Por Victoriano Frezeer
En la década 90, a partir del inicio del Periodo Especial, comenzó a notarse más claramente en la sociedad civil cubana una incipiente atención a «la política del reconocimiento». La demanda de reconocimiento estaba vinculada a las nociones modernas de identidad: la comprensión por parte de la persona de las características fundamentales que la definen, de quién es. Dado que la identidad se forma en parte por el reconocimiento de los demás, las personas pueden sufrir daños reales si la sociedad civil les devuelve una imagen degradante de sí mismas. Así, las personas de las sociedades totalitarias pueden verse inducidas a interiorizar una imagen sexista de sí mismas y a sufrir el dolor de la baja autoestima.
En época pretérita, el dominio blanco proyecto durante generaciones una imagen denigrante de los pueblos negros, indígenas y colonizados, cargando a los oprimidos con formas paralizantes de auto desprecio. En este sentido, el debido reconocimiento fue una necesidad humana vital. Según esto, se consideraba que la incierta búsqueda de reconocimiento estaba vinculada a la aparición en el siglo XVIII de identidades individualizadas, basadas en un concepto de autenticidad interior.
El momento de este giro hacia el reconocimiento identitario fue significativo y coincidió con el triunfo de la globalización capitalista, cuando los fundamentos conceptuales de la teoría crítica y la política emancipadora eran profundamente discutibles y contestados. Del mismo modo que el colapso del socialismo de Estado minó la confianza de la crítica marxista, el agresivo universalismo del mercado que le siguió produjo algunas vacilaciones con respecto a la crítica kantiana. El reconocimiento, en sus variedades concretas, culturales e históricas, debía ser una parte constitutiva de la justicia. Las dimensiones dialógicas de la subjetividad, subestimadas o ignoradas tanto por el marxismo como por el liberalismo, se integrarían en la teoría crítica y en la política radical.
Una razón clave para tomar en serio la política del reconocimiento era que tenía su propio impulso empírico e histórico. La demanda de reconocimiento se había convertido en parte integrante de los «paradigmas populares de la justicia», el lenguaje moral de los movimientos sociales que surgieron después de la década de 1960. El multiculturalismo era un hecho sociológico. A pesar de las considerables diferencias entre estos críticos, una de las razones por las que consideraban que el reconocimiento era filosóficamente y políticamente importante era que era palpablemente importante para los propios actores políticos y morales. La renovada teorización del reconocimiento era, por tanto, una continuación de una problemática de larga data: cómo registrar el sufrimiento y las demandas cotidianas de los actores «legos» con la metacrítica ofrecida por la erudición teórica.
A raíz de la crisis financiera de 2008 y de las protestas que la siguieron, la política de reconocimiento se ha convertido en una preocupación principal y en un asunto de amarga controversia. Tanto intelectuales de centro-derecha como Francis Fukuyama como neoconservadores como Douglas Murray afirman que el orden liberal-democrático está siendo desestabilizado por las demandas de reconocimiento identitario. Los «posliberales» de derechas y los católicas comunitaritas atacan la fijación de la izquierda liberal en el reconocimiento de las lesiones individuales y la violencia simbólica a expensas de las normas morales tradicionales. Los liberales también acusan a los populistas de complacer la política de la identidad, racial o de otro tipo, produciendo una política de «posverdad». Y los medios de comunicación dominantes acusan habitualmente a las universidades de sostener una ideología moralmente relativista en la que todas las reclamaciones de reconocimiento son igualmente legítimas.
Sin embargo, la mayoría de las veces, la nueva reacción contra la política de reconocimiento también se enmarca en términos de reconocimiento: se denuncia la «política de identidad» por privar a los hombres blancos, a la clase trabajadora o al Estado-nación del reconocimiento que les corresponde por derecho. La lucha por el reconocimiento se ha convertido en una carrera armamentística, en la que las identidades culturales mayoritarias despliegan el lenguaje de los derechos de las minorías en su defensa. En contextos como el del Brexit, los liberales también han participado en las demandas de reconocimiento identitario, con protestas callejeras, banderas y reclamaciones de marginación cultural. La política del reconocimiento ha cobrado más fuerza de lo que nadie podía prever en la década de 1990. En particular, la esfera pública digital hierve con acusaciones de reconocimiento erróneo, no todas ellas hechas de buena fe, y algunas utilizadas deliberadamente como herramienta de confusión.
