Mañach y el lenguaje de la “alta cultura” (un ensayo sin pretensiones)

Por Alma Rubén

I

Este año se cumple el centenario de la publicación de La crisis de la alta cultura en Cuba, un texto que, por razones que se resisten al desgaste, no ha quedado atrás en la inercia de los homenajes ni ha sido arrinconado en el archivo muerto de las glorias intelectuales. La ocasión no impone una celebración vacía ni una ceremonia de repetición ritual que deje intacto el presente mientras recita nombres del pasado. Lo que impone, en cambio, es el retorno a una palabra que no ha perdido su capacidad de interpelación, una escritura cuya vigencia resulta menos un mérito histórico que una inquietud viva, como si el texto hubiera sido concebido no únicamente para los hombres de su tiempo, sino también para quienes vendrían después, expuestos a una aceleración aún más brutal de los signos, a una dispersión más ruidosa, a una trivialización más eficaz.

La obra de Jorge Mañach, en especial sus dos intervenciones más decisivas —La crisis de la alta cultura e Indagación del choteo—, se sitúa lejos de esos textos que descansan sin conflicto en los anaqueles, donde su fuerza ha sido domesticada por las instituciones. No se trata de una obra destinada a adornar la erudición ni a confirmar lecturas previsibles. Hay en ella una voluntad de claridad que no evita la incomodidad, un pensamiento que no busca gratificar al lector ni acompañarlo con amabilidad, sino que lo incomoda con precisión, lo fuerza a una revisión íntima, lo desafía en sus hábitos más aceptados. Su escritura no es cómoda, ni complaciente. Se dirige, con una voz serena y firme, hacia quienes aún consideran que pensar exige cierta incomodidad y que el lenguaje no se reduce a una técnica de comunicación, ya que actúa como forma en la que se manifiesta, y se mide, la calidad de una vida.

En el centro de esta reflexión se encuentra una idea de alta cultura que no debe entenderse como privilegio o como ornamento intelectual, y que tampoco se sostiene en la acumulación de conocimientos ni en la ostentación de saberes. Lo que define ese concepto es una actitud del espíritu, una disposición ética ante la forma y una atención minuciosa hacia la palabra. La cultura que interesa a Mañach no se agota en contenidos ni en tradiciones; lo que lo ocupa es la relación entre lenguaje y forma de vida, entre expresión y espíritu. La crisis que diagnostica no remite únicamente a la pérdida de referentes simbólicos, sino que apunta a una transformación profunda en los modos de hablar, de pensar, de escribir y, por consiguiente, de existir.

En este punto se hace evidente que lo que se propone no se inscribe en una defensa de los modos antiguos ni en una idealización del pasado. Lo que se construye a lo largo del ensayo es una advertencia lúcida que nace de una percepción clara: el lenguaje, cuando pierde densidad, arrastra consigo la posibilidad misma de una vida cultural con interioridad. Cuando la expresión se convierte en espectáculo o en simple vehículo para el entretenimiento, lo que cambia no es únicamente su función, pues se desintegra también su poder formativo. La cultura, desprovista de ese poder, deja de operar como elaboración del juicio, como disciplina del espíritu o como arquitectura simbólica, para convertirse en mercancía, en ruido, en decoración.

Lo que se percibe, por tanto, no es una decadencia que se manifieste únicamente en el campo del gusto o del contenido, sino una pérdida más radical, relacionada con la capacidad misma del lenguaje para sostener sentido. Allí donde la palabra se debilita, donde se vuelve ligera, automática o irreflexiva, se deteriora también la posibilidad de formar una conciencia compartida. Y esa conciencia, en lugar de surgir de la acumulación de discursos, nace del silencio que permite a la palabra cobrar peso, del ritmo que la estructura, de la forma que le da espesor. Es este deterioro lo que La crisis de la alta cultura denuncia, no como reacción frente a lo nuevo, sino desde la conciencia de una transformación simbólica que ha desplazado el lenguaje desde su función formadora hacia un uso que ya no elabora, ni sostiene, ni interroga.

