La venganza del Conde Barbatruco

Por Rogelio García

Había una vez en la vibrante tierra de la Revolución Cubana, un relato que cautivó los corazones y las mentes de aquellos que buscaban algo más que la simple realidad. Era la historia de un joven abogado, un héroe en ciernes, cuya vida se desplegaba como un drama teatral en 140 interminables páginas.

Oh, qué deleite para los amantes de las represalias y las tramas retorcidas. El juicio, tedioso como una conferencia sobre impuestos, mantenía a la audiencia al borde de sus asientos, ansiosos por descubrir qué nuevos giros de la trama les esperaban en esta maravillosa obsesión literaria cubana.

El héroe, condenado a quince años en un castillo costero en la isla de la juventud, parecía más una víctima de la moda que un luchador por la justicia. Pero, ¡sorpresa!, una vez en libertad, desató una venganza meticulosamente planeada, rivalizando con la toma de poder de Batista. ¡Ah, qué conveniente ese regreso a la gloria en los años cincuenta!

Y así, el cuento se desenvolvía como una versión en miniatura y moderna de la Ilíada, centrada en la venganza, según La historia me absolverá. Un héroe, un mentor sabio con lemas de teología vengativa y un montón de millones para causar estragos. ¿Quién necesita epopeyas cuando puedes tener un espectáculo de venganza terrenal en la Cuba de los años cincuenta?

La narración, maestra en exprimir la fantasía del gran público, convertía la ira divina en una fiesta de venganza terrenal. ¿Quién quería esperar a la otra vida para ajustar cuentas? La práctica del aquí y ahora, fría, pero apasionada, era el sueño hecho realidad para aquellos ansiosos de gratificación instantánea.

Ah, la venganza, esa refinada danza donde la moralidad se retorcía y el sufrimiento ajeno se convertía en el manjar exquisito de una justicia retorcida. Barbatruco, el héroe burgués con alma universal, navegaba por el drama de la venganza con la gracia de un patinador en hielo, llevando consigo las ideas de Marx como un accesorio de moda imprescindible.

En este relato épico, los humillados y ofendidos despertaban de su letargo de indiferencia, ansiosos por participar en la venganza activa. Después de todo, ser pasivo estaba tan fuera de moda como los pantalones acampanados. ¡Qué drama, qué comedia, qué… espera, ¿Shakespeare dijo eso?

El distinguido Barbatruco, antes dueño y señor del universo conocido, decidía hacer una transición espectacular hacia la miseria autoimpuesta. Un paseo del titán al harapiento, un descenso a los abismos de sus propios caprichos. ¡Qué altruismo tan deslumbrante!

La lección moral susurraba que aquellos que prosperan a costa de los lamentos ajenos están destinados a toparse con un chupasangre aún más voraz en algún momento. Incluso los explotadores más hábiles no podían escapar de su propia factura kármica.

Pero, ¡deténganse todos! No se lancen a expropiar fábricas y finanzas. La respuesta era mucho más ingeniosa: buscar el tesoro que eclipsa todas las riquezas acumuladas en las sombras de las industrias y bancos. ¿No es grandioso dejar de forcejear por las sobras y embarcarse en la búsqueda del verdadero bling-bling?

Esta magistral exposición nos arrancaba del tedioso escenario socioeconómico para sumergirnos de lleno en el hipnotizante universo de los cuentos, donde el tesoro es el monarca y la redistribución es simplemente un bufón mal pagado. ¿Quién necesita ciencia económica cuando puedes poseer un mapa del país de las maravillas y un baúl repleto de monedas que relumbran?

Suena como un drama de tercera, ¿no es así? Un banquete de egos inflados y teatralidad hiperbólica. La crítica económica disfrazada de cuento de hadas, como si el dinero fuera el elixir de la eternidad. ¿Quién necesita juramentos cuando se puede tener satisfacción personal a medida?

Y así, el intrépido Conde Barbatruco, con su sagacidad maestra y su capacidad para torcer los destinos a su antojo, nos conduce a través de un carrusel de absurdos. Abandona la causa noble, esa aburrida cruzada por la justicia, y se sumerge en un baño de autocomplacencia, como si la venganza fuera el perfume de moda en la alta sociedad. ¿Quién necesita juramentos cuando se puede tener satisfacción personal a medida?

El lector perspicaz, aquel que no se deja engañar por las ilusiones románticas, se apega al empecinado, al que abandona la cárcel con sed de venganza, aferrándose a la ira como si fuera una bebida exclusiva en un club de élite. Este individuo valora los sueños de Fidel Castro en las tardes habaneras, leyendo El Conde de Montecristo como si fuera el último chisme de la jet set. ¡Ah, qué ironía, qué moraleja tan retorcida para aquellos que buscan redención en un mundo de intrigas y falsas aspiraciones!

Y así, la Cuba totalitaria dirigida por el Conde Barbatruco se revela como un final digno de una novela, pero qué distorsión tan exquisita. ¡Oh, la maravillosa obsesión literaria cubana!

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