Por Spartacus
¿Cuál es el misterio de la nación norteamericana? Esta pregunta, aunque parezca sencilla, encierra una complejidad que muchos no han logrado desentrañar del todo, especialmente aquellos que provienen de culturas con una relación diferente con la historia, el poder y la trascendencia. Un cubano, por ejemplo, aún no ha comprendido en profundidad la estructura espiritual y filosófica que sostiene a los Estados Unidos.
El famoso lema «tierra de libertad» no es más que un eslogan propagandístico que simplifica en exceso la realidad. No se trata únicamente de un país fundado sobre ideales de libertad individual y democracia, sino de una estructura político-cultural que ha sabido articular un sistema de poder en el que la perpetuidad es vista como una anomalía. Mientras en otras latitudes la acumulación de poder a lo largo de generaciones se considera natural, en los Estados Unidos existe un principio tácito y operativo que impide la consolidación de dinastías políticas o económicas con control absoluto sobre el destino de la nación.
Para entender este principio, es necesario comprender la esencia misma de la Unión. Estados Unidos—o, más precisamente, los Estados de la Unión—no es solo una federación de territorios, sino una construcción filosófica basada en la energía colectiva e individual que se renueva constantemente. Hay algo profundamente mágico en esta dinámica: la capacidad del sistema para rechazar, una y otra vez, cualquier intento de eternización del poder.
El elan de la Unión, esa fuerza vital que da sentido a la nación, no permite que nadie se glorifique en el poder ni antes ni después de la muerte. El pragmatismo norteamericano, en su manifestación más pura, es anti-trascendentalista. No busca prolongar el dominio de los muertos sobre los vivos, sino afirmar la vida como único espacio legítimo de acción política. No es casual que Thomas Jefferson, uno de los Padres Fundadores, estableciera un principio que sintetiza esta idea con absoluta claridad: «el poder pertenece a los vivos, no a los muertos».
Jefferson concebía el poder como un fenómeno estrictamente generacional. Para él, ningún gobierno debía extenderse más allá de 19 años, el tiempo promedio de maduración de una nueva generación. Pasado ese plazo, el contrato social debía revisarse, pues los muertos no pueden ni deben gobernar a los vivos. Este principio es una de las mayores diferencias entre la concepción del poder en la Unión y la tradición política europea, donde, como bien expresó Tocqueville, «los muertos entierran a los vivos».
En este sentido, es curioso notar que el espíritu de libertad del cubano promedio es, en muchos aspectos, más europeo que norteamericano. En Cuba, como en otros países de tradición hispánica, la figura del líder tiende a convertirse en un ente casi místico, un referente cuyo poder sobrevive incluso después de su desaparición física. No es casual que las revoluciones latinoamericanas hayan producido no solo gobernantes, sino verdaderos caudillos, cuya sombra se extiende más allá de sus propios tiempos. En la Unión, en cambio, la idea misma de un líder eterno es incompatible con la estructura del sistema.
Para ilustrar mejor esta diferencia, es útil mirar el contexto histórico en el que se desarrolla la nación norteamericana. Mientras la diosa romana Libertas era erigida en forma de estatua en Nueva York, un emprendedor y magnate de la época, Andrew Carnegie, escribía su autobiografía y su célebre tratado El Evangelio de la Riqueza. Carnegie, que en su tiempo fue el hombre más rico de la Unión, dejó en sus escritos una idea que sigue resonando en la mentalidad norteamericana: «el hombre que muere demasiado rico, muere avergonzado».
Para Carnegie, la grandeza americana no consistía en la acumulación de riqueza a lo largo de generaciones, sino en el desprendimiento voluntario de ella. La verdadera virtud de un millonario no era la de asegurar el bienestar de su linaje por siglos, sino redistribuir su fortuna en vida, poniendo sus recursos al servicio de la sociedad. En otras palabras, Carnegie proponía un acto espiritual de desapego: desheredarse a sí mismo por voluntad propia. Este principio, aunque parezca meramente económico, tiene profundas implicaciones filosóficas y políticas, pues refuerza la idea de que el poder, en cualquier forma, debe ser transitorio.
De esto trata, en última instancia, la tradición de independencia y libertad en América. «Tierra de libertad», sí, pero no en el sentido simplista de un espacio donde cada individuo hace lo que quiere, sino en el sentido de un territorio donde la muerte no tiene un significado político ni económico relevante. En la Unión, la verdadera libertad no es solo la de los individuos en el presente, sino la de las futuras generaciones, que no deben estar atadas ni por el peso de la historia ni por la sombra de los muertos.
Esta es, en esencia, la gran diferencia entre la tradición política norteamericana y la de muchas otras naciones. Mientras que en otros lugares la continuidad del poder es vista como un signo de estabilidad, en los Estados Unidos, la renovación constante es la garantía de que el sistema sigue funcionando. No hay apóstoles de un pasado glorioso, ni santos laicos a los que rendir tributo eterno. La Unión pertenece siempre a los vivos, y su única lealtad es con el futuro.
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