pocos casos han llegado incluso a tomar el poder en países como Colombia, Nicaragua y Cuba, por señalar solo unos pocos ejemplos vecinos. Esto introduce otra tremenda complicación en el tema porque, como veremos, muchos de los actores implicados combinan la representación formal de los Estados con la existencia de nexos soterrados con estas organizaciones formalmente criminales, como son los casos de Sudáfrica, Argelia, entre muchos otros. Lo cual conduce a replantear la pregunta inicial, para saber si estas organizaciones irregulares que desarrollan guerras no declaradas, entre sí o contra Estados reconocidos, están sometidas o no al Derecho Internacional en general, si le son exigibles y pueden reclamar para sí sus garantías jurídicas, políticas y diplomáticas.
Sin mayores preámbulos, lo primero que hay que asentar es el anacronismo de los convenios, tratados y acuerdos internacionales que sirven de marco al llamado Derecho Internacional Humanitario, los más citados, como el Reglamento de La Haya sobre las Reglas y Costumbres de la Guerra Terrestre, es de 1907; los Convenios de Ginebra sobre Protección de Personas Civiles en Tiempo de Guerra, de 1949 y anejos subsiguientes; que se mantienen incólumes a todas las guerras que ocurren después de ellos.
Las potencias occidentales parecen ignorar olímpicamente las teorías de la guerra revolucionaria, la china, desarrollada por Mao Tsé Tung y la más reciente “guerra de todo el pueblo”, del general vietnamita Vo Guyen Giap, que rompen completamente con los parámetros conceptuales en los que se inscriben las normas clásicas del derecho de guerra y sobre las que no parece que haya la menor preocupación por actualizarse. La frase “nuestros campesinos empuñan el arado en la mañana y el fusil en la tarde”, puede parecer simplemente poética, muy por el estilo de la forma oriental de expresarse; pero entraña una ruptura radical de la piedra angular de la concepción occidental que se basa en la separación entre combatientes y no combatientes. Así como la consigna “cavar profundo”, que inspira a las masas de Vietnam que se volcaron a escarbar la tierra, sean ancianos, mujeres y niños, hasta convertir a todo el país en una formidable colmena donde cabían no solo arsenales, sino fábricas y hospitales.
Ahora bien, esta teoría y práctica se ha importado al Medio Oriente, con base en una errónea interpretación de la celebrada “victoria de Vietnam”, en la que se quieren combinar, de modo artificioso, las acciones armadas con la movilización de masas.
De un modo misterioso, las batallas en la selva se pueden ganar en las calles de Filadelfia y San Francisco, en los campus de Ohio, Berkeley y Harvard. Quizás esta estrategia pudo funcionar con los EEUU, porque la izquierda americana convirtió la guerra de Vietnam en el pretexto perfecto para atizar la “lucha de clases” al interior, como una lucha contra la plutocracia, el complejo militar-industrial, el imperialismo, etcétera.
Pero no se ve para nada claro cómo esto se pueda extrapolar a Israel y a las guerras en el Medio Oriente, por más que se hayan traído ingenieros vietnamitas para perforar túneles en el Líbano y la franja de Gaza, y hayan desatado una tormenta de manifestaciones en todas las capitales occidentales e incluso al interior de Israel.
Para volver al punto inicial, la guerra clásica o tradicional que inspira las normas del Derecho Internacional Humanitario era otra, que presupone una relación entre Estados responsables, con ejércitos regulares, campos de batalla, teatros de operaciones y sobre todo, lo principal: una clara distinción entre combatientes y no combatientes, que conforman la población civil que goza de cierta protección especial. De aquí se transitó a la “guerra total”, con el advenimiento de las teorías socialistas que ponen el énfasis en la potencia económica de los contendores, más que en el número de soldados y la sofisticación del armamento. Se hizo legítimo atacar las fábricas, las centrales eléctricas, los centros de comunicación y radiodifusión, por más que quien labora allí sea personal civil, no combatientes, pero ahora pasan al centro de la contienda.
Por último, llegamos a la “guerra absoluta”, que ésta sí que no tiene límites y en la que se observan ciertos aportes originales del fundamentalismo islámico. Y es que estos elementos pareciera que se han dedicado a leer las normas del derecho occidental; pero para ponerlas de revés. Occidente ha conservado una cierta razonabilidad incluso en la guerra, de manera que ésta responda a ciertos objetivos fijados por la autoridad política, esto es, la guerra se concibe como una herramienta, un instrumento, de la política. Así que, por definición, estos objetivos son limitados y una vez alcanzados la guerra carece de sentido, cesa por completo en la anhelada paz. Paradójicamente, la finalidad de la guerra es la paz.
Cuando la guerra se hace de exterminio, pierde sus contornos limitados; del otro lado se hace de sobrevivencia, que tampoco puede admitir límites porque está en juego la propia existencia. Estamos en la “guerra absoluta”, que es además profundamente irracional. El derecho de guerra es expresión de aquella racionalidad, los daños y sufrimientos que excedan los límites de lo necesario, esto es, el logro del objetivo, se consideran superfluos y, por tanto, están prohibidos. A esto se refiere la proscripción de medios bárbaros, pérfidos, etcétera. El cuidado de los heridos y enfermos, el trato digno a los prisioneros, todo esto tiene un cierto aire caballeresco, casi podríamos decir que aristocrático.
Los socialistas y comunistas se ríen de esto, que repudian como sentimentalismo pequeño burgués, propio de viejas beatas y párrocos rurales; los islamistas van más allá: donde dice que se deben respetar ambulancias y hospitales, ellos leen una licencia para utilizar las ambulancias como transporte y los hospitales como cuarteles. Los civiles, antaño protegidos, ahora se exponen como escudos humanos y los del otro bando se vuelven el blanco principal de los ataques. “Se prohíbe la toma de rehenes en general en cualquier tiempo y lugar”, bueno, eso es lo primero que hacen. Las inmunidades diplomáticas y consulares son otra cobertura idónea para los terroristas.
Pero el legislador no es estúpido y en cada norma ha puesto excepciones: Se protegen hospitales y ambulancias, “siempre que al mismo tiempo no se utilicen para fines militares”; lugares históricos y de culto, “con tal de que no sirvan a fines del enemigo”; se prohíbe la imposición de penas colectivas a la población de un territorio ocupado “siempre que no incurra en corresponsabilidad” o bien “sólo cabe pena colectiva cuando hay solidaridad con el actor”.
Por supuesto que estas previsiones no les importan a los extremistas islámicos, bajo el razonamiento de que: si no nos atacan, ganamos y si nos atacan, los acusamos de violar sus propias normas. Si esto está claro, el problema no es de legalidad internacional sino comunicacional: los que le hacen coro a extremistas, comunistas e islámicos, no son medios sino partisanos.
Luis Marín es abogado y politólogo venezolano, egresado de la Universidad Central de Venezuela, donde dio clases de Introducción al Derecho en la Escuela de Estudios Internacionales, Facultad de Ciencias Económicas y Sociales; también en las Escuelas de Derecho y de Estudios Políticos en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la misma Universidad, hasta su retiro, en 2014. Actualmente se dedica al periodismo analítico.