*Fragmento del capítulo 3, Segunda Parte,

Sobre el Castrismo del libro Totalitarismo en Cuba: Castrismo Cultural y el último hombre,

Ediciones Exodus, segunda Edición, 2022.

Primera edición, 2015, Neo Club Ediciones.  

El ineludible espectro del miedo se alza con frecuencia como una categoría sociológica de primordial relevancia al momento de desentrañar los entresijos que mantienen al régimen cubano en su asidero. ¡En la isla de Cuba, el miedo persiste como un latido constante! Las razones que avalan esta afirmación no carecen de fundamento, especialmente cuando se postula que la población vive «atemorizada ante la represión policial», constriñendo sus acciones y voces por temor a ser sometida con fuerza y censurada de manera tajante. Sin embargo, el abrazo del miedo trasciende la esfera del poder político para abarcar un caleidoscopio de manifestaciones socio estructurales y psíquicas que resisten los límites de una simple censura ideológica.

Permitidme explorar la cuestión del miedo en la nación cubana desde una óptica distinta, revelando los recónditos meandros de la mentalidad isleña: el temor a la libertad. Erich Fromm, en su magistral obra El miedo a la libertad, podría alumbrar nuestros pasos, arrojando luz sobre las paradojas estrafalarias que fomentan la perpetuación de este miedo, esa sombría inquietud emancipatoria que, paradójicamente, cada individuo cubano proclama desde su posición única.

En este análisis, el temor a la represión policial no es solamente un terror ante la posibilidad de un maltrato físico, sino el fruto de una represión psicológica interiorizada, infligida por las propias manos del pueblo. A medida que la Revolución injerta elementos de esperanza en el tejido colectivo, se moldeará la proporción de contención y miedo. El miedo no yace en el despojo de lo existente, sino en la angustia de su preservación. Por lo tanto, el miedo opera como un intrincado mecanismo de evasión, manifestando tres facetas discernibles por sus efectos:

1. Autoritarismo

2. Destructividad y

3. Conformidad automática

La sombra del autoritarismo se proyecta vívidamente en una escena de la película de Fernando Pérez, titulada Hello. En medio de un tumulto en una concentración pública, uno de los personajes se interroga sobre su propósito en ese crisol de multitudes. En este sentido, el primer paso hacia la merma de la libertad se vislumbra en el temor de asumir la propia individualidad. La soledad es un fardo abrumador, especialmente cuando se lucha contra las privaciones y necesidades materiales.

En un contexto dominado por un poder autoritario, aplastante en su magnitud delirante, la solución para mitigar estas penurias parece concretarse en la capacidad de diluirse en la masa indiferenciada. En ese instante, en la relación con el otro -una función que las concentraciones revolucionarias satisfacen con asombrosa eficacia- uno olvida todo, incluso la propia identidad. Y en esa amnesia, cierta serenidad se anida, una especie de paz; el individuo se siente arropado de algún modo. En Cuba, el temor a la soledad pervive intensamente.

El cubano no ha hallado la clave para forjar desde su unicidad una separación, ni tampoco ha conseguido entrelazarse con la sociedad en una danza poética. Aquí, la Revolución ha habilitado un espacio, un puente, a través del cual cada individuo puede activar una función hipócrita, encubriendo en una dualidad de personalidad -la del sádico y el masoquista- la sumisión automática.

La destructividad emerge como otro pilar del miedo. Un pasaje singular en la novela de Jesús Díaz, Las iniciales de la tierra, arroja luz sobre este aspecto. La moral revolucionaria, de manera estrambótica, se erige como pretexto para sofocar cualquier atisbo de apego al pasado. Aunque la negligencia sea intrascendente, las críticas son incapaces de doblegar una tradición moral revolucionaria arraigada. ¿Quién podría negar a Varela, a Luz, a Céspedes, a Martí, a Guiteras, a Fidel Castro? Si bien podrán ser objeto de censura, negarlos resulta inconcebible.

Tal acto equivaldría a claudicar ante su magnificencia ideológica. Este sol que ilumina el mundo moral, esta justicia social revolucionaria del cual hablaba Cintio Vitier, incrusta en el cubano un miedo sutil y estético. Este miedo lo enreda en una encrucijada ética de valores intransigentes.

A lo largo y ancho del tejido cubano, el miedo se entreteje en un tapiz intrincado y multifacético. Su presencia pervive como un eco que resuena en las profundidades de la psique colectiva. Es el temor a lo desconocido, a la soledad, al desapego y al destierro de valores arraigados. El miedo es la sombra que se despliega sobre el alma cubana, moldeando sus elecciones, sus silencios y sus acciones, mientras la isla se esfuerza por encontrar su equilibrio entre la historia, la revolución y la anhelada emancipación.