Por esa misma razón, el ensayo se aleja tanto de la apología elitista como de la nostalgia reaccionaria. Mañach no se queja del presente ni idealiza el pasado. Lo que hace es registrar un cambio profundo en la relación entre lenguaje y comunidad. Ese cambio no se limita a lo anecdótico ni al plano de las formas estéticas. Se trata de una mutación en la raíz misma del vínculo social, donde la palabra, en lugar de vincular, distrae; en lugar de educar, entretiene; en lugar de formar, decora. La pregunta que anima su pensamiento no gira en torno a lo que se ha perdido, sino que apunta hacia aquello que ha dejado de hacerse posible.

En este marco, Indagación del choteo profundiza la crítica al identificar en ese fenómeno una estrategia cultural que no puede reducirse al humor ni a la sátira popular. El choteo, tal como lo describe Mañach, no es una simple manifestación expresiva, sino una operación simbólica que tiende a disolver toda forma jerárquica, todo juicio, toda autoridad. El gesto del choteador no responde a una espontaneidad benigna, sino a un mecanismo de defensa cultural que ha terminado por instalarse como lógica dominante: impedir que lo solemne se exprese, desacreditar toda gravedad, anular cualquier diferencia. Allí donde todo debe volverse broma, lo trágico queda sin lenguaje; allí donde lo serio se ridiculiza, lo complejo se vuelve inviable.

Y el problema de esta lógica no reside solo en su capacidad para erosionar el pensamiento. Lo más preocupante es que impide la formación, entendida esta no como instrucción, ni como reproducción de saberes, sino como cultivo de una interioridad capaz de responder a la realidad sin entregarse del todo a ella. La formación exige forma, y esa forma requiere lentitud, distancia, silencio. El alma —si esa palabra aún puede ser pronunciada sin incomodidad— no se construye en el vértigo, ni en el espectáculo, ni en la reacción. Necesita habitar un espacio donde las palabras pesen y no simplemente circulen, donde el lenguaje no sea accesorio, sino sostén.

En este contexto, el ensayo de Mañach va más allá de un lamento por la degradación de ciertas prácticas o por el avance de una sensibilidad menos exigente. Lo que ofrece es una crítica del régimen simbólico que estructura la vida pública, en la que la cultura ha sido reducida a especialización sin espíritu, a conversación sin gravedad, a pensamiento sin destino. Lo que se produce no es solo una pérdida de saber, sino una disolución del alma cultural, entendida esta como el tejido invisible que da forma al juicio, a la atención, a la responsabilidad compartida.

Sin embargo, a pesar del tono grave que recorre el texto, no se percibe en él una renuncia a la posibilidad de resistir. Mañach no escribe desde la desesperanza, ni desde la resignación. Su gesto es otro. Es el de quien, aun reconociendo que las formas tradicionales han perdido eficacia, cree todavía en la posibilidad de sostener una ética del lenguaje. Su propuesta no toma la forma de una doctrina, ni de un programa. Se trata, más bien, de una actitud, de una manera de estar en la palabra que reclama cuidado, que exige lentitud, que desconfía del exceso y que aspira a una sobriedad sin rigidez, a una forma sin rigidez, a una claridad sin exhibicionismo.

En ese horizonte, el centenario de La crisis de la alta cultura en Cuba no debe interpretarse como una ocasión ceremonial ni como una relectura piadosa. Lo que se abre es una posibilidad de pensar con Mañach desde un presente que él no conoció, aunque ya lo vislumbraba con aguda claridad. Y lo que su obra sigue recordando es que el lenguaje, cuando se reduce a instrumento, pierde su condición de espacio formativo. Que la cultura, cuando abandona la forma, pierde también el alma. Y que una vida sin forma —como recordó Cicerón con esa serena severidad de los antiguos— ya no puede aspirar a llamarse humana.

