Por El poeta en actos

La vida, en su flujo inescrutable, nos sugiere que aquello que denominamos «significado» —el sentido que atribuimos a un objeto, una palabra, una imagen— no emerge necesariamente de la comprensión, sino más bien de su ausencia. Es en la fisura, en el hiato entre el objeto y nuestra capacidad de aprehensión, donde comienza a germinar el sentido. No porque entendamos, sino porque no entendemos, se nos hace necesario nombrar. Así, el significado se convierte en una tentativa desesperada, aunque hermosa, por cerrar el abismo entre lo que es y lo que creemos que es. En el fondo, es esa imposibilidad de asir la totalidad del objeto lo que permite a la mente lógica construir redes, tramas, taxonomías. Sin embargo, al final de todo discurso, en el silencio último, en la penumbra que habita detrás de las palabras, permanece intacto el enigma: ¿quién —o qué— enlaza el significante con el significado?
Gertrude Stein, con la simplicidad fulminante de un mantra, escribió en Sacred Emily su célebre: “A rose is a rose is a rose”. Una frase que para Hemingway no pasaba de ser una tautología sin nervio, una reiteración innecesaria, un juego de palabras desprovisto de sentido. Pero Stein no jugaba con palabras: las habitaba. Para ella, la rosa no requería de adornos, no necesitaba ser adjetivada, ni explicada, ni siquiera entendida. Bastaba con sentirla. Cualquier intento de definirla —“bella”, “roja”, “frágil”, “simbólica”— implicaba ya una traición. La rosa era, simplemente, la rosa. La repetición, lejos de la trivialidad, obraba como una afirmación ontológica: la rosa como epifanía cerrada, suficiente, irreductible.
Esta comprensión —intuitiva, no lógica— contrasta de manera aguda con los postulados del objetivismo, cuya defensora más reconocida, Ayn Rand, afirmó que la vida posee un propósito objetivo, y que tal propósito debe surgir exclusivamente de la conciencia racional. Para Rand, lo inconsciente es un residuo sin valor, un ruido indeseado en la arquitectura del pensamiento lógico. Desde esa óptica, no cabe preguntar por el sentido de la vida si no es desde la razón misma. Y, sin embargo, esa postura, en su pulcritud conceptual, olvida un matiz esencial: lo inconsciente no se define por su carencia de lógica, sino por su lógica otra.
Es en esa tensión entre lo que se sabe y lo que se presiente donde se inscribe la obra de la artista plástica Daphne Rosas, en particular su serie Games of the Mind. Esta serie no es un catálogo de imágenes ni una muestra de estilo: es una exploración. Rosas se propone, con cada trazo y cada composición cromática, lo que parece imposible: dar forma visual a lo que no ha sido pensado aún, es decir, hacer visible el germen previo a la idea. Su gesto artístico no parte del deseo de definir, sino de mostrar. De permitir que lo no dicho, lo apenas intuido, lo sin forma, emerja sin ser deformado por el lenguaje.
En esa operación hay una dimensión profundamente significativa. Rosas no pinta para explicar. Pinta para sugerir. Su obra se instala en la zona liminal donde la percepción aún no ha sido colonizada por el concepto. En ella, el arte se convierte en una forma de conocimiento que antecede a la lógica, una especie de mística secular. Quizás por eso, su trabajo resuena con aquella última y misteriosa pregunta que Gertrude Stein formuló en su lecho de muerte: “¿Cuál es la respuesta?” Y tras un instante de silencio: “¿Y cuál era la pregunta?”
Games of the Mind no se inscribe en la tradición de lo onírico ni en los cánones del surrealismo como etiqueta. Va más allá. Se adentra en una zona sin mapa: un lugar donde los colores no ilustran, sino que encarnan emociones; donde las formas no representan, sino que devienen presencias. En obras como Yellow Tails, Trapped Colors, Liquid Impossibility, o Necklaces and Things, no hay narrativa ni mensaje; hay vibración. No hay argumento; hay pulso.
En entrevista concedida a Armando de Armas para Martí Noticias, la artista afirma:
“Hice composiciones de colores que me venían a la mente, líneas y formas, todo muy libre, a veces sin un por qué, sólo por existir. Ahora aplico conciencia a lo inconsciente. Las ideas fluyen desde lo más profundo, de forma espontánea, sin hora ni lugar, a veces como un destello. Entonces tomo esos soplos, los compongo, pienso en colores, busco sentido, respuestas y después pinto”.