El miedo se cierne como un oscuro velo sobre el alma cubana, una realidad ominosa que trasciende el horizonte del conformismo. Los corazones de los cubanos han sido moldeados en la fragua del conformismo, un tejido de certezas tejido con hilos de temor. Aquel que osa albergar la duda desencadena la fuerza implacable del miedo, ese verdugo de la mente colectiva que gobierna en las sombras.

La Revolución erige un entramado de significados cuidadosamente tejidos para dar forma a las expectativas del pueblo, conduciéndolos inexorablemente hacia la perpetuación de una mentalidad colectiva. Un miedo ancestral se arraiga, temor a perder la anhelada libreta de abastecimiento, a desprenderse de las seguridades estatales que han tejido una tupida red en torno a la sociedad. En los rincones donde la duda se alza, la moral se yergue majestuosa, como una entidad legendaria. Ahí, el temor se enmascara en las sombras de los árboles, un temor a que la fronda se despoje de sus ramas. Y así somos, los cubanos, ramas extendidas de la moral revolucionaria, temerosos de perderla, pues creemos que en su centro reside nuestra frágil condición de libertad.

El mito se extiende como un río serpenteante, enredando sus aguas en la historia misma. Entre las sombras del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba, destaca una intensa emotividad, un torrente emocional que fluye en sus inicios y culmina en un vibrante clímax. No fueron las estrategias políticas, ni las ideologías que se alzaron como protagonistas, ni siquiera las medidas económicas que se desvelaron. Un mito, un mito que se alarga, atravesando el tiempo y ocultándose bajo una apariencia particular, se revela como la esencia.

 La emotividad, enterrada bajo capas de simulación, emerge con ímpetu. La presencia del patriarca, Fidel Castro, en el cierre del Congreso, despierta el latido vital del régimen. Sus lágrimas, más expresivas que discursos y proclamaciones, encarnan el poderío del control absoluto. La voluntad de poder político es sustentada por esta irracionalidad, un enigma que se oculta en los pliegues del poder mismo.

La raíz de la permanencia del régimen en Cuba no yace en la política o la ideología comunista, pues su impostura es evidente. Se trata de enmascarar el mito, de tejerlo en los misterios del velo perceptivo para que nunca se revele como tal, como un fragmento de la historia. La estrategia maestra se fragua en la conjunción esotérica entre el empleador y el empleado, una danza sutil que resuena individualmente, pero que teje sus hilos en el tapiz colectivo. El mito no se aposenta en el rincón de la mente, como los mitos modernos, sino que se aferra al alma, se inscribe como poesía en el cuerpo mismo del hombre. La conexión entre el patriarca y el mundo se sostiene en un equilibrio frágil, como si desearan mantenerse al margen de la estructura establecida.

No es un mito cualquiera, no es un cuento que se desvanece bajo el escrutinio. Es más complejo, más enigmático, una fuerza que reside más allá del inconsciente. No es un simple meme, ni siquiera puede ser categorizado como uno de los mitos modernos que la historia de Cuba ha tejido a lo largo del tiempo: la noción de nacionalidad, patria, revolución y socialismo. Estos mitos reposan sobre el mismo fundamento, se apoyan en una realidad histórica que se puede tocar y palpar.

Sin embargo, este mito de la emotividad zanjada es excepcional. No ha sido reconocido como un mito, a pesar de haber recorrido Cuba a lo largo de su historia con esplendor. Ha sido la fuente inconsciente de la literatura cubana, el motor silencioso que ha impulsado los momentos cruciales. ¿Acaso no fue la emotividad, la chispa que encendió la Guerra Grande, la respuesta del patriciado ante la opresión colonial? ¿No se gestó el discurso de Martí y la llama que dio vida al Manifiesto de Montecristi en el crisol de la emotividad? ¿No laten los versos de Espejo de Paciencia con un ardor emocional? ¿No se desliza la tinta de La Historia me absolverá sobre la corriente motivacional de la emotividad? ¿Qué fuerza impulsa al cubano a modelar su voluntad?

Este misterioso mito, como una corriente subterránea, fluye a lo largo de la historia, una energía oculta que impulsa los acontecimientos. Más que un simple cuento, es la columna vertebral de una nación, el motor que ha impulsado la historia de Cuba a lo largo de los años.

La emotividad, ese genuino caudal de sentimientos, se alza como un pilar fundamental en el rico tapiz cultural de Cuba, superando con creces las rutas trazadas por la mera razón. Este fenómeno, profundo y trascendente, requiere una introspección más detenida, pues no se limita al impulso emocional fugaz que todos los individuos y culturas experimentan. Aquí no encontramos mero terreno psicológico, sino algo más hondo y arraigado.