II

Cuando Jorge Mañach se enfrenta al fenómeno del choteo, no lo hace motivado por un escrúpulo superficial en torno a las normas del buen hablar, ni tampoco por una voluntad conservadora que pretenda imponer una estética exclusiva y aristocrática sobre las formas populares de expresión. Su crítica se enmarca en un horizonte mucho más amplio, pues lo que reconoce en esa actitud aparentemente inofensiva es un signo revelador de una pérdida más honda, un indicio de la decadencia de las formas elevadas del sentido y de la capacidad del lenguaje para sostener lo simbólicamente denso, lo éticamente riguroso y lo trágicamente humano. Esa mezcla de burla permanente, ironía evasiva y descompromiso disfrazado de viveza no es comprendida por Mañach como una forma de irreverencia creativa ni como un recurso legítimo de resistencia popular, ya que en ella se evidencia una inclinación destructiva que no construye alternativa, una renuncia a toda posibilidad de tensión significativa.

El choteo, en tanto práctica cultural, no refuerza la comunidad ni la protege mediante el humor o el escepticismo frente al poder, pues lejos de generar nuevas formas de solidaridad o conciencia, lo que termina por producir es una fisura donde se pierde el espesor de lo simbólico, un desgaste generalizado del lenguaje que impide la elevación de la experiencia compartida. No se trata de una transgresión fecunda, como a veces se le atribuye, ya que lo que opera es una especie de claudicación: el choteador se instala en una postura cómoda, se convierte en un desertor de lo alto, en alguien que ha dejado de asumir el trabajo exigente de la forma, el esfuerzo expresivo y la responsabilidad de asumir lo ético y lo trágico como dimensiones inseparables de lo humano. En esa figura se concentra el deterioro de una cultura que ya no exige de sus sujetos una presencia responsable en el lenguaje, que ha convertido la inteligencia en adorno del espectáculo, la ironía en disimulo del vacío y el humor en coartada perfecta para no responder por nada.

Ante ese escenario, la reacción de Mañach no puede reducirse a una posición autoritaria ni a un intento de restauración elitista. Su gesto se sitúa en otro plano, en el de una fidelidad profunda a una cierta imagen del ser humano que no se abandona sin consecuencias. Lo que propone, entonces, no es un programa normativo ni una pedagogía cultural, y tampoco una estrategia política para reencauzar las formas de vida, ya que su intervención parte de la convicción de que toda vida humana que aspire a conservar dignidad necesita una relación exigente con la palabra, una disciplina que no niegue lo ligero o lo risueño, pero que no renuncie a la gravedad interior que las sostiene. El humor, lejos de ser expulsado, necesita un anclaje ético que lo mantenga unido al sentido, una estructura de fondo que le impida convertirse en mero desahogo sin destino.

Por eso, la crítica de Mañach no puede leerse como una nota secundaria dentro de un proyecto intelectual más amplio. Es en sí misma una afirmación de vida, una toma de posición existencial, un llamado silencioso pero firme a recuperar la densidad de lo alto en un contexto donde todo tiende a disolverse. Volver a leerlo hoy no significa repetir fórmulas ni rendir homenaje al estilo de una época. Implica asumir una responsabilidad interior frente a una cultura que ha confundido espontaneidad con autenticidad, rapidez con lucidez, y ruido con pensamiento. Lo que su obra recuerda, sin estridencias ni dogmas, es que el valor cultural no se mide por la cantidad de expresiones ni por la variedad de estilos, pues su núcleo radica en la forma, y esa forma no se improvisa ni se hereda, ya que exige renuncia, atención y paciencia. Allí donde hay forma, se da vida. Donde todo flota, nada permanece. Cuando se diluye el peso de las palabras, el mundo pierde también su consistencia.

Al afirmar que el uso configura la forma de la cultura, Mañach no plantea una tesis funcional ni una idea instrumental del lenguaje, ya que lo que está en juego es una concepción más profunda, una comprensión del habla como espacio ontológico donde se manifiesta la dirección interna de una comunidad. No puede haber cultura sin un principio de orden, sin una tensión hacia lo que forma, sin una ética que oriente la expresión. La cultura no consiste en el simple despliegue de símbolos ni en la reiteración de formas vaciadas de contenido. Es, en el fondo, el trabajo de una voluntad que busca dar figura a la experiencia, convertir el flujo de lo vivido en estructura, en cadencia, en destino. Esta visión encuentra su forma más depurada en La crisis de la alta cultura en Cuba, donde Mañach no lamenta la pérdida de prestigio de una élite ilustrada, sino que confronta la desaparición de una conciencia colectiva capaz de sostener el lenguaje como forma de vida.

