Por Ower Blandino
Hasta qué punto La montaña mágica fue el intento de imitar la idea He aquí el hombre (Ecce Homo) de Nietzsche es una pregunta que nos conduce al vértigo de la alta literatura y la filosofía. Thomas Mann, con su habitual lucidez y sofisticación, había quedado profundamente impresionado por la lectura de aquel resumen ascetológico y autobiográfico que constituyó la obra póstuma del filósofo del martillo. En ella, Nietzsche lanza su famosa sentencia: «Yo no soy humano, soy dinamita». Una frase que no solo es una declaración de guerra contra la civilización decadente, sino también un anhelo de autotrascendencia, un ejercicio de pathos extremo donde el sujeto se concibe a sí mismo como una fuerza explosiva.
La magia de todo archivo humano, memoria y estante —esa acumulación del saber, ese estrato de conocimientos sedimentados a través de los siglos— se asemeja en mucho a la estructura de una montaña destinada a ser escalada. En esta analogía, la cumbre representa el dominio del conocimiento, la conquista de una forma superior de comprensión. Y, sin embargo, la escalada no es un acto espontáneo ni fortuito. Como en el ascenso alpino, el intelecto debe habituarse a la altitud del pensamiento, enfrentarse a sus propios límites, vencer la asfixia del aire enrarecido y la tentación de volver a los valles de la ignorancia cómoda.
El sanatorio de La montaña mágica es el teatro donde Mann pone en escena esta misma idea de ascensión y abismo. En el manicomio, el loco puede liberar, precisamente por estar fuera de sí, el atrabiliario complejo de la inhibición. Su locura no es meramente una patología, sino también una forma de desapego del mundo de los valores convencionales, una posibilidad de reconfigurar la realidad desde un margen exiliado. Nietzsche, quien escribió algunas de sus páginas finales en un estado de alucinación febril, bien podría haber sido un inquilino del sanatorio de Davos, aquel lugar donde los personajes de Mann se entregan a interminables disertaciones sobre la vida, la muerte y el sentido del tiempo.
Mann extrae del resumen de La genealogía de la moral un imperativo esencial: la voluntad de poder es el motor que permite a los hombres escalar paso a paso el archivo interior del saber. En la obra de Nietzsche, la voluntad de poder no es solo un concepto filosófico, sino una metáfora vital, un principio que se despliega en la historia y en la subjetividad humana. Cada avance en la escalada supone un ejercicio de tensión, de superación de los propios límites.
El alpinismo intelectual es un proceso que se desarrolla con rigor: el primer paso en la escalada del archivo es superior al anterior, el segundo superior al primero, y así sucesivamente, hasta que el individuo desarrolla las habilidades necesarias para llegar a cotas más altas. La cumbre no se alcanza por iluminación repentina ni por don sobrenatural, sino por el esfuerzo, el entrenamiento y la pericia acumulada.
En este sentido, Mann parece sugerir que el hombre no es un ser destinado ni a la resurrección ni a la muerte definitiva: es, ante todo, un ser para las habilidades. Habilidades para escalar, para interpretar, para desentrañar los signos y significados del archivo del poder y del saber. La voluntad de poder, en la visión nietzscheana, no es la sed de dominio político o de supremacía sobre los otros, sino la capacidad de estructurar la realidad a partir de un dinamismo propio, de un impulso creador que se proyecta hacia lo desconocido.
Pero aquí encontramos un punto de inflexión: si bien la escalada del saber es una posibilidad, también lo es el extravío, la caída. Nietzsche mismo lo padeció: el exceso de lucidez lo condujo a la locura, al colapso mental en la plaza de Turín. La cumbre es un espacio peligroso, donde el aire se hace escaso y la visión se distorsiona. Mann, siempre atento a la ambigüedad, nos presenta en La montaña mágica un escenario donde la búsqueda del conocimiento se confunde con la enfermedad, donde el sanatorio se erige a la vez como un refugio y como una prisión.
El protagonista, Hans Castorp, emprende su propio viaje iniciático, que no es otra cosa que la encarnación del mito del ascenso intelectual. En su permanencia en el sanatorio, se enfrenta a debates filosóficos, dilemas morales y reflexiones sobre el tiempo, en una escalada que lo transforma y lo define. Su estancia, que al inicio se suponía breve, se prolonga durante años, reflejando el carácter absorbente del conocimiento: quien se adentra en la montaña del saber, corre el riesgo de quedar atrapado en ella.
Sin embargo, hay una dimensión adicional en la relación entre Nietzsche y Mann: la cuestión del destino del hombre moderno. Nietzsche profetizaba la llegada del superhombre, aquel que superaría las limitaciones del humanismo tradicional. Mann, en cambio, con su ironía característica, nos muestra un mundo donde la búsqueda de la excelencia intelectual puede conducir tanto a la elevación como a la desesperación. Si Nietzsche proclamaba «Dios ha muerto» como el inicio de una nueva era, Mann nos muestra un panorama donde la ausencia de Dios no lleva necesariamente a la libertad, sino a una prolongada enfermedad del alma.
El sanatorio de Davos es una especie de purgatorio donde los personajes deambulan entre la vida y la muerte, entre la razón y la locura, entre el deseo de ascender y la tentación de abandonarse al letargo. En este contexto, la frase nietzscheana «Yo no soy humano, soy dinamita» adquiere un matiz aún más inquietante: ser dinamita significa, al mismo tiempo, tener el poder de destruir y de ser destruido.
En definitiva, La montaña mágica es un espejo donde se refleja la tensión entre la voluntad de poder y la fragilidad humana. Mann, consciente de la grandeza y el peligro de las ideas nietzscheanas, las incorpora en su novela no como una adhesión dogmática, sino como una interrogación abierta. Hasta qué punto la escalada del saber nos conduce a la cumbre o al abismo sigue siendo una pregunta sin respuesta definitiva. Como en toda gran obra, el lector debe decidir si la montaña es un destino o una trampa, si el archivo es un tesoro o una carga, si la voluntad de poder es un camino hacia la excelencia o una senda hacia la autodestrucción.
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