Por KuKalambé
El aula estaba casi vacía, apenas quedaban las marcas de los zapatos en el piso encerado. La pizarra, todavía sucia de ecuaciones que nadie quería recordar, parecía más un muro de carga que un instrumento de enseñanza. En la esquina más lejana, junto a la ventana sin cristales, Pedro, con su pulóver rojo de la UJC mal planchado, miraba con incomodidad los grafitis que alguien había trazado en los muros exteriores. Arte libre. No más consignas.
—Eso no es arte, —dijo Pedro, señalando con la barbilla las líneas torcidas—. Es vandalismo con pretensiones.
—¿Y qué sería entonces el mural de la plaza, ese de los niños con banderitas que nadie mira desde hace treinta años? —respondió Dariel, que acababa de entrar con una carpeta de dibujos bajo el brazo—. ¿Decoración para ciegos obedientes?
Pedro se viró sin prisa, como si las palabras le resbalaran pero a la vez se le quedaran atascadas por dentro.
—Lo nuestro tiene historia. Ustedes solo quieren provocar.
—¿Y qué tiene la historia si se ha convertido en una coartada? —preguntó Dariel mientras abría su carpeta y le enseñaba una de sus obras: una figura humana sin rostro, con los ojos en el pecho—. Míralo. Se llama Autorretrato con miedo.
Pedro frunció el ceño. Se acercó un poco, sin tocar el dibujo, solo mirándolo con una mezcla de sospecha y asombro.
—Miedo tenemos todos —dijo con tono más bajo—. Pero no se cambia una sociedad con brochazos. Ni con performance.
Dariel se le acercó. Tenía pintura seca en las uñas, y una leve mancha de azul en la comisura de los labios.
—Tampoco se cambia con himnos ni repitiendo discursos de 1970. ¿Sabes lo que está pasando allá afuera, en el anfiteatro? Los muchachos no gritan por moda. Gritan porque se hartaron.
Pedro lo sabía. Había oído los gritos desde las tres de la tarde. Al principio pensó que era otra bulla, una de tantas. Luego supo que alguien había leído un manifiesto. Que habían coreado versos de Padilla.
—¿Y tú crees que lo van a permitir? —dijo Pedro en voz baja—. ¿Que van a dejar que todo esto cambie solo porque pintaste una mujer con alas?
—No lo sé —respondió Dariel—. Pero tengo el deber de intentarlo. Pintar, hablar, escribir, protestar, aunque sea con tiza. A mí me enseñaron que el silencio también es una forma de mentira.
Pedro miró por la ventana. Los gritos se habían hecho más lejanos, pero aún sonaban. Le pareció que uno decía su nombre.
—Yo tengo carnet. Compromisos. Tengo familia que cree en esto. Que vivió por esto.
—Y yo tengo ojos, y tiempo por delante —dijo Dariel—. No me pidas que repita lo que no siento. No me pidas que me calle si veo que algo no está bien.
Pedro apretó los labios. Se notaba que no quería ceder, pero tampoco quería reprimir. Había un cansancio lento en sus hombros. Como si llevar la camisa de la UJC fuera también cargar con una historia que no siempre entendía.
—Tú hablas como si lo nuevo fuera garantía de justicia —dijo con un dejo de irritación—. Pero he visto llegar cambios que solo trajeron más caos. Más hambre. ¿Crees que el arte va a resolver eso?
Dariel se cruzó de brazos. Tenía una cicatriz fina en la muñeca izquierda. La movió sin darse cuenta.
—El arte no resuelve. El arte despierta. No es una solución. Es una fisura en el muro. Una grieta por donde se cuela la pregunta. Tú, que estudias historia, deberías saberlo. Todo empieza con una incomodidad. Hasta una revolución.
Pedro bajó la vista.
—Lo que pasa es que ustedes quieren romper sin saber construir. Destruir sin tener un modelo. ¿Qué proponen? ¿Youtube, TikTok y galería privada? ¿Eso es el cambio?
—No —dijo Dariel—. Yo propongo volver a mirar con ojos propios. No con consignas. No con miedo. No con aplausos obligados.
Hubo un silencio largo. Solo se escuchaba un perro ladrar al fondo y el viento moviendo una bandera raída.
—¿Te acuerdas de cuando estábamos en secundaria y tú hiciste aquel cartel para el matutino? —dijo de pronto Pedro—. El del rostro de Martí con líneas negras. Todos creyeron que era un homenaje, pero yo supe que estabas protestando.
Dariel sonrió, sin arrogancia.
—Lo hice con carbón de la cocina de mi abuela. Lo único que tenía. Fue mi primer retrato “crítico”. Y tú no dijiste nada.
—No lo dije. Pero lo entendí. Por eso estás aquí y no en otra celda —contestó Pedro—. Pero ahora las cosas no son como antes. Están al borde. Y yo estoy en el medio.
—No te pido que cruces una línea. Solo que la veas —le dijo Dariel, acercándose—. No me traiciones. No me nombres del lado de los violentos.
—Es que a veces no sé de qué lado estás —respondió Pedro—. Pintas cuerpos sin cabeza, bocas sin lengua, escuelas como cárceles. ¿Cómo quieres que no me hiera?
—Es que me duele a mí también —dijo Dariel con voz quebrada—. Pero si no dibujo el dolor, ¿qué hago? ¿Pinto mariposas sobre la herrumbre?
Pedro bajó la cabeza. Las luces del aula se encendieron de golpe. Algún técnico del edificio las activó sin saber que aún quedaban dos figuras ahí, discutiendo el país como quien sostiene un vaso roto.
—Tú tienes valor —dijo Pedro al fin—. Pero hay cosas que no se pueden cambiar desde fuera.
Dariel lo miró a los ojos. En los suyos no había odio. Solo una pregunta.
—¿Y desde dentro, Pedro? ¿Tú puedes?
Pedro no respondió. Solo sacó una tiza roja del bolsillo del pantalón. La miró un segundo, como si dudara entre romperla o trazar algo con ella. Luego, con un gesto rápido, se acercó a la pared interior del aula y escribió, junto al retrato sin rostro de Dariel: “La historia también se equivoca.”
Y luego, en voz baja, casi como quien confiesa:
—Quizás esta vez me toque aprender.
Dariel recogió sus dibujos. Pedro aún miraba la pared como si no creyera haber escrito eso. Afuera, los gritos ahora eran cánticos.
—Van a venir —dijo Pedro, apenas audible.
—Siempre vienen —contestó Dariel—. Pero no pueden borrar lo que ya se dijo. Ni lo que ya se pintó.
—Entonces hay que pintar más —murmuró Pedro.
Ambos se quedaron mirando el muro, ya no como adversarios. Sino como dos jóvenes que sabían que una página se estaba terminando.
—¿Sabes qué es lo más raro? —dijo Pedro antes de salir—. Que hoy me sentí menos vigilante y más estudiante.
—Y yo —respondió Dariel con media sonrisa—. Hoy pinté mi primer autorretrato con esperanza.