Toda expresión que no transforma, que no despierta pensamiento, que no interpela, deja de tener legitimidad cultural. Se convierte en superficie decorativa, en gesto sin alma, en espectáculo sin resonancia. Mañach no se conforma con señalar este fenómeno. Lo encarna con su propia escritura. El rigor que exige a la cultura no fue solo formulación teórica. Fue también ética personal. Vivió conforme a una disciplina que no necesitó imponerse como sistema, porque estaba inscrita en su manera de pensar, en su estilo sobrio, en su negativa constante a entregarse a las modas, a las etiquetas, a las facilidades. Su pensamiento rehuyó la estridencia, desconfió del elogio fácil y se mantuvo en una zona de incomodidad que le valió, no pocas veces, incomprensiones y aislamiento. Pero esa soledad no fue aislamiento por desdén, ya que representaba la expresión más clara de una fidelidad a la palabra como hogar del pensamiento y de la vida interior.

Para Mañach, la cultura no se identifica con lo que se repite ni con lo que se conserva, porque la cultura verdadera es lo que se construye contra la inercia. No se recibe, se elabora. No se imita, se trabaja. No se consuma, se habita. En esa dirección, Indagación del choteo no se limita a describir un hábito lingüístico ni a diagnosticar un comportamiento colectivo, ya que lo que revela es una economía afectiva que ha vaciado el lenguaje de tensión, que ha dejado de formar carácter, que ha sustituido la orientación por la anécdota, y el destino por el gesto sin memoria. El choteador, tal como lo presenta, no se toma en serio a sí mismo, ni a los otros, ni a la historia, porque ha renunciado a la forma como posibilidad de elevar la experiencia. En lugar de convocar, dispersa. En lugar de formar, debilita. En lugar de crear vínculo, desarticula. Lo que produce, en su raíz más profunda, es un tipo de alma sin orientación, una subjetividad que no desea elevarse, que no sabe cómo habitar el tiempo, que no reconoce el peso de su lengua.

Desde esa perspectiva, lo que propone Mañach no es una purificación del habla, sino una defensa de la forma como modo de resistencia interior. La distancia crítica no es para él una técnica académica ni una práctica intelectual de élite. Es una necesidad del alma, un gesto de fidelidad a aquello que da peso al mundo. Su rechazo del costumbrismo, del griterío, de la utilización ideológica del lenguaje, apunta hacia un horizonte donde la cultura no es mercancía ni adorno, sino espacio de formación. Fundar una crítica, construir un estilo, sostener una escuela, no es tarea del especialista, sino del ser que ha decidido vivir en el lenguaje con responsabilidad. Allí donde la palabra no se rebaja al nivel del ruido, puede todavía formarse una comunidad. Allí donde el lenguaje no se entrega a la dispersión, algo permanece. Las palabras pasan, pero la forma queda. Cuando esta forma se sostiene, la cultura se preserva. Cuando se abandona, todo se disgrega.

El pensamiento de Mañach se mantiene, entonces, como desafío vivo. No se deja encerrar en la comodidad de un archivo, porque nunca se planteó como documento histórico. Su escritura, lejos de clausurarse en el tiempo en que fue pronunciada, sigue interpelando desde una ética del decir. Nos recuerda, sin necesidad de elevar la voz, que donde no hay voluntad de forma, no hay cultura posible. Que donde el lenguaje ha perdido espesor, la comunidad se desvanece. Que sin el ejercicio de la renuncia, sin la capacidad de elegir lo que tiene peso frente a lo que solo entretiene, no hay altura, ni sentido, ni memoria.

III

Incluso en el dominio de su prosa, reconocible por ese tono sereno y afilado que evita cuidadosamente toda forma de exhibicionismo o exceso ornamental, Jorge Mañach revela una voluntad consciente de depuración expresiva que va mucho más allá de cualquier gusto personal o recurso estético. No hay en sus textos espacio para el fuego de artificio ni para la complacencia con el lector, dado que lo que prevalece es una búsqueda sostenida de claridad, entendida no como simplificación banal del pensamiento, sino como resultado de un ejercicio riguroso que jamás sacrifica la profundidad a cambio de accesibilidad. Se trata de una elegancia sin ornamentos, una sobriedad que no responde únicamente a una preferencia de estilo, pues constituye, antes que nada, el testimonio de una ética arraigada en la convicción de que la palabra ha de ser herramienta de comprensión, no vehículo de distracción.

