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«Lezama Lima y el azar concurrente», de José Prats Sariol

Por Galan Madruga

La lectura del volumen Lezama Lima o el azar concurrente (Editorial Confluencias, 2010), de José Prats Sariol, revela una de las más completas aproximaciones críticas a la figura y la obra de José Lezama Lima, cuya estatura intelectual y estética continúa exigiendo un compromiso hermenéutico de fondo. Con este libro se completan y enriquecen zonas de sombra que aún persistían en torno a la escritura, el pensamiento y la experiencia vital del autor de Paradiso, considerado con razón uno de los exponentes más complejos y desafiantes de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Pero este no es solo un estudio más: es, en su fondo y forma, una empresa de carácter casi sacerdotal, en la que Prats Sariol despliega un rigor filológico que no anula, sino que potencia, la dimensión espiritual de su objeto de estudio.

En lugar de adherirse a los cánones críticos tradicionales, el autor se adentra en lo que él mismo ha denominado un “medio paletal”, es decir, una zona intermedia entre el análisis textual y la intuición simbólica, entre la racionalidad crítica y la experiencia mística del lenguaje. Este enfoque le permite captar, no solo la arquitectura verbal del universo lezamiano, sino también su temperatura espiritual, su energía fundacional, su vocación oracular. De hecho, uno de los mayores aciertos de este volumen radica en haber identificado que el centro de la poética lezamiana no reside únicamente en la construcción literaria, sino en una voluntad de transformación ontológica a través del verbo. La obra de Lezama, en esta lectura, no se comprende solo como corpus escritural, sino como dispositivo iniciático.

Prats Sariol ha dedicado más de cuatro décadas a descifrar ese dispositivo. Su aproximación crítica no obedece tanto a una metodología como a una liturgia, a un compromiso sostenido en el tiempo con lo que podríamos llamar la zona sagrada del texto. En este sentido, su propuesta hermenéutica excede los marcos académicos convencionales y propone una lectura que es también una forma de transfiguración. A través de dieciocho capítulos y un epílogo, el volumen construye una arquitectura discursiva que intenta reproducir lo que denomina la “concurrencia espiral”, es decir, el movimiento no lineal, sino envolvente y ascendente, que caracteriza el desarrollo del pensamiento y la obra lezamianos. Esta noción, inspirada en una lectura sutil de la tradición neoplatónica, presupone una forma de evolución espiritual donde la poesía opera como mediadora entre lo sensible y lo inteligible, entre el cuerpo y el logos.

Lezama, en esta visión, no se concibe como un mero escritor, ni siquiera como un intelectual en el sentido habitual del término. Se nos presenta como un visionario, como el fundador de una nueva forma de conciencia cultural. Hacia el final de su vida, su alejamiento progresivo de la escritura y la lectura tradicionales no fue un signo de decadencia, sino más bien la afirmación de una nueva etapa en su proyecto espiritual. Su aspiración era encarnar la poesía más allá del texto, proyectarla a través de la voz, del gesto, de la presencia viva. En lugar de dirigirse al lector anónimo, Lezama comienza a hablar al iniciado, al amante del símbolo, al que reconoce en el ritmo una vía de acceso al misterio. Se configura entonces como un heredero contemporáneo de los antiguos hierofantes, de los fundadores de escuelas sapienciales, cuyo legado no era simplemente doctrinal, sino existencial.

Este impulso se concreta en el llamado “Curso Délfico”, una serie de encuentros celebrados hacia el final de su vida, cuyo carácter performativo e iniciático queda documentado de manera ejemplar en el volumen de Prats Sariol. Más que una serie de conferencias, aquellos encuentros constituyeron un laboratorio de pensamiento encarnado, un ensayo de paideia órfica en el corazón mismo de la tradición barroco-criolla. El curso no fue tanto una cátedra como un umbral, una puesta en escena de lo que Lezama llamó el “rito sin templo”, en el que el saber se transmite por impregnación, no por exposición. En esta perspectiva, la enseñanza se torna ceremonia y la ceremonia, acto de reconfiguración de la sensibilidad.

