Por El Coloso de Rodas
Con la intención de apartarnos de la tendencia dominante en las redes sociales, que reduce los textos a eslóganes motivacionales y adopta una visión unilateral, optimista y funcional de los conceptos filosóficos, quiero introducir de manera pausada el libro que tengo entre manos. No es este un ejercicio de crítica ni una reseña convencional; es más bien un intento por restituir el espesor del pensamiento allí donde se ha vuelto delgado como una pantalla, por recuperar lo denso frente a lo instantáneo. Hablo, en esta ocasión, de una obra que toca de manera delicada, aunque con profundidad, uno de los conceptos más fecundos y malinterpretados de la filosofía del siglo XX: el Dasein heideggeriano.
Desde su aparición en Ser y tiempo en 1927, el Dasein ha sido objeto de múltiples lecturas, reducciones, excesos y transposiciones. Se lo ha entendido, en el mejor de los casos, como una categoría existencial centrada en la temporalidad del ser humano, como un modo de ser-en-el-tiempo cuya finitud es constitutiva. Sin embargo, esta interpretación, aun cuando es válida en muchos sentidos, corre el riesgo de omitir una de las dimensiones más relevantes del Dasein: su espacialidad. No se trata aquí de un espacio meramente físico o mensurable, sino de un espacio existencial, vivido, habitado, en donde el ser humano se despliega, actúa, proyecta y se relaciona con el mundo. En otras palabras: el Dasein no solo es ser-en-el-tiempo, sino también ser-en-el-espacio.
Esta idea de espacio no puede separarse de la noción de mundo. El mundo, para Heidegger, no es un conjunto de objetos ni un escenario externo frente al cual el sujeto se coloca para observar. No. El mundo es una apertura, una región de sentido, una constelación de relaciones significativas en las que el Dasein ya se encuentra inmerso. Por ello, el espacio no es un continente pasivo, sino una dimensión activa en la que se juega lo más propio del existir humano. El Dasein es, desde el comienzo, una criatura del espacio, un ser que coexiste con su entorno y que, al mismo tiempo, lo configura.
Es aquí donde surge una noción clave que quiero subrayar: la de “región cultural”. Esta no es una categoría geográfica ni una delimitación territorial. La región cultural no está definida por fronteras políticas ni por accidentes geográficos. La región, en este sentido, es un modo de ser, una forma de presencia, una disposición hacia el mundo que condensa memoria, historia, sensibilidad, lengua y horizonte. Es la forma en que el espacio se convierte en lugar; la forma en que el territorio se inscribe en la existencia.
¿Cómo puede el ser humano convertirse en una región en sí mismo? ¿Cómo puede habitarse a sí mismo como se habita un río, una lengua, una ciudad o una tradición? Esta es, quizás, una de las preguntas más poéticas y radicales de la existencia. No se trata de un repliegue narcisista sobre la identidad, sino de una apertura a lo que en nosotros es mundo. La región no es un refugio, es una red de vínculos, de resonancias, de modos de estar que nos constituyen en cuanto humanos.
Este concepto de región cultural encuentra una expresión magistral en Danubio, de Claudio Magris. Esta obra, que escapa a toda clasificación fácil, es al mismo tiempo novela de viajes, ensayo filosófico, crónica histórica y reflexión existencial. Magris sigue el curso del Danubio desde su nacimiento en la Selva Negra hasta su desembocadura en el mar Negro, trazando en ese recorrido una cartografía íntima y colectiva de Europa. Pero más allá de su valor literario, lo que hace de Danubio una obra singular es su capacidad de pensar la historia no como una sucesión de hechos, sino como una sedimentación de formas de vida.
El Danubio, en su flujo constante, da lugar a una vasta región histórico-cultural, un espacio en el que múltiples culturas, lenguas y memorias se entrelazan sin anularse. Húngaros, rumanos, eslovacos, serbios, austríacos, alemanes, búlgaros: todos han bebido, navegado o cantado en sus orillas. El río es testigo y protagonista de una civilización que se rehúsa a ser homogénea. Esta región danubiana no es una entidad abstracta, sino una forma concreta de habitar el mundo, una región de significados compartidos y en disputa.
Ahora bien, ¿por qué esta región histórico-cultural, a menudo llamada “civilización del Danubio”, lleva el sello de un ente geonatural? ¿Qué significa que una civilización se organice en torno a un río? La respuesta no es inmediata, y exige una lectura atenta de la obra de Magris. Solo entonces comprendemos que el río no es solo metáfora ni símbolo: es una figura ontológica, una vía para pensar la existencia. Magris, con la lucidez de un narrador-filósofo, nos muestra que el Danubio no es solo un curso de agua, sino una posibilidad de sentido. Como el Dasein, el río no está ahí simplemente; está ahí para algo, está en relación con.
En este punto, se hace inevitable volver a Heidegger. Su preocupación por el “habitar” como dimensión esencial del ser humano, su insistencia en que el espacio solo se vuelve mundo cuando es recorrido por un sentido, resuena en cada página de Danubio. La “cercanía” de la que habla Heidegger —ese estar en el mundo sin dominarlo, sin objetivarlo, sin reducirlo— encuentra en el río una forma encarnada. El ser-ahí en la cercanía no es un ideal, es una práctica, una forma de atención, de cuidado, de pertenencia.
Al seguir el curso del Danubio, Magris no solo recorre una geografía; despliega una región de significados que interpelan al lector. El viaje no es turístico ni arqueológico, es ontológico. Cada ciudad, cada puente, cada idioma, cada ruina o taberna forma parte de una topología del ser. Y esta topología —como la del Dasein— no está hecha de líneas rectas ni de centros definidos, sino de curvas, desvíos, bifurcaciones y retornos. El río es errático, como el pensamiento; es fluido, como la historia; es impredecible, como la existencia.
Así, Danubio se convierte en algo más que un libro: es una forma de pensar el espacio como experiencia, como destino, como pregunta. Es, en última instancia, una invitación a habitar el mundo desde una sensibilidad que no se conforma con categorías prefabricadas ni con narrativas simplificadoras. En un tiempo de fronteras endurecidas, de discursos cerrados y de identidades monolíticas, la región cultural del Danubio —y con ella, la noción ampliada del Dasein— nos ofrece otra forma de estar: más abierta, más vulnerable, más verdadera.
Quizás ahí radique su actualidad profunda. En un mundo que ha hecho del espacio un mapa de control y del tiempo un vector de productividad, recordar que somos, antes que nada, seres en la región, habitantes de lo cercano, existencias que fluyen, puede ser un gesto revolucionario. No para retroceder en el tiempo ni idealizar un pasado, sino para redescubrir en el presente las condiciones poéticas y ontológicas de lo que significa, todavía, habitar el mundo.