Por KuKalambé
La tarde descendía lentamente sobre el patio, como una sábana tibia que lo envolvía todo: las sillas de mimbre, el mantel raído con flores rojas, las hojas secas que crujían al paso del viento, y aquella ceiba robusta que, desde hacía generaciones, ofrecía sombra y silencio. Sobre la mesa, entre las tazas de café ya enfriado y las migas de pan de anís, descansaba un viejo mapa, ajado por el tiempo y los dobleces. Los tres ocupantes del patio no lo miraban directamente, pero parecía que todo lo que se decía giraba, de una forma u otra, en torno a ese papel.
Afuera, en la calle, se oía de vez en cuando el chirrido de una bicicleta, el ladrido distante de un perro, el leve quejido de las ramas mecidas por la brisa del sur. La casa —de muros gruesos, tejas coloniales y faroles oxidados— parecía suspendida en una isla dentro de otra isla. Allí, en ese pedazo de tiempo detenido, el presente se deshacía en conversaciones que venían de lejos. Conversaciones que no eran solo entre ellos tres, sino con los ausentes, con los antiguos, con los que dejaron escritos, mapas, croquis, nombres sobre la tierra.
Martín, el más joven, hojeaba un libro de tapas duras con gesto inquieto. Había pasado toda la tarde leyendo, cruzando datos, subrayando párrafos, buscando una chispa que no terminaba de saltar.
—Cada vez que leo sobre el origen de la nación, siempre lo mismo: Céspedes, Agramonte, la manigua, la independencia… ¿Y antes de eso? —dijo de pronto, con una voz que parecía brotar desde un rincón inquieto de su conciencia— ¿Qué era Cuba antes de ser Cuba?
Su voz resonó suave, casi infantil, en aquel patio suspendido entre la luz dorada del atardecer y la penumbra que se insinuaba. Doña Amalia, sentada a su derecha, levantó la cabeza con una sonrisa cargada de tiempo. Tenía el rostro surcado por las líneas de una sabiduría que no había aprendido en libros, sino en pizarras y patios de escuela. Su risa fue breve, cálida, familiar, la de alguien que ya ha respondido esa pregunta muchas veces, aunque cada vez la respuesta le brote distinta.
—Ay, muchacho —dijo ella, removiendo con lentitud el café—, esa pregunta no se responde en los libros de texto. Se responde con los pies, caminando la tierra. Con los ojos, mirando el mapa. Y con la memoria, si es que alguien te la puede prestar.
La memoria. Ese era el verdadero tema. Más que la nación, más que la historia. La memoria que no se imprime, que no se cita en notas al pie. La que se hereda como un fuego bajo la ceniza. En ese instante, Martín sintió que algo dentro de él se quebraba levemente, como una cáscara que no servía ya.
El que no reía era Don Ricardo. Hombre delgado, de rostro adusto y ojos que parecían haber medido el horizonte. Había sido geógrafo, o algo más que eso, un cultivador de mapas, un lector de curvas de nivel. Al escuchar a Martín, alzó una ceja con una mezcla de ironía y severidad, señal clara de que el joven había rozado una verdad enterrada.
—¿Y quién va a prestársela si nadie recuerda ya a los que trazaron esta isla con la pluma y el compás? —preguntó, sin esperar respuesta— Antes de que fuéramos patria, fuimos dibujo. ¿Tú sabes quién era Esteban Pichardo, Martín?
Martín asintió, algo tímido. No sabía si su respuesta bastaría.
—Sí, claro. El que hizo los mapas, ¿no? Hay una avenida con su nombre en la ciudad…
Pero la voz grave de Don Ricardo lo interrumpió de inmediato, rechazando aquella simplificación con un ademán apenas perceptible.