Por ello, el verdadero valor de Lezama Lima o el azar concurrente no reside únicamente en la información o en la interpretación que ofrece, sino en su capacidad de situarnos ante el problema central que Lezama mismo planteó: cómo hacer de la cultura una vía hacia lo sagrado; cómo reconciliar, sin reducirlos, el cuerpo y el símbolo, la historia y el misterio, la razón y el éxtasis. En otras palabras, cómo construir una poética del alma en tiempos de desolación.

En última instancia, el aporte de Prats Sariol puede resumirse así: ha logrado que el lector contemple a Lezama no como un autor cerrado en su propia complejidad, sino como un mediador entre mundos, como el artífice de una poética de la trascendencia que aún está por ser plenamente comprendida. Su lectura nos devuelve no solo a un Lezama más profundo, sino a una dimensión más alta de la crítica, aquella que, sin abdicar del conocimiento, se atreve a acompañar el movimiento del alma. Allí donde muchos críticos ven opacidad, Prats ha hallado fulgor; donde otros advierten exceso, él encuentra revelación. Por eso, su libro no es solo una lectura, sino una invitación: a leer, a contemplar, a iniciarse.

El llamado Curso Délfico, concebido por Lezama Lima en la etapa final de su vida, se organizaba en torno a tres núcleos simbólicos: la abertura paletal, el horno transmutativo y la galería aporética. Lejos de tratarse de denominaciones extravagantes o meramente ornamentales, tales conceptos designan procedimientos poéticos que Lezama desarrolló como parte de una pedagogía singular. En su configuración, se advierte no una estructura académica convencional, sino una suerte de liturgia del conocimiento, una vía de iniciación espiritual a través del lenguaje. La abertura paletal, primer umbral de este recorrido, aludía tanto a la zona fisiológica del gusto como al acceso al Verbo; no sólo implicaba un primer contacto con el texto, sino el despertar de una sensibilidad oracular, capaz de saborear —no de comprender— ciertas composiciones poéticas como si fuesen fragmentos de un maná espiritual. Esta etapa exigía una receptividad atenta a lo inefable, a la resonancia del símbolo más que a su decodificación semántica.

En una segunda instancia, el llamado horno transmutativo operaba como el núcleo alquímico del proceso. En él tenía lugar la fusión entre el conocimiento libresco y la corporeidad del lector. Se trataba de una transformación, en el sentido más literal de la palabra, el texto pasaba a la sangre, el signo era metabolizado por el cuerpo, y el lector se convertía, no en exégeta, sino en médium. Finalmente, la galería aporética representaba el retorno a un espacio de suspensión, de no-saber, donde el iniciado ya no buscaba respuestas ni narrativas cerradas, sino que se dejaba habitar por la música de la duda. Esta fase, en apariencia negativa, constituía para Lezama la más alta forma de esperanza: la posibilidad de una resurrección no del cuerpo ni del alma, sino de la palabra. Era, por tanto, una teología poética que no remitía al dogma, sino a la experiencia estética como forma de redención.

Paradiso, su novela más emblemática, debe leerse desde esta clave: no como narración, sino como catedral de signos. Su arquitectura barroca, su sintaxis espiral, su permanente desvío semántico no conducen a una progresión argumental, sino a un movimiento de elevación, de ascenso. Cada personaje, escena o rito es, en el fondo, una estación simbólica, una instancia en ese drama interior que Lezama proponía al lector: un tránsito espiritual, no una historia. En este contexto, Oppiano Licario funciona como contracara simbólica, el libro de la imposibilidad, del extravío del símbolo, del discípulo que no logra heredar el fuego, del fracaso de la transmisión cultural. Su estructura más seca, menos densa, menos barroca, marca la erosión de esa aspiración mística: ya no hay ascenso, sino disolución. No hay promoción cultural, sino ruina. El templo ha quedado vacío.