La corriente de emotividad, como un río encauzado por los surcos del tiempo, fluye en sentido inverso, retrocediendo sin alejarse de su punto de origen. En el tejido de sus sueños, el tiempo se despliega en imágenes inmóviles, mientras la patria, en su dimensión física y geográfica, se convierte en el vehículo de este viaje. En cada uno de estos desplazamientos, la emoción traspasa su propio umbral, transformándose en una emotividad que yace en el corazón mismo del ser. Así es como la emotividad se activa, cuando su presencia se torna esencial para la preservación del sistema.

Si el canto exaltado en honor a Roosevelt resonó con mítico eco entre la élite intelectual cubana, revelando las grietas en la incipiente República de 1902, no puede sostenerse la misma afirmación cuando gran parte de la población cubana endosa un manto mitológico sobre Fidel Castro, erigiéndolo como guía insustituible.

Los engranajes de esta leyenda de la emotividad zanjada, sus mecanismos ocultos y su prolongación en el tiempo, se entrelazan en el amplio espectro de la conciencia nacional cubana. Esta noción, de suyo intrincada, escapa a la capacidad emblemática de resistencia cultural. Abordaremos estos tópicos en un momento venidero.

En efecto, la magia del temor impera en Cuba, aunque el miedo no camina en solitario. Se erige como una categoría que halla su morada en lo sociológico y lo psicológico, trazando paralelos y similitudes. Este miedo, arraigado en la esencia misma del ser humano, se anida en todas las sociedades y culturas, adoptando formas únicas.

La congregación y cohesión en grupos, una característica social indiscutible, halla su raíz en la médula del miedo. De esta clasificación exclusiva se desprende lo que comúnmente se nombra como temor a la muerte y temor a la libertad. Muerte y libertad, dos extremos que se complementan en el dominio del miedo. Tanto el temor a la muerte como el temor a la libertad ocupan su lugar. En esta complementariedad yace, quizás, un rincón velado de la esencia cubana.

No es que la cubanía tema a la muerte y la libertad, pues el discurso histórico se ha forjado en esa dualidad de extremos. Más bien, la cubanía no ha experimentado conscientemente esa vivencia. El cubano ha hablado de muerte y libertad, pero no las ha abrazado en su plenitud, no las ha asumido como su verdad absoluta. Este desapego ha gestado un miedo arraigado en la historia cubana, un miedo a ser libre y a desvanecerse en la realidad.

El miedo a la libertad encuentra eco en el temor a la muerte. Estas dos fuerzas, libertad y muerte, confieren a Cuba un sistema sociopolítico peculiar, una estructura con tintes románticos marcada por una emotividad angustiosa. Esta confluencia abstracta impone un límite en la cronología de la nación, un hito que cristaliza una voluntad inmutable. De alguna forma, este límite materializa la cohesión social, una coagulación que resiste la desmitificación y sumerge a la isla en la tiranía de los lemas primordiales: muerte y libertad. Este panorama ha cobrado vida en mi reciente experiencia en Cuba.

Una historia, transmitida por mi padre y que reverbera en la actualidad, ejemplifica este punto. Un maleante llamado Pulito, un ser tildado de peligroso y audaz, fue segado en un conflicto callejero por un inocente muchacho. El gobierno provincial satisfecho por la hazaña del chico no contaba con la popularidad del fallecido. Sus compinches transportaron su féretro en los hombros desde la funeraria, deteniéndose ante la entrada del cementerio de San Rafael de Guantánamo, entonando un cántico sincopado: «Pulito no quiere entrar, Pulito no quiere entrar.» Y Pulito tuvo que ser empujado a la fuerza para que netrara en su última morada. Este episodio, en su extremidad, simboliza el miedo a la libertad.

Ni siquiera un difunto desea la muerte cuando ya yace en el regazo de la misma. Cuba se asemeja a este cadáver, portador de un pavor que yace en la libertad y en la extinción. Este miedo, entrelazado en la psiquis cubana, trasciende nuestro límite. Más allá de ese umbral, nuestra percepción de lo «real» se difumina y la magia engulle nuestro mundo. En esta etapa, nos transformamos en entes dotados de poderes mágicos, y no existe encantamiento mayor que el temor. Ningún conjuro resulta más absurdo que el que infunde miedo a la muerte y a la libertad. En su esencia misma, Cuba es un escenario impregnado de magia.

Cada rincón y cada gesto en la tierra cubana destilan la esencia de esta magia, tejida con hilos de emotividad y entrelazada con el temor que se resiste a desvanecer. Así perdura la cubanía, una melodía en la partitura de la historia, resonando con cada latido y suspiro en la gran sinfonía de la existencia.

Continúa…

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