Por Héctor A. Rodríguez, PhD
En los días dorados de mi infancia, tenía unos amigos que vivían en un edificio de tres pisos, justo en la esquina de nuestra cuadra. Con el tiempo, crecimos y cada quien tomó su rumbo, cultivando una amistad discreta, como suele darse entre buenos vecinos.
Fuimos educándonos, formándonos, y al final cada uno logró una carrera. Pero el recuerdo que hoy vuelve no es el de todos, sino el de una niña en particular, una que fue creciendo con nosotros y que, desde temprana edad, mostraba una inclinación inquietante por lo ajeno. Se llamaba Neri Ferrete, y aunque estudió para ser policía, nunca logró desprenderse del vicio de tomar lo que no le pertenecía.
En aquellos años, cuando los cubanos emprendían el éxodo, el gobierno se adueñaba de lo que dejaban atrás: muebles, electrodomésticos, automóviles, incluso las viviendas. Más adelante, buscando congraciarse con el exilio —necesario para su supervivencia tras la caída de la Unión Soviética, de la que Cuba había vivido como un parásito—, el régimen modificó algunas de estas prácticas. Permitió, por ejemplo, que los familiares pudieran heredar legalmente ciertos bienes.
Pero Neri, nuestra vecina de siempre, parecía haber aprendido demasiado bien la lección del saqueo oficial. Aunque llevaba uniforme, su alma seguía al acecho.
Le tocó el turno a mi esposa, que ya tenía lista su salida definitiva del país para reunirse con nosotros en Venezuela. Un día, la policía vecina —Neri— se presentó en casa. Mi esposa, que había estudiado con su hermano en la universidad, la recibió con la familiaridad de la infancia compartida.
Sin rodeos, Neri le dijo que venía por el automóvil, supuestamente para facilitar su salida del país. Mi esposa, desconcertada, se enteraba por ella de semejante “gesto”. En realidad, planeaba dejar la casa a su hermano, como ahora permitía la ley. Pero la policía vecina insistió: si no entregaba el carro, no habría “tarjeta blanca”, aquel documento imprescindible para abandonar la isla.
Mi esposa, más urgida de libertad que de posesiones, accedió. Solo pidió que se lo llevaran después de su partida. Y antes de entregar el vehículo, lo dejó casi inservible: retiró batería, neumáticos, carburador, alternador, distribuidor… El coche hubo de ser remolcado.
Ya en Venezuela, el reencuentro familiar fue bálsamo. Nueve meses de separación se disiparon en abrazos, y las artimañas de la vecina quedaron atrás… por un tiempo.
Resultó que Neri no tenía facultad alguna para exigir vehículos. Se aprovechaba de su rango, del deseo de la gente por marcharse, del silencio obligado de quienes no querían poner en riesgo su salida. Hasta que el truco se repitió con un hijo de un coronel del Ministerio del Interior. El padre, que se quedaba en Cuba, inició una investigación.
Lo que salió a la luz fue un entramado turbio: Neri, en contubernio con un oficial de tránsito, se apropiaba de los automóviles y los revendía con papeles falsificados. Ninguno de esos coches llegaba a las estaciones oficiales; todos iban a un taller clandestino donde eran reacondicionados y vendidos a sobreprecio. Las ganancias se repartían entre los socios del engaño.
El escándalo estalló en Holguín como un trueno.
El juicio fue público y terminó con una condena para ambos implicados. Sin embargo, a Neri le permitieron cumplir la pena en su casa, pues tenía hijos pequeños a su cargo. Así terminó el episodio: con la conocida clemencia del régimen para sus fieles malhechores.
Una historia real, brotada de la esquina de nuestra infancia, donde la inocencia y el oportunismo se cruzaron como trenes en la madrugada.