La pregunta que se impone es, entonces, de carácter profundamente existencial; ¿quién fue capaz de recibir verdaderamente el legado de Lezama? ¿Quién ha encarnado su visión, no como un aparato conceptual o literario, sino como forma de vida? Porque en última instancia, su proyecto no fue formar lectores ni críticos, sino discípulos, en el sentido más radical del término: aquellos que se dejen transformar, que sean capaces de vivir en, y desde, la palabra. No se trataba de transmitir una obra, sino de irradiar una presencia. Y es en ese punto donde se instala la inquietud, cuando observamos el esfuerzo de José Prats Sariol —autor de Lezama Lima o el azar concurrente—, quien ha dedicado más de cuatro décadas a estudiar con minuciosa devoción al autor de Paradiso.

El volumen de Prats Sariol, sólido, exhaustivo, reflexivo, constituye una pieza esencial para la comprensión de la obra lezamiana. Pero su lectura deja abierta una interrogante que se desplaza del plano teórico al vital; ¿hasta qué punto el conocimiento acumulado ha sido transmutado en experiencia? En una ocasión reciente, durante una presentación pública del libro en La Otra Esquina de las Palabras, se hizo visible una distancia difícil de ignorar: el discurso estaba presente, la erudición también, pero el fuego no parecía haberse encarnado. No había, en el gesto, en la voz, en la presencia corporal del autor, esa vibración interior que Lezama habría exigido a sus iniciados. La cita reemplazaba al símbolo, el comentario al éxtasis. Se advertía, más que una apertura mística, una inquietud racional. El Curso Délfico, con su exigencia de conversión, parecía haberse detenido en el umbral.

Tal desfase no implica una acusación, sino una constatación más amplia, el método de Lezama, si puede hablarse de tal cosa, quizá no era susceptible de reproducción. Tal vez su sabiduría estaba demasiado enraizada en el misterio, en lo órfico, en lo no sistematizable, como para ser transmitida de manera efectiva. No habría, entonces, herederos. Habría apenas lectores. O acaso creyentes. Y esa es, quizás, la dimensión más dolorosa de todo este legado: la posibilidad de que se trate de un gesto hermoso, pero estéril. Una estrategia simbólica de evasión frente al sinsentido. Una forma de sublimar la finitud a través del lenguaje. Es probable que Lezama lo haya intuido siempre: que el paraíso era inalcanzable, que la promoción cultural era una ilusión, que el verbo no salva, pero consuela.

En esa intuición vivió, y en ella se dejó consumir: leyendo, escribiendo, soñando. Mientras la realidad histórica cubana avanzaba en direcciones cada vez más pragmáticas —entre discursos políticos, modelos de progreso o utopías revolucionarias—, Lezama insistía en ángeles, genealogías líricas, hipóstasis del gusto. Su nación fue la poesía; su constitución, el símbolo; su cuerpo, el lenguaje. Así, fundó no un movimiento ni una escuela, sino una forma de vida. Una ética del sentido. Un compromiso con el fuego verbal.

Y sin embargo, al final del camino, sólo queda una pregunta: ¿vale más el sentido que la vida misma? ¿Vale más la forma simbólica que la experiencia concreta? Lezama pensó que sí. Sus discípulos, también. Pero no basta con pensarlo. Hay que vivirlo. Hay que atravesar el fuego del símbolo, aceptar el vértigo del no-saber, perderse en la galería aporética. Y acaso, sólo entonces, desde la intemperie del lenguaje, desde la intemperie del ser, vislumbrar, en el otro lado del signo, la posibilidad de una iluminación: no un sentido dado, sino una resonancia. No una respuesta, sino una forma de permanecer. Un modo de decir que, aun en el silencio, todavía arde.

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