Se presentan dos respuestas inmediatas. La primera es mantenerse fiel a las experiencias subjetivas de injusticia y a sus modos de articulación, incluso al precio de la escalada de la guerra cultural. Esto conserva la ventaja de permitir a los grupos articular las heridas e injusticias en sus propios términos; pero ese proceso está siendo utilizado ahora por la derecha como una forma de satirizar y sabotear todos los discursos de justicia social, convirtiendo la política de reconocimiento en una trampa para la izquierda. Una segunda respuesta sería descartar por completo la política de reconocimiento, en favor de un modo de crítica totalmente externalista que ponga entre paréntesis el discurso y las demandas de las partes perjudicadas. Esto proporciona una buena salida de la política cultural, pero elude las cuestiones democráticas de cómo dar voz al sufrimiento y agencia a los marginados. El reconocimiento no sería un fin en sí mismo, sino un componente necesario de la libertad positiva.
Abordaremos aquí, rápidamente, la actual explosión de demandas de reconocimiento desde una perspectiva diferente: considerar cómo las transformaciones en la esfera pública han llevado a una mutación en la forma en que se demanda y se suministra el reconocimiento. La condición clave para ello es la plataforma digital, que ha dado paso a una nueva era de participación pública en la que el reconocimiento del estatus nunca es alcanzado adecuadamente por nadie, por lo que la injusticia se siente omnipresente. En la economía de la atención de los medios de comunicación social, los actores públicos pueden anhelar el reconocimiento, pero tienen que conformarse con cantidades variables de reputación, o simplemente con la reacción de la retroalimentación inmediata.
Las teorías críticas del reconocimiento parten de la intuición de que el mal reconocimiento es una forma de daño moral que socava la autoestima y la capacidad de ser una persona plena, pero que también motiva la lucha por la justicia. El problema se agudizó con el advenimiento de la modernidad, porque el reconocimiento ya no podía establecerse únicamente a través de la tradición o el ritual. Se esperaba que los individuos se desarrollaran de forma distintiva y autónoma, pero luego descubrieron que dependían de los demás para reconocer su auténtico yo. La subjetividad moderna tiene una dimensión precaria, ya que la verdad debe surgir del interior, pero su validación debe ser concedida socialmente. Lo que ha surgido con la era moderna, no es la necesidad de reconocimiento, sino las condiciones en las que el intento de ser reconocido puede fracasar.
Esta precariedad era un síntoma de la esfera pública burguesa, que usurpaba los anteriores sistemas de valoración basados en el honor. Se organizó en torno a dos ideales potencialmente conflictivos. Por un lado, los individuos entraban en ella como iguales, sin aportar ningún estatus previo. En el lenguaje del reconocimiento, esto implica respetar la misma dignidad de todos los seres humanos (pero en la práctica sólo de los propietarios). Por otra parte, su gran logro fue establecer nuevas gradaciones de valor sobre la base de la crítica, la opinión y la deliberación, y no sobre la base del honor. Bajo la democracia liberal, gran parte del valor del reconocimiento -como artista, político o empresario- derivaba precisamente del hecho de que no se distribuía de forma equitativa, sino que se ganaba según algún principio de mérito.
Un reto clave reside en cómo se gestiona este equilibrio entre el reconocimiento de la igualdad y el reconocimiento de la desigualdad. Se puede articular tres ámbitos en los que el reconocimiento se otorga de diferentes formas: dentro de la familia como amor, dentro del sistema legal como derechos, y en la sociedad civil y la esfera pública como estima y solidaridad. Es tarea del sistema legal asignar la igualdad de derechos, pero la tarea de la sociedad civil y la esfera pública es diferenciar las culturas, los méritos y las identidades. Es sugerir que incluso el conflicto de clases y las demandas de redistribución son alimentados originalmente por la herida del mal reconocimiento, por ejemplo, que la contribución del trabajador a la producción no es reconocida adecuadamente por el mercado laboral.