Desde esa comprensión del lenguaje, se impone la idea de que todo lo superfluo interfiere en la transparencia del pensamiento, que lo innecesario entorpece el acceso a lo esencial y que aquello que no contribuye a formar termina por desviar la atención, empobreciendo tanto el contenido como la experiencia que lo acompaña. A partir de esta concepción, Mañach aparece ante nosotros no únicamente como un reformador del discurso público, sino como alguien profundamente comprometido con una idea del carácter que encuentra en el lenguaje su principal forma de realización. Su crítica más incisiva no apunta contra el pueblo cubano en cuanto tal, ni se articula desde una posición elitista o excluyente, pues lo que denuncia es la claudicación ante la exigencia, la entrega a la facilidad, el reemplazo de la cultura viva por la repetición inercial de costumbres vacías de sentido. En ese clima, el humor degenera en evasión, la palabra se convierte en ruido sin orientación, y la historia se disuelve en simple ocurrencia pasajera.

La cultura, para Mañach, no puede concebirse como un bien heredado ni como una disposición espontánea que brota sin trabajo, dado que su esencia es la del ejercicio constante, la de una práctica ascética orientada a transformar al sujeto. El lenguaje deja de ser, entonces, un simple instrumento de comunicación, para revelarse como una técnica del alma, una vía de acceso a la formación interior. No todos los modos de hablar producen el mismo efecto, ya que hay formas del decir que elevan y otras que degradan, algunas que despiertan a la conciencia y otras que inducen al adormecimiento. Allí donde comienza la cultura no se encuentra una acumulación de datos o una ornamentación de la inteligencia, sino la decisión de dotar de forma al caos, de introducir orden simbólico allí donde reina la confusión de lo inmediato.

La alta cultura, en este horizonte, no puede ser entendida como un privilegio reservado a unos pocos, ni como una marca de distinción que separa a las élites del resto de la sociedad. Su sentido es más exigente y más universal a la vez, pues constituye una responsabilidad que implica una orientación vital, una tarea que reclama la fidelidad del espíritu. No se trata de algo que se posee por derecho, ni de un tesoro que se acumula sin esfuerzo, ya que la alta cultura exige fundarse de nuevo cada vez, a través de la renuncia, de la vigilancia sobre el lenguaje, del sostenimiento de una interioridad que no se conforma con lo dado. Toda la obra de Mañach gira en torno a esa transformación, que encuentra su punto de partida en el cuidado del decir, se manifiesta en un tono de alerta crítica, se consolida en una ética de la forma, y culmina en una vida cuyo valor radica en haber sido esculpida con precisión moral.

Existen épocas en que las culturas hablan sin saber lo que dicen. En esas fases de automatismo expresivo, los sujetos repiten fórmulas, reproducen entonaciones heredadas, perpetúan gestos verbales sin detenerse a indagar en su origen ni a preguntarse por su destino. Tal estado de repetición acrítica, tan frecuente en momentos de aparente vitalidad lingüística, esconde una disolución más profunda, una pérdida de forma que afecta no solamente al estilo, sino a la experiencia misma de lo real. Cuando el habla deja de formar, cuando ya no contiene exigencia, cuando no eleva ni orienta, pierde su potencia civilizadora y se convierte en vehículo de dispersión espiritual.

Esta comprensión del fenómeno fue asumida por Mañach con una lucidez excepcional dentro del contexto hispanoamericano. Lo que en primera instancia podría parecer una queja sobre el deterioro del lenguaje cotidiano, se revela como un análisis penetrante sobre la erosión de la vida interior de una nación. No hay en sus textos una condena del habla popular por nostalgia de formas perdidas o por rechazo a lo nuevo, pues lo que verdaderamente lo mueve es una preocupación más seria: la conciencia de que todo lenguaje proyecta una visión del mundo, que toda palabra articula una ontología. Hablar es ya vivir, y cuando esa forma de vida se reduce a la mueca, al gesto vacío, a la costumbre sin finalidad, lo que se empobrece no es solo el idioma, sino la entera figura de lo humano.

