Por El Coloso de Rodas
El pensamiento de Paul Valéry en torno al mar como cuna de la filosofía no debe ser reducido a una bella imagen literaria ni a una expresión poética más dentro de su vasta obra, sino que debe entenderse como una intuición estructural que encierra una profunda propuesta ontoestética sobre las condiciones sensibles, simbólicas y existenciales que permitieron el surgimiento del pensamiento filosófico en la cultura griega antigua. Al afirmar que “la filosofía nació al calor del mar”, Valéry propone algo más que una imagen evocadora; sugiere que el pensamiento reflexivo no nace en el vacío ni por efecto exclusivo de la abstracción racional, sino que se origina en un entorno configurado por la experiencia estética, el ritmo natural y la percepción directa del mundo. Es decir, la emergencia del pensamiento filosófico depende, en esta perspectiva, de una matriz sensible que antecede al concepto y que lo alimenta desde una experiencia corporal, visual, sonora y emocional[1].
En la imaginería valeryana, el mar no es simplemente un espacio geográfico, ni un decorado externo para la vida de los primeros filósofos jónicos; es, ante todo, una matriz simbólica donde confluyen los elementos esenciales de la experiencia humana que hacen posible la constitución de una actitud contemplativa y especulativa. En el mar se encarnan, de modo simultáneo, dimensiones ontológicas, epistémicas y estéticas; la luz, que opera como símbolo del desocultamiento del ser; la extensión, que remite a la apertura infinita del espacio y a la libre expansión del pensamiento; el sosiego, que permite la suspensión de la acción inmediata y posibilita la reflexión; el ritmo, entendido no como una mera sucesión cronológica, sino como una pulsación estructural que configura el tiempo vivido; la transparencia, que metaforiza un saber que no se impone dogmáticamente sino que se revela; y la profundidad, que encarna lo oculto, lo inabarcable, lo que resiste al sentido pero que incita al pensamiento[2].
Este conjunto de cualidades convierte al mar en algo más que un símbolo: lo eleva a condición ontológica para el surgimiento del logos. No es casual, en este sentido, que Valéry se remita implícitamente a la tradición jónica, donde el pensamiento filosófico surgió precisamente en un espacio costero, en contacto íntimo con el mar Egeo, y donde pensadores como Tales de Mileto situaron en el agua el arché, el principio originario de todas las cosas. Esta identificación del mar como arquetipo de lo indeterminado pero también de lo generador permite comprender que, para Valéry, el mar representa una forma dinámica del ser, un modelo metafísico de fluidez estructurada, de caos ordenado, de infinito contenido en formas finitas. Es, por tanto, una imagen paradigmática de la razón viva: mutable, ondulante, rítmica, abierta y profunda.
Particularmente significativa resulta la formulación valeryana según la cual “el horizonte marino no es un límite, es un tránsito”[3]. Esta afirmación constituye, en rigor, una auténtica declaración de principios sobre la filosofía misma. En ella se condensa la idea de que el pensamiento no debe encerrarse en fronteras cerradas ni aceptar clausuras dogmáticas, sino que debe habitar las zonas liminares, los bordes móviles, las aperturas continuas. El horizonte, en lugar de representar el fin del recorrido, se convierte en un espacio de transición, en una promesa de lo otro, en una invitación al despliegue ilimitado del pensar. Así entendido, el horizonte del mar no encierra al sujeto, sino que lo convoca a una expansión permanente. La imagen del mar se transforma, así, en figura de la trascendencia inmanente: no niega lo finito, sino que lo inscribe en una dinámica de superación y apertura.
A partir de esta concepción, puede afirmarse que el mar no solo seduce la sensibilidad estética sino que nutre al pensamiento en su dimensión más esencial. Valéry vislumbra en el mar una analogía estructural con el propio pensamiento filosófico; ambos se configuran como movimientos oscilantes entre claridad y oscuridad, entre superficie y abismo, entre lo visible y lo invisible, entre lo ya dicho y lo que aún está por decir. En esta oscilación reside la vitalidad misma del pensar. La filosofía, al igual que el mar, se presenta como un espacio de tensiones irreductibles que no buscan resolverse, sino sostenerse como condición del devenir.
