Por Alma Rubén
No hay que asumir que toda crisis comporta un trastorno real del sentido. Algunas emergencias no son más que episodios sintomáticos, teatralidades conceptuales, máscaras de una nostalgia que no se atreve a reconocerse como tal. La tan reiterada crisis de la alta cultura, expuesta con templanza retórica por Jorge Mañach, pertenece al orden de esas representaciones: no enuncia una verdad epistemológica ni un derrumbe ontológico de la capacidad creadora, sino el lamento de una élite desplazada que, al perder sus coordenadas de distinción vertical, confunde su eclipse con el del espíritu mismo.
Mañach, dotado de una finura expresiva que nunca llega a desembocar en una verdadera impugnación estructural, diagnostica con tristeza la pérdida de vigencia de un ideal cultural que había gozado de una hegemonía simbólica sin parangón; pero su tono, por momentos profético y otras veces litúrgico, traiciona la imposibilidad de repensar la cultura fuera de la coordenada axial de lo alto. Su idea de alta cultura no se define por la potencia transfiguradora de las obras, sino por su inscripción en un orden jerárquico; no se trata de una cultura elegida, sino de una cultura obedecida. El mandamiento sustituye al juicio, la reverencia al discernimiento.
De allí que su pretendida crisis no sea sino la manifestación de un agotamiento ritual. El descenso que denuncia Mañach no afecta a la cultura como capacidad de apertura y reinvención, sino a la forma imperial de su legitimación. Aquello que se resquebraja no es la densidad del pensamiento, sino la forma vertical con que éste se había organizado simbólicamente. La alta cultura pierde su altura cuando el gesto de obediencia deja de ser espontáneo. Y entonces surge el pánico.
La verticalidad, sin embargo, es una construcción. No hay razón natural ni principio metafísico que justifique que un objeto cultural se coloque arriba de otro. La idea de superioridad no nace del valor intrínseco de las formas, sino de su función dentro de un sistema de selección regulado. Nietzsche, que desmanteló la ilusoria autoridad de lo alto, comprendió que la cultura también obedece a ficciones de rango. En sus genealogías no se trata de saber qué es lo bueno, lo bello o lo verdadero, sino de comprender quién ha impuesto la definición de aquello que debe ser considerado como tal.
Cuando Mañach deplora el desmoronamiento de la alta cultura, no cuestiona las condiciones que hicieron posible esa distinción; más bien se aflige por el hecho de que ya no haya obediencia, que los mandamientos de la excelencia ya no sean observados con devoción. Pero esa obediencia no era una virtud, sino un mecanismo de sumisión. El arte de elegir, en cambio, exige discernimiento, exige ejercicio crítico, exige una voluntad de presencia. No hay cultura verdadera sin riesgo. Y el riesgo comienza cuando se interrumpe la obediencia.
Resulta así inevitable problematizar la relación entre el espacio simbólico de la altura y la experiencia cultural auténtica. Lo que se ha llamado superior ha sido, en muchos casos, simplemente lo consagrado. La consagración es una operación de poder. La torre no se eleva porque las obras sean intrínsecamente más altas, sino porque la mirada ha sido entrenada para ver desde abajo. Esa fascinación por la altura no es sino una formación infantil de la mirada: el niño mira hacia los padres, hacia los adultos, hacia los transmisores del saber, y asocia ese mirar hacia arriba con la verdad, con la autoridad, con lo valioso.
De ese gesto originario nace la estructura monárquica de la cultura. El rey ha muerto, dice Nietzsche, y con él también muere el Dios de las alturas. Pero el viva el rey subsiste, convertido ahora en ideal cultural. La función del trono permanece. Mañach no logra renunciar a esa lógica. Aunque percibe el vaciamiento de sentido de la altura, persiste en la necesidad de preservarla. El problema, para él, no es la verticalidad como estructura simbólica, sino su debilitamiento. No se trata de abolir la torre, sino de volver a llenarla.
Pero toda cultura que dependa de la torre está condenada a la parálisis. No hay transformación posible si lo valioso debe ser consagrado desde arriba. El arte de elegir no puede desplegarse bajo el imperio del mandamiento. Y es aquí donde la crítica a Mañach adquiere su pleno vigor. Su diagnóstico no es falso, pero su interpretación es retrógrada. Hay un trastorno, sí, pero es emancipador. Hay un colapso, pero es el de una arquitectura simbólica que había agotado su energía.
La cultura viva, que se mueve por intensidades y no por mandatos, no necesita estar arriba. Su valor no se mide por su elevación en el espacio simbólico, sino por su capacidad de transformar, de resonar, de abrir mundo. La verdadera excelencia no impone, convoca. No exige obediencia, sino participación. No se presenta como altura, sino como acontecimiento.
