Por KuKalambe
En un lugar del salón del simposio Una Cuba posible de Herencia Cultural Cubana, una anecdota iluminaba las caras expectantes de los asistentes. Entre ellos, un hombre de mirada avispada y sonrisa pícara se levantó para compartir una historia que, aunque breve, dejó una huella imborrable en todos los presentes.
Era el año 1989, el mundo se estremecía con la caída del Muro de Berlín. En medio de aquel remolino de cambios históricos, nuestro protagonista y su esposa decidieron emprender un viaje por Europa del Este para vislumbrar los nuevos horizontes del postcomunismo. Varsovia, Budapest, Praga, Lituania… cada ciudad les ofrecía una mirada única a la transformación de la región. Pero fue en Moscú donde vivieron una experiencia que desafiaba toda expectativa.
Bajo el cielo gris de la capital rusa, se toparon con una escena surrealista: Boris Yeltsin, líder del poscomunismo soviético, ordenaba la restauración de antiguas iglesias zaristas. Una marea humana inundaba la Plaza Roja, ondeando carteles en honor a los zares rusos. La procesión culminó frente a un imponente monumento dedicado a «Pedro el Grande».
Ante el desconcierto de los presentes, nuestro protagonista, entre risas, prometió revelar la verdadera historia detrás de aquel zar. Pero antes, compartió otro relato fascinante.
Un año antes del quinto centenario del descubrimiento de América, en 1992, un renombrado arquitecto diseñó un monumental monumento de Cristóbal Colón. Sin embargo, su proyecto fue rechazado una y otra vez por las autoridades de Nueva York, Miami, Santo Domingo y Cuba. Nadie quería asociarse con el controvertido navegante.
Curiosamente, aquel monumento no fue olvidado. Rusia, con su peculiar visión del mundo, lo adquirió y lo erigió en Moscú en honor a Pedro el Grande. La moraleja era clara: para el pueblo ruso, todos los monumentos, independientemente de su origen, tenían un significado trascendental.