Por eso, afirmar que la filosofía nació junto al mar no es una declaración histórica, sino una tesis ontológica: allí donde el mar configura el paisaje sensible, también se configura una posibilidad singular del pensamiento. El mar, como figura liminal, permite vislumbrar una temporalidad distinta —cíclica, irregular, ondulante—, una espacialidad expandida, un saber que no impone sino que se deja entrever. Valéry encuentra en esta imagen un modelo alternativo al pensamiento lógico-formal que tiende a clausurar el sentido; el mar, en su incesante devenir, resiste toda fijación conceptual. Es, por tanto, una metáfora filosófica de lo indomesticable del saber[4].
La reflexión de Paul Valéry sobre el mar como origen de la filosofía no se agota en la imagen contemplativa ni en el simbolismo de lo sensible, sino que abre un campo de resonancias filosóficas que lo acercan, de modo tácito pero significativo, al imaginario literario de Herman Melville, en particular a su obra mayor: Moby Dick. Aunque Valéry no hace referencias explícitas al autor estadounidense, puede hablarse legítimamente de una apropiación simbólica e intelectual del mar como metáfora cosmológica compartida entre ambos, cada uno desde perspectivas distintas —el primero desde la lírica del pensamiento reflexivo; el segundo desde el drama trágico de la voluntad y la obsesión—.
En Moby Dick, Melville convierte el mar en una inmensidad simbólica inabarcable, cargada de un espesor metafísico que lo aleja de la simple geografía oceánica. Allí, el mar no solo es escenario, sino también personaje: una entidad activa que representa lo indomable, lo incognoscible, lo sublime en su acepción kantiana. El capitán Ahab, con su obsesiva persecución de la ballena blanca, encarna la voluntad desmesurada de someter al infinito, de dominar el Mal absoluto, de imponer sentido a lo que por naturaleza se resiste a ser significado. Esta lucha, profundamente trágica, desborda el marco de la aventura marítima para convertirse en una alegoría del conflicto entre la razón humana y el abismo del Ser. El mar, en esta lectura, se convierte en el escenario de una ontología negativa, una frontera donde el pensamiento se fragmenta, se vuelve delirio, se pierde en la inasibilidad de lo Real[5].
Valéry, en cambio, no dramatiza la confrontación con el enigma. Su mirada es apolínea, contenida, más próxima a la actitud contemplativa del helenismo que al pathos faústico del romanticismo. Sin embargo, ambos convergen en una intuición esencial: el mar como frontera móvil entre el hombre y el misterio. Tanto Melville como Valéry conciben el mar como un espacio de ambivalencia estructural, donde confluyen la claridad y la opacidad, la apertura y el límite, la forma y lo informe. Este carácter liminar convierte al mar en una escena de pensamiento, en una topografía simbólica que hospeda la tensión fundamental entre el saber y lo indecible.
La apropiación valeryana de este imaginario no consiste en una reproducción narrativa del universo melvilliano, sino en una reelaboración filosófica de la estructura simbólica del mar como figura epistémica. En Valéry, el mar se convierte en una estructura poético-filosófica que articula las condiciones mismas del pensar, la luz y la extensión como apertura cognitiva; el ritmo y el sosiego como modulaciones del tiempo interior; la transparencia como revelación del sentido; y la profundidad como la cifra de lo inabarcable. Así, el mar deja de ser un objeto contemplado para convertirse en modelo mismo del pensamiento, una forma del logos en movimiento, oscilante entre el orden y la fluidez, entre la claridad y el abismo.