En el siglo XXI ha surgido un nuevo modelo de negocio diseñado para maximizar la recogida y explotación de datos digitales. La plataforma es un tipo de infraestructura digital que permite a los usuarios interactuar entre sí, ya sea en forma de transacciones de mercado, de intercambio social o de alguna combinación de ambos. Las plataformas tienen una serie de características distintivas. En primer lugar, proporcionan una infraestructura básica, como la aplicación Uber, para mediar entre un gran número de personas. En segundo lugar, se benefician de los efectos de red, por lo que más usuarios se unen porque allí están los otros usuarios. En tercer lugar, reciben subvenciones cruzadas, ya que ofrecen servicios «gratuitos» sobre la base de los ingresos obtenidos en otros lugares. Por último, aprovechan sus datos para ajustar constantemente sus interfaces y reglas para atraer y retener al mayor número de usuarios posible.
Una novedad del modelo de negocio de las plataformas es que permite que las formas de valoración de mercado y no de mercado se realicen a través de una única infraestructura. Así, Uber proporciona la infraestructura de la que depende el sistema de precios del transporte municipal, pero también un medio para la evaluación moral de los conductores. Facebook permite a los usuarios compartir contenidos y otorgarse estima, pero también vende el acceso a ellos para los anunciantes. Para los raros individuos que obtienen ingresos como estrellas de Instagram o YouTube, el truco es el mismo: cómo mantener una persona no mercantilizada suficientemente atractiva que pueda ser hábilmente mercantilizada para la colocación de productos o para fines de patrocinio cuando sea necesario. El principio de logro individualista se canaliza cada vez más a través de la economía de plataforma, en la que el valor cultural y moral se indica a través de sistemas digitales de calificación, retroalimentación y evaluación. El problema de la autenticidad, consideraba un aspecto crucial del yo moderno, está cada vez más mediado por interfaces digitales.
La economía de la reputación, sustentada por el globalismo de plataforma digital , ha desempeñado un papel importante en el crecimiento y la mutación de la política del reconocimiento desde la crisis financiera mundial de 2008. No se trata simplemente de culpar a «Internet» de la política de la identidad, sino de destacar cómo un nuevo tipo de racionalidad ha penetrado en la esfera social y cultural, convirtiendo la distribución de la estima en un tipo de competencia intersocialista. Las polémicas sobre la supuesta amenaza a la esfera pública liberal que emana de las universidades y la izquierda suelen ignorar una transformación más estructural impulsada por Silicon Valley.
Como los estudiosos gramscianos han argumentado durante mucho tiempo, un modelo empresarial capitalista no sólo determina las relaciones de producción, sino que se refleja en el modo de actividad política y cultural que lo acompaña, proporcionando potencialmente un punto de apoyo para la crítica y la resistencia. Los debates en torno al fordismo y el posfordismo plantearon cuestiones sobre los análogos culturales y políticos que facilitaron, y sobre los nuevos modos de organización y colectivismo que podrían surgir. Para Jeremy Gilbert, hay que plantear preguntas similares sobre el tipo de movilizaciones político-partidistas que podrían o no estar disponibles a través del modelo de la plataforma digital. Las nuevas tecnologías y las relaciones económicas también reconfiguran los procesos de la vida política y cultural, más allá de su propia aplicación inmediata.
Esta perspectiva tiende a destacar las oportunidades positivas para las nuevas estrategias políticas, pero también es necesario identificar los resultados negativos. Las plataformas representan un punto de inflexión en las contiendas morales y culturales de la modernidad. No sólo transforman las relaciones de producción, sino que reformulan el modo en que se distribuyen socialmente el estatus y la estima. Están remodelando las luchas por el reconocimiento de forma tan decisiva como lo hizo el nacimiento de los medios de comunicación impresos. Al mismo tiempo, su lógica es tal que su principal efecto es generalizar un sentimiento de falta de reconocimiento, aumentando la urgencia con la que la gente busca el reconocimiento, pero sin satisfacer nunca esta necesidad. Uno de los efectos de este proceso es el surgimiento de grupos que se sienten relativamente privados, hasta el punto de la insurrección política. En términos del dualismo perspectivo, una de las principales cuestiones que plantea la política contemporánea es cómo y por qué muchas personas que son económicamente privilegiadas y culturalmente incluidas pueden acabar sintiéndose como ninguna de esas cosas.