—No. No “el que hizo los mapas”. El que nos dio forma. Sin Pichardo no hay rostro, no hay contorno. Somos isla porque él la dibujó. Porque él la nombró. ¿Tú sabías que antes de que un criollo gritara “¡Libertad!”, ya los agrimensores habían recorrido palmo a palmo estas tierras, midiendo, anotando, encajando coordenadas bajo el sol? A ellos nadie les levanta estatuas, pero sin ellos no hay nación que se imagine.
La palabra “imaginar” quedó flotando un instante. Un colibrí se detuvo en una rama del guayabo. El aire olía a tierra mojada, como si una tormenta hubiera pasado días atrás. En el corredor, un gato dormía con la confianza de quien se sabe en casa. La escena entera parecía sostenerse sobre una especie de equilibrio invisible, hecho de historia no dicha y silencios largos.
Doña Amalia, con las manos entrelazadas sobre el regazo, habló con voz pausada:
—Yo siempre digo a mis niños: antes de soñar la patria, hubo que verla. Y para verla, hubo que trazarla. ¿Qué es una nación sin imagen? ¿Sin esa silueta que reconocemos hasta con los ojos cerrados?
Martín, que había creído saberlo todo tras años de estudio, sintió un leve escalofrío. No por el aire, que seguía tibio, sino por la verdad que se le abría como una grieta dulce e inesperada. Miró a los dos ancianos y luego al mapa, que parecía respirar bajo la luz oblicua.
—Entonces, ¿la nacionalidad empezó en un mapa?
Don Ricardo asintió, con gesto reflexivo. Su respuesta llevaba la lentitud de las convicciones antiguas.
—Empezó cuando alguien decidió mirar esta tierra no como hacienda ni botín, sino como cuerpo. Cuerpo con costillas de sierra, con venas de río. Fue un acto de amor. Y de ciencia, claro está. Pero también de fe.
Doña Amalia se inclinó levemente, recordando a su padre de uniforme gris y sombrero de ala corta, de regreso al anochecer con las botas cubiertas de polvo.
—Recuerdo que una vez mi padre, que era topógrafo, me dijo: “Hija, yo no sirvo para discursos, pero cada línea que trazo es una forma de decir aquí estamos”. Y tenía razón. Porque hasta el día de hoy, cuando veo uno de sus mapas antiguos, siento que la patria late.
Martín dejó el libro a un lado. El papel, lleno de subrayados y referencias, ahora le parecía torpe, insuficiente. Su voz se hizo más lenta, más íntima, el tono de quien comienza a sospechar que ha estado mirando en dirección equivocada.
—Y nosotros escribiendo tesis sobre el pensamiento republicano como si todo hubiera empezado en el siglo XIX…
Don Ricardo bebió el último sorbo de café. Cada gesto suyo contenía un hábito de precisión, una pausa que no buscaba la elocuencia, sino la justeza.
—Martín, la nación no empieza cuando la proclaman, sino cuando la miden. Antes del grito, está el plano. Antes de la épica, está la escala. Sin geografía, no hay historia.
Doña Amalia asintió con los ojos cerrados. En su respiración había una especie de oración laica, una aceptación silenciosa del deber de recordar.
—Y sin memoria, no hay gratitud. Por eso estamos aquí, tú con tus libros, Ricardo con sus mapas, y yo con mi libreta de notas. Cada cual sosteniendo una esquina de la isla para que no se deshaga.
Martín, en silencio, volvió a mirar el mapa. Ya no era papel ni tinta. Era el rostro antiguo de algo que había estado allí desde antes que él naciera. Algo que, por fin, empezaba a ver.
—Entonces quizás yo también deba cambiar mi pregunta —murmuró, mientras una brisa suave agitaba las hojas del flamboyán—. No “¿qué era Cuba antes de ser Cuba?”, sino “¿quién la miró primero como isla?”
Don Ricardo sonrió, sin levantar la cabeza. En su rostro había un reconocimiento: no de una idea, sino de una continuidad.
—Y ahí, muchacho, ya estás más cerca del comienzo.