A diferencia del mar melvilliano —un espacio de resistencia ontológica que confronta y desgarra al sujeto—, el mar de Valéry es un laboratorio del espíritu. Allí, el pensamiento no se precipita hacia la locura, sino que encuentra su ritmo, su tensión interna, su equilibrio dinámico. No hay en Valéry una voluntad de dominio sobre lo indecible, sino una disposición a habitarlo, a pensarlo sin clausurarlo. Su concepción del mar como una máquina que piensa —afirmación contenida en sus Cahiers— transforma la superficie marina en un espejo especulativo donde el sujeto se reconoce en su inconsistencia, en su fractura constitutiva, en su necesidad de buscar sin encontrar del todo[6].
Esta noción tiene profundos paralelismos con la figura de Ishmael, el narrador de Moby Dick, quien afirma: “Siempre que me da por mirar entre las olas, siento la necesidad de embarcarme”. La mirada sobre el mar, para Ishmael, no es un gesto estético, sino un disparador ontológico, una pulsión que lo arrastra a navegar como quien inicia un viaje existencial, un descentramiento del yo hacia el vértigo del sentido. Valéry habría podido formular algo semejante, aunque desde una sensibilidad distinta; para él, contemplar el mar es iniciar una travesía mental, un ejercicio del pensamiento que no tiene destino final, sino que se sostiene en el propio acto de navegar.
La relación entre Valéry y Melville, entonces, no puede entenderse como un vínculo de influencia directa, ni siquiera como una coincidencia temática, sino como una interlocución profunda en el plano simbólico, filosófico y estético. Ambos autores, desde registros distintos, comparten una comprensión del mar como una escena onto-estética, un lugar donde el pensamiento se enfrenta con lo que lo excede, pero que lo constituye al mismo tiempo. El mar no representa simplemente lo desconocido; es la condición de posibilidad de la interrogación, el espacio donde el logos se mide con su límite y encuentra, en ese límite, su impulso más originario[7].
En términos más generales, podríamos decir que Valéry y Melville se inscriben en una misma constelación simbólica que recorre la modernidad filosófica y literaria: el mar como cifra del infinito, como metáfora del ser en su inestabilidad y apertura. Mientras Melville dramatiza esa apertura como confrontación agónica, Valéry la tematiza como condición rítmica del pensamiento. Pero en ambos casos, el mar actúa como un medium que revela la fragilidad del sujeto moderno ante la inmensidad del mundo y, al mismo tiempo, su deseo irreprimible de comprenderlo.
El mar no es solo un tema, ni siquiera una metáfora, es una figura estructural del pensamiento. Melville la hace estallar en tragedia; Valéry la hace latir en contemplación. Pero ambos, al final, nos enseñan que pensar es, en cierto modo, aprender a navegar, aceptar que la verdad no es un punto de llegada, sino una travesía incierta, guiada por un horizonte que, como decía Valéry, “no es un límite, sino un tránsito”[8].
[1] Valéry, P. (1961). Obras, Volumen II. París: Gallimard
[2] Kirk, G. S., Raven, J. E., y Schofield, M. (1983). Los filósofos presocráticos. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 22-30.
[3] Kirk, G. S., Raven, J. E., y Schofield, M. (1983). Los filósofos presocráticos. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 22-30.
[4] Melville, H. (1851). Moby Dick. Nueva York: Harper & Brothers, capítulos 132-135. Bloom, H. (2007). Melville’s Moby-Dick. Nueva York: Chelsea House, pp. 54-57.
[5] Valéry, P. (1957). Obra citada, pp. 115-118. Valéry, P. (1954). Cuadernos, Volumen IV. París: Gallimard, p. 89..
[6] Melville, H. (1851). Op. cit., capítulo 1.
[7] Agamben, G. (1993). La comunidad que viene. Minneapolis: University of Minnesota Press, pp. 21-25.
[8] Danto, A. (2005). La transfiguración de lo común. Barcelona: Anagrama.