Esta declaración es reveladora. Rosas no parte del caos; parte de un orden no racional. Lo que para algunos sería arbitrariedad, para ella es fidelidad a una fuente no domesticada. Y en ese tránsito —del “soplo” a la forma— se opera el milagro del arte verdadero: transformar una percepción vaga, íntima, indescifrable, en algo visible y compartible sin traicionar su origen.
En ciertas piezas, como las tituladas Ondulaciones, se percibe una inflexión aún más profunda. No se trata ya de imágenes, sino de umbrales. La objetividad, la idea de que algo puede ser plenamente delimitado por la percepción, se diluye. Lo que se revela es una dimensión donde la forma pierde rigidez y se convierte en vibración. Allí, lo “inconsciente” no es una categoría freudiana ni un residuo psíquico: es el eco de un origen. Rosas no busca simbolizar lo oculto; busca atravesarlo.
A diferencia de Lezama Lima —para quien la visión está lastrada por el cuerpo y su peso mortal—, en Rosas la visión libera. Su mirada no está constreñida por la carne ni por la lógica, sino impulsada por una confianza radical en lo no visible. En ese sentido, su pintura no es representacional: es fenomenológica.
A lo largo de Games of the Mind, se percibe una evolución silenciosa, una depuración. Rosas ha dejado atrás la tentación de lo simbólico para rozar lo esencial: una imagen que no significa, sino que está. No hay necesidad de traducción ni de interpretación. Basta con estar ante la obra para entrar en su campo vibratorio.
La noción de “inconsciente”, tal como se maneja en el discurso psicológico contemporáneo, aparece aquí como una convención limitada. Útil, sí, pero insuficiente. El arte, en cambio, no clasifica: revela. No sistematiza: transforma. No traduce: encarna. La visión poética, entonces, no es mera analogía. Es una forma de conocimiento. Y ese conocimiento no se adquiere: se despierta.
Cuando la razón llega al borde de sus propias posibilidades, aparece la imagen como mediadora. Es entonces que lo invisible toma cuerpo, no para ser explicado, sino para ser habitado. En ese sentido, los grandes artistas —Lezama, Borges, Rothko, Kandinsky— no nos ofrecen respuestas, sino espacios. No nos proponen significados, sino experiencias éticas y estéticas donde lo oculto se vuelve presencia.
En este horizonte, la pintura de Daphne Rosas no imagina el inconsciente. Lo contempla. Y entre imaginar y contemplar hay una diferencia fundamental: quien imagina proyecta; quien contempla presencia. La imaginación construye metáforas; la visión poética disuelve la distancia. Y allí, justo allí, donde la forma se vuelve silencio, ocurre lo inefable.
A partir de esta última consideración, se impone una pausa para observar con detenimiento la orientación profunda de la obra Juegos del inconsciente, de la artista Daphne Rosas. No se trata meramente de una propuesta estética, ni de una exploración superficial del imaginario psíquico, sino de una tentativa pictórica radical, desarticular los mecanismos de la imaginación para acceder a una experiencia directa de la conciencia total, por medio de la visión. Rosas no pinta sobre lo inconsciente por haberlo ideado o formulado desde el deseo, lo hace porque lo ha visto. Esta distinción, que a primera vista puede parecer sutil, contiene un abismo conceptual, entre imaginar y ver se abre una distancia que determina no solo el estatuto epistemológico de lo representado, sino su ontología misma.
La imaginación opera como una mediación, es un espejo que devuelve, con distorsión, la imagen de lo oculto. Su mecanismo es indirecto, construido, y por tanto sujeto a las limitaciones de la subjetividad. La visión, en cambio, al menos en su dimensión poética, no imagina, ve. Ve lo real en su totalidad, sin fragmentación ni filtro. Es una experiencia de totalidad inmediata, donde lo simbólico cede ante lo manifiesto. La imaginación presupone lo invisible, la visión lo constata. Aquella sugiere, esta revela.
Este principio, esta dicotomía entre imaginación y visión, fue esbozado por Wallace Stevens en su célebre ensayo sobre la relación entre poesía y pintura, recogido en Ensayos sobre la realidad y la imaginación. Para Stevens, el impulso poético, ese núcleo irreductible del arte, no se limita a la escritura, atraviesa la música, la arquitectura, la escultura, la pintura. Y en todas ellas se manifiesta como una doble potencia, imaginación y visión. No obstante, es evidente que Stevens se mantuvo ambiguo, incluso inseguro, respecto a la segunda dimensión. Su reflexión quedó anclada en el terreno conceptual, sin alcanzar la evidencia estética que Rosas logra en Juegos del inconsciente. Su pintura no se limita a jugar con la visión como herramienta técnica o sensorial, la convierte en medio epistémico, en vehículo de conocimiento no mediado. En otras palabras, nos confronta con lo que ha sido visto, no imaginado.
