Por KuKalambé

A Peter la Anguila lo conocí en una madrugada en que el insomnio se disfraza de lucidez. Vivía en un efficiency al fondo de una casa que compartía con un saxofonista dominicano y una señora ecuatoriana que vendía arepas veganas por encargo. Peter, que no tenía mucho de anguila pero sí una forma de deslizarse por el mundo con una torpeza fluvial, como si su propio cuerpo le resultara una incomodidad permanente, hablaba poco y casi nunca miraba a los ojos. Yo pasaba por allí de vez en cuando, más por curiosidad que por otra cosa, porque me intrigaba su silencio como lo haría el sonido ininterrumpido de una pecera sin burbujas.

Una noche, después de compartir una botella de vino que alguien había dejado en la cocina comunitaria, Peter me confesó que tenía un cajón lleno de manuscritos. No me los mostró, por supuesto. Me habló de ellos con la cautela de quien describe un animal mitológico al que alguna vez vio en el límite de un sueño, envuelto en neblina y sin certeza de realidad. Afirmó que, al hojearlos, le parecían gloriosos. Esos papeles tenían algo de revelación, una cualidad sagrada que parecía prometer una verdad todavía indescifrada, una vibración secreta que no se deja traducir sin pérdida.

“Me pasa igual cuando leo las cartas de mis parientes muertos”, dijo con un tono familiar que oscilaba entre la melancolía y la fascinación, con la apariencia de que aquellas palabras escritas desde el pasado le ofrecieran un espejo donde reconocerse en una línea de sangre hecha de delirio y belleza. No era una simple nostalgia, sino una suerte de pertenencia íntima a un linaje secreto.

Sin embargo, al imaginar la posibilidad de que esos manuscritos fueran publicados, todo el encanto se disolvía. “Se volvería imposible”, murmuró, con una convicción que no admitía réplica. La idea de exhibirlos ante la mirada ajena los despojaba de su potencia, de su secreto. “Es como observar a una persona que, creyéndose a solas, friega los platos mientras canta, sin saber que está siendo vista”, añadió, y entonces comprendí que para él existía una distinción radical entre el mundo íntimo, sagrado, y el mundo que se vuelve objeto bajo la mirada pública.

Le respondí, casi sin pensarlo, que la cultura —entendida en su sentido más estricto— no es otra cosa que una forma de observancia. Me miró, perplejo, como quien escucha una revelación demasiado simple para ser cierta. “Entonces es una traición”, replicó. “Todo lo que uno hace a solas, con sus muertos, con sus papeles, con su cuerpo, es traicionado en el instante en que es visto por otro”.

No supe qué decir. Había en su voz un tono grave, casi ceremonial, dando la impresión de que si aquella frase hubiese sido ensayada en su interior durante años, esperando el momento exacto para brotar.

Semanas después, Peter desapareció. El saxofonista dominicano me dijo que se había ido a Tampa, o a algún pueblo con nombre de huracán. La señora de las arepas tampoco sabía nada. Cuando entré por última vez a su cuarto —porque alguien debía recoger la basura— vi el cajón. Era de madera vieja, con una cerradura que parecía decorativa. Lo abrí con un tenedor.

Adentro, efectivamente, había manuscritos. Algunos escritos a mano con tinta azul, otros impresos y cubiertos de anotaciones al margen. Había relatos, cartas, poemas, listas de compras que se convertían en oraciones místicas. Todo parecía escrito sin intención de ser compartido, de un modo que sugería que hubieran sido concebidos a espaldas del mundo, nacidos no para circular, sino para sostener al que los había escrito. Sin embargo, en esas páginas latía una belleza feroz, no domesticada, como una herida que no se cierra y cuya sangre aún conserva el color exacto de la emoción.

No supe si debía conservarlos o quemarlos. Consideré publicarlos bajo seudónimo. Pensé en escribir sobre él. Pensé en dejarlo todo como estaba. Al final, doblé uno de los papeles y lo metí en el bolsillo. Decía:

“A veces, cuando no hay nadie, cuando la habitación es un espejo sin testigos, siento que existo de verdad. Pero en cuanto me imagino reflejado en los ojos de otro, comienzo a desdibujarme. Me vuelvo personaje, imagen ajena, eco de lo que tal vez fui. Entonces huyo. Me convierto en esa anguila que todos mencionan, pero que nadie ha podido atrapar”.

Desde entonces, cada vez que escribo, pienso en Peter. Y me pregunto si todo lo que hacemos, lo que escribimos, todo lo que preservamos, no es en el fondo una manera más sofisticada de seguir ocultándonos.

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