Por Eduardo Lolo
De niño (antes de la debacle del castrismo), solía caminar por esos portales —y por los de su más importante ramal, la Calzada de 10 de Octubre— ahora en ruinas despechadas. Entonces, estaban cubiertos por sólidos y amplios techos, amparando al caminante con sus sombras protectoras, conjurando el sol abrasador del trópico; las columnas del siglo XIX, sin envejecer; todas las fachadas y pilastras cubiertas de pinturas de colores, siempre frescas. Entre la entrada de un establecimiento y otro, pequeños negocios engalanaban, sin interrumpir, el camino de los transeúntes: puestos de fritas, estanquillos de periódicos, venta de billetes de la lotería, bisutería, floreros, y un laborioso etcétera; todo muy pulcro para embrujar compradores. Para quienes vivíamos en los alrededores, los pequeños negociantes eran parte intrínseca de los portales, siempre todo sonrisas para sus clientes, devengando honestamente el sustento de sus familias, que desde la casa reforzaban los negocios. De seguro algunos de ellos, al verse en el futuro mutilados, repitieron en el exilio su laboriosidad y hasta se convirtieron en exitosos empresarios, arropados por la democracia.
En la Esquina de Toyo, el aroma del pan recién sacado del horno daba siempre la bienvenida a todos los olfatos; desde las cafeterías, el tentador humo del café, colándose a presión en una especie de catedral plateada llamada “Cafetera Nacional”, hacía lo propio. Al pasar por los restaurantes, la comida siempre lista invitaba el apetito de todos, sin las colas hambrientas actuales de esperanzados comensales marcando turnos, no pocas veces vanos, frente a los pocos establecimientos culinarios supervivientes.
En las paradas de guaguas, las personas no hacían filas anhelantes; eran los autobuses los que esperaban, unos detrás de otros, para recoger a los pasajeros, muchos de ellos hombres con saco y sombrero (de confección fresca, excepto en el breve invierno), las mujeres perfumadas, no pocas con labios de carmín encendido, la mayoría de las veces sonrientes; todos yendo a trabajar hacia la oficina, el taller, la fábrica, el comercio, o a estudiar en la universidad u otros centros de enseñanza, donde se impartían promesas de un futuro asequible.
De ese ayer occiso sólo queda la nostalgia dolorida en los ancianos aún vivos, de Allá y de Aquí. Todo se derrumbó como consecuencia del “Arte Nuevo de hacer Ruinas” del Socialismo: casas, familias, industrias, negocios, futuros, esperanzas; ilustrados todos por la imagen de los portales huérfanos de vida de las Calzadas del Cerro y 10 de Octubre en la actualidad. “¡Pobre Cuba!”, le susurró una vez Jorge Luis Borges a Alberto Müller, con una mano solidaria sobre el hombro trémulo.
Fachada fantasmagórica del carapacho vacío y hasta sin techo del Cine Moderno.
¿Hasta cuándo? es la pregunta que todos nos hacemos, en una y otra orilla de la Historia. Los creyentes, alzando sus ojos al cielo; otros, hurgando en la Historia; otros más, en las barajas cartománticas de ocasión; no pocos, en las caracolas de los santeros. Pero, hasta ahora, sin respuesta desde lo Alto, sin respuesta desde los libros, sin respuesta en las cartas esotéricas, sin respuesta de convocado orisha alguno.
Sin embargo, la contestación puede ser simple y compleja a la vez: hasta que muchos se atrevan, valientemente, a llevar en sí (sobre sí, dentro de sí) el decoro de muchos donde hay muchos sin decoro. Y, en los países libres del mundo, sus políticos e intelectuales demuestren su solidaridad con la Isla maldecida más allá de las palabras de buena voluntad de quienes, sin poder de acción, también llevan en sí el decoro martiano referido.
Los pocos sobrevivientes de mi generación es casi seguro que, desafortunadamente, no veamos nunca el “cuándo” indagado, secuestrado por un “cómo” inasible más allá de los sueños. Nos esperan, con sus piedras, lápidas y mármoles afligidos, tumbas incómodas, como es toda sepultura en suelo extranjero. Nuestros sueños, sin embargo, habrán de permanecer insepultos. Hasta que, invirtiéndose los términos del título de la famosa obra de Calderón de la Barca, para todos los cubanos el sueño sea, finalmente, vida. Y por siempre.
Eduardo Lolo a los 9 años (mayo de 1958), sentado en la Fuente de la Covadonga, en el Cerro.
También te puede interesar
-
El Taiger: entre el dolor de una pérdida y la manipulación de su legado
-
MEDITACIONES SOBRE LA HISTORIA Y SU PECULIAR INTIMIDAD
-
Cabaret Voltaire: una heterotopía para existencialistas de variedades
-
Nota de Prensa: Revista «Anuario Histórico Cubano-Americano», No. 8, 2024
-
NOTAS AL MARGEN: EN EL CENTENARIO DEL MAYOR NARRADOR CHECO