Esta es, en efecto, la apuesta radical de Rosas, que la libertad y la individualidad, esos dos pilares de la subjetividad moderna, no pueden sostenerse únicamente como proyecciones del deseo o como construcciones del yo. No basta con imaginarlas, deben ser vistas, reconocidas, afirmadas en su presencia. La pintura, entonces, deviene un acto de constatación. La imagen, en su forma más elevada, no representa, revela. No ilustra un inconsciente postulado desde la teoría psicoanalítica, sino que presenta, con crudeza o lirismo, la evidencia de su forma viviente.
El lenguaje pictórico de Rosas se inscribe, en este sentido, en una tradición más cercana al realismo metafísico que al realismo mágico. Lo que ella hace visible no es una fantasía, sino una realidad que el pensamiento racional ha declarado inaccesible. Sus cuadros no representan al inconsciente como un contenido reprimido, sino que lo despliegan como una presencia activa, contradictoria, que puede ser vista, interpretada, enfrentada. Y en ese gesto visual, la artista recupera la posibilidad de una conciencia plena, no como unidad psicológica, sino como experiencia estética.
Desde esta perspectiva, la función de la imaginación se vuelve ambigua, incluso sospechosa. El inconsciente, concebido tradicionalmente como un espacio opaco, es, en la obra de Rosas, el lugar donde la imaginación impone su juego de simulacros, velando la posibilidad de una visión directa. En otras palabras, la imaginación trabaja al servicio del inconsciente, lo protege, lo enmascara, lo mantiene como un territorio sin cartografiar. Por ello, para Rosas, la visión poética debe recurrir a estrategias simbólicas que no reproduzcan las formas habituales del discurso. Hay que burlar la gramática del inconsciente, desplazarse por caminos expresivos que le sean ajenos, para fracturar su lógica de ocultamiento.
De ahí que su obra no se reduzca a un ejercicio formalista, ni a un proyecto de interpretación freudiana o junguiana. No hay en ella una codificación del símbolo ni una búsqueda de arquetipos universales. Hay, más bien, una puesta en escena de la caída del inconsciente como categoría epistemológica. En sus lienzos, el inconsciente aparece coloreado, delineado, formado, sometido a la mirada. Y esa es una de las operaciones más significativas de su trabajo, convertir lo informe en figura, lo oscuro en claridad, lo imaginado en visto.
En este punto, cabe preguntarse si el inconsciente, tal como ha sido concebido por la tradición psicológica, ha sido alguna vez más que una abstracción. Una idea útil, sí, pero en última instancia, una construcción. El inconsciente vive en las sombras, se alimenta de sueños, de símbolos no verificados. No posee vida propia, es, más que una realidad, una ausencia estructurada. Por eso se le denomina así, inconsciente, aquello que no ha llegado a ser conocido. Pero lo no conocido, si puede ser sentido y visto, ¿sigue siendo inconsciente?
La obra de Rosas responde, sin ambigüedad, a esta pregunta. Y lo hace no desde la teoría, sino desde la imagen. Su pintura afirma que hay una forma de conocimiento que no pasa por el concepto ni por la representación, sino por la presencia misma. Una forma de mirar que desestabiliza al inconsciente como refugio de lo innombrable. Por ello, Juegos del inconsciente no es un intento de explorar lo oculto, sino de desmontar la necesidad misma de ocultamiento. El inconsciente, nos sugiere la artista, no está allá, en las profundidades del alma, está aquí, a la vista, si se aprende a mirar sin las lentes de la imaginación.
No es casual, entonces, que la pintura se convierta en el medio privilegiado para este desmontaje. A diferencia del lenguaje verbal, que está irremediablemente mediado por la sintaxis, la lógica, la narración, la pintura puede aspirar a una inmediatez simbólica. No se trata de que el cuadro “signifique” algo, sino de que muestre. Y lo que muestra Daphne Rosas en esta serie es un inconsciente visible, atravesado por colores y formas que no disimulan nada, que afirman, que desafían, que nos interpelan.
Al final, Juegos del inconsciente no es sólo una obra sobre el inconsciente, sino una obra contra él. Contra su mito, su prestigio intelectual, su estatuto de misterio intocable. Rosas no quiere imaginar lo que somos, quiere verlo. Y al hacerlo, al pintar lo que ha visto, nos ofrece no una interpretación, sino una revelación. Una revelación inquietante, que lo inconsciente no es más que el nombre que damos a lo que aún no nos atrevemos a mirar.

