La enfermedad de la razón

Por Coloso de Rodas

En los últimos años de su vida, Edmund Husserl llegó a una conclusión inquietante: la cultura europea de la razón estaba enferma, aquejada por un mal que se manifestaba en la escisión de su racionalidad en tendencias opuestas y fallidas. Su análisis del predominio de un objetivismo patológico, que denunciaba con vehemencia, lo llevó a reconocer afinidades con los primeros postulados de la Teoría Crítica, aunque inicialmente había considerado sus enfoques sociológicos más dañinos que esclarecedores. La reflexión husserliana sobre la crisis del pensamiento occidental no solo fue un diagnóstico de su tiempo, sino también un esfuerzo por delinear un posible remedio para lo que veía como la decadencia de la razón en la modernidad.

En sus últimos escritos, particularmente en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Husserl abordó la fractura entre la ciencia y lo que denominó mundo de la vida (Lebenswelt). En este concepto se condensa la percepción de que toda empresa teórica, para evitar caer en la abstracción vacía, debe mantener un vínculo con la experiencia concreta. El desarrollo de la racionalidad occidental, sin embargo, había extraviado ese vínculo, desembocando en una ciencia que, paradójicamente, se apartaba del mundo real y cotidiano que originalmente debía comprender. La enfermedad de la razón consistía, pues, en una alienación creciente de su propia fuente vital.

Es posible interpretar este giro tardío en la filosofía husserliana como una suerte de intento de reconciliación con una dimensión más originaria del pensamiento. Después de décadas dedicadas a establecer la fenomenología como una ciencia rigurosa, Husserl parecía replantearse su objetivo: si la razón debía curarse, era necesario primero diagnosticar sus patologías. De ahí que algunos estudiosos hayan descrito este periodo de su obra como una fase médico-cultural, en la que el filósofo buscaba restablecer un equilibrio perdido. Ya no se trataba únicamente de establecer fundamentos epistemológicos, sino de entender por qué la racionalidad había derivado en formas de conocimiento que, lejos de iluminar, generaban nuevas formas de oscurecimiento.

El problema central que Husserl detectó residía en la doble perversión de la racionalidad moderna: por un lado, el objetivismo fisicalista, que reducía el conocimiento a meras correlaciones empíricas, despojando a la experiencia de su riqueza fenomenológica; por otro, el subjetivismo trascendental, que encerraba el pensamiento en una interioridad sin anclaje en la realidad compartida. Husserl era consciente de su propia responsabilidad en la consolidación de este segundo mal, pues su fenomenología temprana había puesto un énfasis excesivo en la conciencia pura como punto de partida del conocimiento. En sus últimos años, sin embargo, su pensamiento se inclinó hacia una crítica de esa misma postura, sugiriendo que la escisión entre objetivismo y subjetivismo no representaba dos enfermedades distintas, sino las dos caras de una misma crisis estructural del pensamiento europeo.

El concepto de mundo de la vida adquirió entonces una importancia central. No era solo una categoría epistemológica, sino una afirmación de que la teoría debía recuperar su enraizamiento en la realidad concreta. Esta idea, que influyó decisivamente en corrientes filosóficas posteriores, desde la hermenéutica hasta la fenomenología existencial, puede entenderse como una tentativa de restaurar un horizonte de sentido que la razón científica había erosionado. En este sentido, Husserl no solo formulaba una crítica, sino que también ofrecía una posible vía de sanación: la necesidad de recordar que el conocimiento tiene siempre su origen en la vida vivida, en la experiencia inmediata del mundo compartido.

Paradójicamente, esta recuperación de la mundanidad del pensamiento se asemeja a ciertos aspectos del proyecto filosófico de su discípulo más célebre, Martin Heidegger. Aunque sus caminos se bifurcaron y sus posturas divergieron, es difícil no reconocer que el Husserl tardío pareció aprender algo de la crítica heideggeriana a la metafísica tradicional. La idea de que el pensamiento no debe trascender el mundo, sino habitarlo con sensatez, es un eco de la ontología heideggeriana, aunque reformulado en términos fenomenológicos. La radicalidad de Husserl, en este sentido, no residía en un gesto de ruptura, sino en una mesura casi paradójica: al final de su vida, su filosofía parecía sugerir que la más alta exigencia de la razón no era sobrepasar el mundo, sino integrarse a él de manera lúcida.

Este enfoque tenía implicaciones que iban más allá de la epistemología. Si todas las enfermedades de la razón eran, en última instancia, aflicciones del mundo de la vida, entonces su estudio debía abarcar dimensiones que usualmente se consideraban ajenas a la filosofía trascendental. De ahí que algunos autores hayan sugerido que la fenomenología husserliana, en su fase final, rozaba terrenos que hoy denominaríamos patología del pensamiento. En esta dirección, podrían identificarse tres grandes áreas de investigación aún pendientes:

  1. Una fenomenología de las neurosis de la razón, que explorara el modo en que ideologías, dogmatismos y formas de pensamiento delirantes emergen de la crisis de sentido en la modernidad.
  2. Un análisis de las estructuras viciadas del pensamiento, en la línea de lo que más tarde exploraría la escuela neo-fenomenológica de Kiel, que investigó las disposiciones erróneas adquiridas por la mente.
  3. Una crítica de la razón comprometida, centrada en la patología del radicalismo, entendiendo el fanatismo, el totalitarismo y el fundamentalismo como síntomas de una racionalidad enferma, más que como meras desviaciones políticas o culturales.

Husserl no alcanzó a desarrollar estas líneas en su totalidad, pero dejó indicios que han sido retomados en diversas tradiciones filosóficas. Su diagnóstico de la crisis de la racionalidad sigue siendo pertinente en un tiempo en el que la fragmentación del conocimiento y la proliferación de discursos desconectados de la experiencia común continúan marcando el horizonte intelectual. La vigencia de su pensamiento radica en haber comprendido que la enfermedad de la razón no es un problema exclusivamente académico, sino una cuestión que afecta la estructura misma de la cultura y la vida cotidiana.

Al final de su vida, Husserl pareció aceptar que su gran proyecto de fundar la filosofía como una ciencia estricta había sido, en cierto modo, una empresa fallida. Sin embargo, esta aceptación no significó una renuncia, sino una reformulación: si la filosofía no podía ser una ciencia en el sentido clásico, quizás sí podía ser una disciplina orientada a la sanación de la razón. En esta última fase, su pensamiento se convirtió en un esfuerzo por devolver la racionalidad a su fuente originaria: la vida misma.

En este sentido, su legado trasciende la fenomenología y se inscribe en una tradición más amplia de pensadores que han buscado comprender la fragilidad del pensamiento humano ante sus propias construcciones. La lección de Husserl es, quizá, que la razón solo puede salvarse a sí misma cuando reconoce sus límites y su arraigo en la realidad. Su obra tardía, más que un conjunto de respuestas cerradas, es una invitación a seguir interrogando la condición del pensamiento en un mundo donde la crisis de la racionalidad parece haberse vuelto permanente.

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