Por Leopoldo Luis García
Los candidatos vacunales Soberana-02 y Abdala (producidos por el Instituto Finlay y el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología respectivamente) se están aplicando a voluntarios, sin que hayan sido aprobados y registrados por una institución reguladora. Ni siquiera cuentan con una autorización de emergencia. Ninguno de los dos ha recibido el visto bueno de la Organización Mundial de la Salud o la Organización Panamericana de la Salud. Cuando ello ocurra, los científicos cubanos serán acreedores de ese mérito, y el gobierno de la Isla estará en una posición de credibilidad para vocear el gran logro. Antes, cualquier proclamación no pasa de ser festinada algarabía, como tantas a lo largo de seis décadas.
El anuncio de la alta efectividad que poseen ambos preparados debe ser confirmado por agencias independientes. No creo en las declaraciones de ningún gobierno (sobre todo cuando dicen bien de ese gobierno). Para los malpensados: Tampoco creo lo que diga el gobierno de Estados Unidos. Mi escepticismo no es solo hacia Cuba, aunque en el caso de Cuba mi recelo se duplica por razones obvias: ¿Pueden producir una vacuna efectiva pero no un medicamento para aliviar la sarna, un analgésico de segunda categoría, o un simple yeso para ponerle a una muchacha embarazada que se fractura una pierna? ¿Es selectivo el bloqueo estadounidense y deja pasar recursos para una compleja investigación científica, pero no los ingredientes de una vulgar aspirina?
No me jodan, caballero, con la vida y salud de las personas no se hace política. Aval internacional: Eso es lo que deben recibir los proyectos de vacunas cubanas. No de Venezuela o Irán, por cierto. Mientras no lo tengan, son mis mejores deseos que ambas funcionen como todos esperamos, no voy a menospreciar el esfuerzo, pero me niego a aplaudir.
Punto y… A otra cosa.
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