En este contexto se han abierto dos vías de crítica, una internalista y otra externalista. La vía internalista sigue el ejemplo de la sociología pragmática al instar a los movimientos políticos a trabajar con el grano de la economía de la reputación especulativa, para sabotear los centros de poder. A pequeña escala, esto podría significar simplemente la movilización de memes y trolls para construir el valor del capital de un insurgente político o para socavar el de un poder en funciones. Este tipo de guerra de reputación fue notoriamente utilizado ampliamente en la izquierda. Organizaciones como Greenpeace han trabajado para atacar el valor de la marca mediante la interrupción gráfica de las galerías de arte y los museos que reciben el patrocinio de la industria petrolera, que plantea que el principal conflicto de clase dentro del capitalismo neoliberal es el financiero, entre el inversor y el beneficiario. En esta perspectiva, la resistencia debería apuntar al valor de mercado de las acciones de las empresas y operar a través de huelgas de deudores que amenacen los intereses del capital financiero y de los bancos. Con optimismo, algunos teóricos piden a la izquierda que movilice su propia visión cuasi-financiera de una buena sociedad para la inversión: «Merece la pena competir por la solvencia, no sea que dejemos que los inversores determinen quién merece ser apreciado y por qué motivos». La propia volatilidad del mercado moral-económico ofrece una oportunidad para competir políticamente por el futuro.
La crítica externalista se centra en la propia plataforma y sus injusticias inherentes, tanto para sus trabajadores explotados como para sus usuarios. El enfoque de Srnicek muestra cómo la economía política marxiana puede identificar las condiciones estructurales subyacentes de esta forma de negocio extractiva y las variaciones que puede adoptar. Una evaluación y crítica materialista del modelo de negocio de las plataformas es un punto de partida necesario para repensar la posición del trabajo organizado dentro de la economía gig, en la que los empleados se reconfiguran legalmente como «contratistas». También es el punto de partida para el análisis y el activismo real-utópico previsto, que busca establecer cooperativas de plataforma y otras formas de infraestructura cívica digital. La resistencia a Amazon y Uber podría implicar la invención de medios alternativos de mediación de la vida cívica que no se dedicaran a la extracción de rentas. Y, sin embargo, como nos recuerda la crítica de Seymour a la «industria social», hay otros aspectos de las tecnologías de plataforma -sus cualidades adictivas y de juego, que explotan y perpetúan nuestras ansiedades- cuya función misma es succionar la vida de la existencia social.
El reto para los movimientos sociales es cómo actualizar el dualismo perspectivo para una época en la que la plataforma se está convirtiendo en un distribuidor dominante tanto de recompensas como de formas mutadas de reconocimiento. Pocos movimientos pueden permitirse abstenerse por completo de la economía de la reputación. Una de las lecciones de Black Lives Matter es que la acumulación de capital reputacional en las redes sociales puede aprovecharse para alcanzar objetivos de justicia social y económica a largo plazo, siempre y cuando siga siendo una táctica o un instrumento, y no un objetivo en sí mismo. Las campañas pueden desencadenar o aprovechar burbujas de reputación que se extienden a gran velocidad -MeToo es un ejemplo- y que pueden estallar poco después, convirtiendo en virtud política la capacidad de trasladar los movimientos a otros espacios, incluida la calle. La búsqueda del reconocimiento es más exigente y lenta que la de la reputación, y apreciar esta distinción es un primer paso para ver más allá de los límites culturales de la plataforma, hacia los obstáculos políticos y económicos más amplios que actualmente se interponen en el camino de la participación plena e igualitaria.
¿El movimiento San Isidro no estaría por esta misma fórmula de la reputación de orientación new marxistas?
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