Por eso es un error seguir hablando de alta cultura. El adjetivo mismo es ya un signo de subordinación. No hay cultura alta ni baja. Hay cultura obediente y cultura elegida. Hay obras que mandan y obras que interpelan. Hay formas que repiten y formas que inventan. El futuro de la experiencia simbólica no está en restaurar la cima, sino en multiplicar los caminos.
Mañach, al insistir en la necesidad de preservar la altura, se convierte en un profeta sin mesianismo. Su palabra ya no funda, sino que prolonga el eco de un tiempo clausurado. Es necesario, entonces, dejar de llorar sobre los escombros de la torre y comenzar a construir espacios de resonancia. Espacios sin jerarquía, sin trono, sin tránsitos obligatorios. Espacios donde el arte de elegir no sea una concesión de la cúspide, sino la condición originaria de toda vida cultural.
En el ámbito del espíritu, lo que no se elige está muerto. Lo que se impone desde arriba, incluso cuando se reviste de belleza, no es cultura, sino dogma. La cultura se reinventa cuando desobedece. Y en esa desobediencia comienza la posibilidad de otra altura, no la de la torre, sino la del vuelo. Una altura que no manda, sino que invita. Que no exige reverencia, sino presencia. Que no delimita el gusto, sino que expande la sensibilidad.
Lo que al final se comprendió, y no sin resistencia, fue que la verdadera crisis de la cultura no había consistido en su colapso súbito ni en el derrumbe de sus instituciones visibles, sino en la obstinada persistencia de una forma agónica de habitarla, en la tenaz supervivencia de un modo de estar que se aferraba al viejo imaginario de la elevación, a la fantasía de que aún existía un orden simbólico capaz de otorgar jerarquía y sentido, como si lo alto siguiera siendo una categoría viva y no una ficción fatigada, como si aún se pudiera distinguir entre lo noble y lo vulgar, entre lo culto y lo trivial, cuando en realidad lo que emergía ya no era una cima sino una llanura expansiva, una superficie sin vértice ni altar, una extensión sin centro donde la cultura, si aún había de ser posible, solo podía acontecer si era elegida, expuesta, arriesgada, sin garantía ni salvación, y donde en esa elección se jugaba no solo la forma de lo estético sino la posibilidad de una ética sin ley y de una vida del espíritu exenta de obediencia.
Quienes entonces observaron la figura del que descendía de la altura no vieron en ella al legislador ni al maestro ni al redentor que habían esperado, no percibieron en su gesto ninguna promesa de consuelo ni de restauración, pues esa figura bajaba sin mandato ni mensaje, suspendida no entre cielo y tierra sino entre un sentido que había sido y otro que ya no vendría, y fue en esa suspensión que se desvaneció el mismo concepto de crisis, porque crisis había supuesto siempre una caída desde un lugar estable, un esplendor anterior que ahora se revelaba ilusorio, y lo que colapsaba no era la cultura en sí sino la propia noción de altura que había servido durante siglos como su fundamento y su emblema.
Desde esa comprensión, el lamento de Jorge Mañach, lúcido y elegante en su formulación, apareció no como un error de juicio sino como el eco final de una voluntad de forma que ya no encontraba materia donde inscribirse, pues su ensayo sobre la crisis de la alta cultura —con su invocación al público ilustrado, al gusto culto, al juicio estético, al orden espiritual amenazado por lo técnico— había diagnosticado con precisión una transformación, aunque lo hiciera desde el dolor por lo que él consideraba pérdida, sin advertir que aquello que interpretaba como decadencia era ya una mutación, una reconfiguración del espíritu en la que no se había perdido la cima sino que había desaparecido toda geometría del ascenso.
Fue por eso que, con el paso del tiempo, la figura que retornaba del silencio fue vista no como fundadora de escuela ni como salvadora de lo que se derrumbaba, sino como testigo de un tiempo sin consistencia, semejante al personaje que Alberto Lamar Schweyer había delineado en La roca de Patmos, aquel que regresaba del aislamiento no para enseñar ni para redimir, no para imponer doctrina ni restaurar el sentido, sino para encarnar un tipo de voz que ya no era programática sino espectral, una voz que no ofrecía dirección ni promesa sino que confirmaba la disolución de todo orden y se presentaba como figura de tránsito, como emblema de una conciencia vaciada de mandato, arrojada a un presente sin arquitectura.