Durante años, la figura de Jorge Mañach ha sido reducida a la de un ensayista elegante, un estilista del pensamiento, un intelectual con dominio pleno de la forma clásica. Esta caracterización, si bien contiene elementos ciertos, no alcanza a dar cuenta de la intensidad ética que subyace a su proyecto intelectual. Lo que en apariencia parece una voluntad de estilo, responde en realidad a una voluntad formativa mucho más rigurosa. Su propósito no se agota en comprender la realidad cubana ni en denunciar sus desviaciones expresivas, ya que lo que busca fundar es una ética del lenguaje, un modo de habitar la palabra como ejercicio espiritual. En este sentido, el lenguaje no puede asumirse como vehículo de entretenimiento ni como simple manifestación espontánea, porque ha de recuperar su función originaria: formar el carácter, revelar lo que no se ve, orientar el juicio hacia lo que permanece.

La inquietud ante la trivialización del lenguaje, tan central en su obra, no surge por rechazo a lo popular, ni por hostilidad ante la novedad, sino por advertencia ante un riesgo real: el empobrecimiento de una cultura que deja de tomarse en serio a sí misma. Mañach no niega la riqueza verbal del cubano, ni su agilidad expresiva, ni su capacidad para transmutar lo cotidiano en invención poética o filosófica. Al contrario, reconoce en esa riqueza un potencial estético formidable. No obstante, advierte que ese mismo caudal puede vaciarse, convertirse en pura exterioridad, en gesto sin contenido, en ingenio que no conduce a ningún lugar. Allí donde el choteo se instala como norma, desaparece la posibilidad de profundidad, y donde todo se vuelve relativo en nombre del ingenio, ya no hay espacio para la verdad.

Jorge Mañach no ofreció un programa político ni estableció un sistema filosófico de doctrinas codificadas. Tampoco fundó una escuela con seguidores visibles. Su legado, por el contrario, se presenta como un llamado silencioso, una exigencia interior que no busca adherencias, sino resonancia en quienes compartan su misma aspiración de forma. Lo que su obra reclama es una disposición anímica hacia la claridad, hacia la estructura, hacia una vida que no se contente con la inmediatez. Pensar antes de hablar, sentir antes de juzgar, aspirar antes de opinar: estas no son reglas de estilo, sino ejercicios de una moral de la expresión. Su crítica no proviene de una voluntad de superioridad ni de una nostalgia conservadora, sino del dolor sereno de quien sabe que otro país es posible. Otra forma de comunidad. Otro modo de habitar la palabra.

Y ese país, esa comunidad, ese mundo alternativo, no nace de grandes gestos ni de revoluciones espectaculares, sino de la recuperación paciente del lenguaje como forma de vida.

IV

Quienes se aproximan a la obra de Jorge Mañach con la esperanza de hallar en ella una guía práctica, una suerte de recetario para afrontar los dilemas culturales o éticos de nuestro tiempo, probablemente terminen experimentando una comprensible decepción. Su escritura no se ajusta a los moldes del manual de instrucciones ni responde a la retórica del manifiesto urgente. Lo que propone, en realidad, es algo mucho más exigente: una pedagogía de la atención, una forma de vigilancia constante sobre uno mismo que no surge de un mandato exterior ni se impone como una doctrina, sino que brota de una voluntad estética y moral que se niega a ceder ante el descuido, que resiste la trivialización del decir y se rebela contra la pobreza expresiva de la forma. En un tiempo como el nuestro, en el que todo tiende a la simplificación ruidosa, a la comunicación acelerada, a la viralidad de lo efímero, esa actitud de cuidado minucioso se vuelve una forma de resistencia silenciosa, una insumisión ética frente al vaciamiento progresivo del sentido.

