Por Galán Madruga
A ochenta años de su publicación original, Das Glasperlenspiel (1943) de Hermann Hesse continúa siendo un texto de referencia en los estudios literarios y filosóficos por la complejidad alegórica de su estructura y por la multiplicidad de interpretaciones que suscita. Concebida como una Bildungsroman dentro de una utopía espiritual, esta obra ha fascinado a generaciones de lectores que, conmovidos por la figura de Josef Knecht, se han adentrado en verdaderos laboratorios del espíritu: comunidades espirituales, abadías, órdenes iniciáticas o entornos académicos donde se intentó reproducir, al menos simbólicamente, la integración armónica de arte, literatura y ciencia que la novela sugiere como vía hacia el conocimiento total.
No obstante, estas lecturas —marcadamente idealistas— han tendido a omitir o relegar a un segundo plano la dimensión crítica y ambigua de la novela, en particular cuando se lee desde una perspectiva que podríamos llamar astrológica, en el sentido nietzscheano del término. Friedrich Nietzsche, hacia finales del siglo XIX, propuso una suerte de astrología social, una forma de interpretar el movimiento de las ideas, las creencias y los valores en el firmamento de las civilizaciones en crisis. Desde esta clave, El juego de abalorios puede ser visto no solo como una construcción metafórica del saber idealizado, sino como una meditación pesimista sobre la secularización de la ascesis, el vacío generado por la racionalización extrema y el ocaso del espíritu trágico en la cultura moderna.
A menudo se celebra la figura del Magister Ludi como epítome de una inteligencia elevada, pero se obvia que Hesse sugiere, no sin ironía, que incluso en una sociedad estructurada bajo principios elevados, el conocimiento puede devenir una forma de escapismo ritualizado. En este sentido, su crítica se emparenta con la desmitificación foucaultiana de los «juegos del saber» y la problematización wittgensteiniana de los «juegos del lenguaje». Ambos autores —Wittgenstein y Foucault— nos ofrecen herramientas analíticas para leer la novela no como un ideal estático, sino como un campo de tensiones, donde las formas de vida son el resultado de complejas configuraciones discursivas y prácticas.
La noción de “vida reglada” que atraviesa la novela debe ser entendida más allá de su formulación institucional. Hesse parece sugerir que el verdadero monje —figura paradigmática de la novela— no es aquel que se absorbe pasivamente en la liturgia de su orden, sino aquel que mantiene la distancia reflexiva, como un etnógrafo de sí mismo. En otras palabras, vivir según una regla implica, en su forma más elevada, la capacidad de observar la regla y al mismo tiempo cuestionarla. El asceta, entonces, no es un repetidor de normas, sino un practicante lúcido de una forma de vida significativa.
Esta capacidad, sin embargo, es rara. No todos pueden participar en los juegos de sentido que exigen una comprensión profunda de lo que Michel Foucault llamaría tecnologías del yo. Para Hesse, el acceso a esos juegos requiere lo que él denomina el reglamento de una Orden: una forma de racionalidad práctica que organiza la experiencia vital a través de ejercicios —espirituales, lógicos, simbólicos— que no buscan la utilidad inmediata, sino la formación del sujeto. En este horizonte, los ejercicios no son meros hábitos, sino gestos significativos que, al repetirse, dotan de estilo a la existencia. Lo cotidiano, así impregnado de destreza y atención, deviene campo de una poética de la vida reglada.
Esta forma de ascesis —laica o religiosa— puede parecer trivial desde fuera, pero para quienes la viven representa un milagro ético: la posibilidad de reconstruir y explicar la vida desde una lógica interna que justifica sus movimientos, sus pausas, sus elecciones. En este punto, el pensamiento de Hesse toca sutilmente una de las obsesiones del segundo Wittgenstein: la necesidad de que una forma de vida sea mostrable, es decir, que pueda hacerse inteligible a través del lenguaje y, en consecuencia, comunicable y transmisible.
La dimensión existencial de esta forma de vida se hace más visible si la ponemos en diálogo con otra figura fundamental de la modernidad literaria: Josef K., el personaje kafkiano por excelencia. No es casual que Josef Knecht y Josef K compartan no solo el nombre, sino también una disposición crítica frente a los sistemas que los contienen. Ambos, en sus respectivos «circos de variedades» —la Orden de Castalia y el laberinto burocrático del Proceso— representan figuras liminares, acróbatas del sentido que se enfrentan a los límites de la norma, la autoridad y la interpretación.
La pregunta que propongo entonces es la siguiente: ¿qué hay de acrobático, de artes escénicas del alma, en otras obras igualmente densas, como Paradiso de José Lezama Lima? ¿Acaso no encontramos en la retórica lezamiana un equivalente barroco del juego de abalorios, un carnaval de saberes articulado por la misma aspiración de totalidad?
Estas y otras interrogantes serán abordadas este sábado en la conferencia Existencialismo de variedades en la narrativa de Franz Kafka, donde exploraré cómo la literatura del siglo XX desarrolló una nueva ética del gesto, una forma de vida escénica en la que el pensamiento se juega, literalmente, en un escenario de símbolos, reglas y silencios.