El nuevo actor cultural que se perfiló entonces no buscaba redención ni pretendía hablar en nombre de ninguna verdad, pues sabía ya que el suelo había desaparecido y que no quedaba fundamento alguno desde el cual legitimar una palabra, de modo que no ocupaba cátedra ni púlpito, no se reconocía en el aula ni en el templo ni en la academia, y su lugar era la cuerda floja, el riesgo absoluto, y lo que se veía en él ya no era un sabio rodeado de discípulos, sino un cuerpo que caía; y ese cuerpo era comprendido solo por aquellos que, desde abajo, intuían que el aprendizaje había dejado de acontecer en los espacios consagrados y que su nuevo escenario era el abismo, el filo, el espectáculo, y que ya no habría pedagogía que lo explicara ni archivo que lo preservara, porque lo único que quedaba era ese cuerpo que se arriesgaba.
La figura que entonces ocupaba el centro del espacio simbólico no era heredera de nada, no descendía de ningún linaje espiritual ni se parecía al genio ni al maestro, no transmitía saber ni lo acumulaba ni lo enseñaba, y cuanto más se la observaba, más se la identificaba con lo monstruoso y lo acrobático, más con el gesto sin garantía que con la forma, y su saber, intensivo antes que progresivo, no se elevaba por nobleza sino por la tensión extrema de un equilibrio sin base, sin tradición, sin respaldo, de modo que ya no daba forma sino que simplemente sostenía su estar en el límite.
Y fue entonces cuando los grandes temas que habían obsesionado a Mañach —la aristocracia del espíritu, la dignidad del gusto, la profundidad del juicio— comenzaron a parecer no tanto ideales traicionados como monumentos vaciados, formas huecas, reliquias de una sensibilidad que había perdido toda vigencia, porque ya no había público culto ni espectador puro ni escena de representación, y lo que se exponía no era una obra para ser juzgada sino una vida arrojada al riesgo, un cuerpo que cruzaba el cable no para ilustrar ni edificar, sino porque no había otra manera de estar en el mundo, y su andar no abría un camino sino que perforaba el suelo, no apuntaba a una cima sino que marcaba una fractura.
Ese cuerpo, entrenado en el arte del desequilibrio, vino a ocupar el lugar que antaño correspondía al sabio o al héroe, pero no lo hizo como símbolo del espíritu ni como portador de sentido, pues su visibilidad era enteramente física, no alegórica, y no se elevaba por grandeza sino porque había conquistado la piedra de patmos, y lo único que ofrecía no era lección ni mensaje sino vértigo, porque su figura no prolongaba una continuidad sino que encarnaba una ruptura, no proponía modelos ni ejemplos sino formas extremas de exposición, y su verdad no residía en lo que decía, sino en el hecho mismo de mantenerse en pie.
Así se comprendió que lo visible ya no coincidía con lo venerable, que lo alto ya no significaba nobleza sino precariedad, que lo que se divisaba en las alturas era apenas un ser a punto de caer, que su presencia no convocaba imitación sino inquietud, que ya no formaba discípulos ni dejaba doctrina, y que su única misión era resistir sin base, pues la cuerda que lo sostenía no estaba anclada en verdad alguna sino en la pura obstinación de su gesto, y que por eso no podía ser llamado hombre en sentido pleno, sino criatura liminar, híbrida, exiliada del linaje de los mortales, sin patria en el saber, la política, la religión o la estética, porque su único territorio era el filo, y en él encarnaba una nueva forma de existencia que no prometía redención ni ofrecía destino, que simplemente exponía la fractura como posibilidad.
Solo entonces, desde esa comprensión ya sin nostalgia, fue posible vislumbrar la verdad escondida en la preocupación de Mañach: la verdad de que la alta cultura no había sido traicionada porque nunca había existido altura sin vértigo, que lo que se había desplomado no era el espíritu sino la escenografía que lo sostenía, que el artista sobre la roca de Patmos no había venido a reemplazar al sabio sino a disolverlo, que no afirmaba una nueva autoridad sino que se mantenía en el umbral, que no fundaba nada sino que suspendía toda fundación, que no construía templo alguno sino que mostraba su ruina.
Y fue en ese andar sin promesa de llegada, en esa exposición sin respaldo del gesto, donde se jugó finalmente el porvenir de la cultura, porque, contra la altura sin sentido, lo único que quedaba era el arte de elegir sin garantía, de exponerse sin destino, y en ese mundo que ya no subía ni bajaba, que no guiaba ni representaba, que no conservaba ni sublimaba, la cultura dejó de ser un ideal y comenzó simplemente a acontecer.
¿Qué tipo y forma de acontecimiento se trata? Esto lo analizaremos en una próxima consagración con estilo.