Leer a Mañach no basta, ni mucho menos citarlo como ejercicio de erudición retrospectiva. Lo decisivo, lo que verdaderamente desafía, es asumir la línea de exigencia que da forma tanto a su pensamiento como a su estilo. El aparente fracaso que lo rodeó no debe entenderse como el resultado de una deficiencia intelectual ni como la consecuencia de un diagnóstico erróneo o una limitación ideológica. Fue, en realidad, el fracaso de una época que no supo, o que no quiso, acoger su incomodidad esencial, su severidad reflexiva, su apuesta por una concepción de la cultura entendida no como ornamento ni como repertorio simbólico disponible al consumo, sino como espacio de formación, como ejercicio lento y paciente de la interioridad. Una época que prefirió la gratificación inmediata al discernimiento, la simpatía al rigor, la velocidad al juicio, el ingenio superficial a la hondura silenciosa. En medio de esa confusión de valores que comenzaba a configurar la banalización contemporánea, la claridad de Mañach resultó insoportable.

En los últimos años de su vida, su presencia pública se fue desvaneciendo poco a poco. Esta retirada no debe atribuirse exclusivamente a los cambios políticos que lo excluyeron deliberadamente del espacio intelectual. Fue también, y tal vez en mayor medida, el signo de una decepción íntima, la experiencia existencial de una ruptura irreversible. Fue la constatación amarga de que el país al que dirigió su palabra crítica y constructiva ya no se encontraba allí o, en el peor de los casos, había sido reemplazado por una caricatura de lo que alguna vez aspiró a ser. Un país que repetía sus palabras pero ignoraba el alcance de sus ideas, que celebraba la elegancia de su prosa mientras pasaba por alto la dureza de su mensaje, que elevaba su figura a la condición de busto marmóreo sin que ello implicara convertirlo en referencia moral o intelectual. No fue necesario que partiera al exilio físico para experimentar la condición de extranjero. Su exilio fue interior y cultural, el exilio de quien habla con excesiva claridad en medio de un país que ha renunciado a escuchar, no por incapacidad cognitiva, sino por la negativa a ser interpelado por lo que esa claridad implica.

Hablar con forma, como Mañach no se cansaba de recordar, no constituye una afectación ni un formalismo estético. Representa, más bien, una ética de la palabra, una forma de resistirse activamente a la dispersión, al ruido, a la incontinencia retórica carente de fundamento. Requiere trabajo, implica selección, demanda renuncia. Hablar con forma supone elegir cada palabra como si se tratara de un bloque con el que se edifica el alma. La prosa de Mañach no está concebida para embellecer sino para formar. Por ello, lo que propone no se limita a una reforma cultural en sentido ilustrado. Apunta más lejos, hacia una reforma interior, hacia una transformación del sujeto mediante la disciplina verbal y la sobriedad de la expresión. Ese tipo de reformas no encuentra lugar en la política del espectáculo ni se acomoda a la fugacidad de las modas. Su ritmo es otro: el tiempo lento, casi geológico, de la formación verdadera.

Al final, la pregunta que su obra deja suspendida sobre nuestra conciencia no gira en torno a si la historia fue injusta con él o si su legado ha recibido la debida reivindicación. Plantear esa cuestión en esos términos nos condenaría a un gesto nostálgico que traicionaría la esencia misma de su exigencia. La verdadera interrogación es más incómoda y desafiante. Consiste en preguntarnos si hemos aprendido a hablar de otro modo, si hemos comprendido que el lenguaje no es simplemente una herramienta de comunicación sino el espacio en que se modela el espíritu, el lugar donde se cifra la posibilidad de una comunidad no trivial. Cada palabra que se pronuncia nos configura, nos compromete, nos revela. Si la respuesta a esas preguntas es negativa, como todo parece indicarlo, entonces aún estamos a tiempo. El silencio de Mañach, su retirada progresiva, su exilio sin desplazamiento no deben ser comprendidos como el desenlace melancólico de una figura vencida, sino como una invitación radical a comenzar de nuevo. A hablar como si la forma todavía tuviera peso. A vivir como si el alma, para no perderse, necesitara de una arquitectura verbal que la sostuviera. En una época saturada de ruido, volver a Mañach no equivale a un acto de nostalgia, sino a una forma de lucidez.

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