Antonio Benítez Rojo, su versión de la Virgen de la Caridad del Cobre en «La isla que se repite».

NOTA PRELIMINAR

Lo que presentamos a continuación es la recreación fiel del pensamiento de Benítez Rojo sobre la compleja hibridez que da forma a la aparición de la Virgen de la Caridad del Cobre. Este pasaje, tomado del capítulo inicial de La isla que se repite, (Ediciones del Norte, 1989) no es solo un fragmento más; es una ventana al pensamiento de un autor que, en su audaz ensayo novelado, busca encender la chispa del intelecto a través de los sinuosos caminos de la entropía y la cibernética en su meta-archipelago caribeño. En estas líneas, la fe se entrelaza con la teoría, creando un diálogo entre lo divino y lo caótico, donde la historia misma parece fundirse en un ciclo sin fin. En fin, a «su ritmo», a «su cierta menera»…

Angel Callejas de Velázquez

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Por Antonio Benítez Rojo

Paginas XVI_XXI. «Tomemos como ejemplo una expresión sincrética ya investigada, digamos, el culto de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Si analizáramos este culto —y habría que pretender que no se ha hecho antes—, llegaríamos necesariamente a una fecha (1605) y a un lugar (El Cobre, cerca de Santiago de Cuba); esto es, al marco espacio-temporal donde el culto empieza a articularse sobre la base de tres significantes: uno de procedencia aborigen (la deidad taína Atabey o Atabex), otro oriundo de Europa (la Virgen de Illescas) y, finalmente, otro venido de África (Ochún, un oricha yoruba).

Para muchos antropólogos, la historia de este culto empezaría o terminaría aquí, y por supuesto darían razones de peso para explicar esta violenta reducción de la cadena de significantes. Dirían, quizá, que los pueblos que habitan hoy las Antillas son «nuevos» y, por lo tanto, su situación anterior, su tradición de ser «de cierta manera», no debe contar; dirían que, al desaparecer el aborigen antillano durante el primer siglo de la colonización, estas islas quedaron desconectadas de las máquinas indoamericanas, proveyendo así un espacio «nuevo» para que mujeres y hombres «nuevos», procedentes de Europa, África y Asia, crearan una sociedad «nueva» y, con ella, una cultura «nueva», que ya no puede tomarse como prolongación de aquellas que portaban los migrantes al llegar.

Se trata, evidentemente, de un enfoque estructuralista, sistémico si se quiere, puesto que lo que ha creado la población «nueva» en las Antillas es, ni más ni menos, que toda una familia de «nuevos» sistemas, la cultura siendo uno de ellos. Así, la Virgen de la Caridad del Cobre resultaría ser exclusivamente cubana, y en tanto patrona de Cuba aparecería en una suerte de panoplia junto con la bandera, el escudo, las estatuas de los próceres, el mapa de la isla, las palmas reales y el himno nacional; sería, en resumen, un atributo de la religión civil de la patria cubana y de nada más.

Bien, comparto este enfoque sistémico, aunque solo dentro de la perspectiva que ofrece una primera lectura, en la cual —ya se sabe— el lector se lee a sí mismo. Pero sucede que luego de varias lecturas a fondo de la Virgen y de su culto, es posible que un lector cubano resulte seducido por los materiales que ha estado leyendo y disminuya la dosis de nacionalismo que proyectaba sobre la Virgen. Esto sucederá solo en el caso de que su ego abandone por un instante el deseo de sentirse únicamente cubano, sentimiento que le ofrece el espejismo de un lugar seguro a la sombra de la nacionalidad y que lo conecta a la tierra y a los padres de la patria.

Si esta momentánea oscilación llegara a ocurrir, el lector dejaría de inscribirse en el espacio de lo cubano y se aventuraría por los caminos del caos sin límites que propicia toda relectura avanzada. Así las cosas, tendría que saltar fuera de la Cuba estadista y estadística en pos de los errabundos significantes que informan el culto de la Virgen de la Caridad del Cobre. Por un momento, solo por un momento, la Virgen y el lector dejarán de ser cubanos.

La primera sorpresa o perplejidad que nos depara el tríptico supersincrético que forman Atabey, Nuestra Señora y Ochún es que no es original sino originario. En efecto, Atabey, la deidad taína, es un objeto sincrético en sí mismo, uno de cuyos significantes nos remite a otro significante bastante imprevisto: Orehu, Madre de las Aguas entre los arahuacos de la Guayana. Este viaje de la significación resulta apasionante por más de una razón. En primer lugar, implica la grandiosa epopeya arahuaca: la partida de la cuenca amazónica, la ascensión del Orinoco, la llegada a la costa caribeña, el poblamiento minucioso del arco antillano hasta llegar a Cuba, el encuentro aún oscuro con los mayas de Yucatán, el juego ritual de la pelota de resina, la conexión «otra» entre ambas masas subcontinentales (tal fue la olvidada hazaña de este pueblo).

En segundo lugar, implica también a la no menos grandiosa epopeya de los caribes: las islas arahuacas como objeto de deseo caribe, la construcción de las largas canoas, los aprestos bélicos, las incursiones a las islas más próximas a la costa —Trinidad, Tobago, Margarita—, el rapto de las hembras y los festines de victoria; luego la etapa de las invasiones territorializadoras —Granada, St. Vincent, St. Lucia, Martinica, Dominica, Guadalupe—, las matanzas de arahuacos, el glorioso canibalismo ritual de hombres y palabras: caribana, caribe, carib, calib, canib, caníbal, Calibán; y finalmente el Mar de los Caribes, desde la Guayana a las Islas Vírgenes, el mar que aisló a los arahuacos (taínos) que habitaban las Grandes Antillas, que cortó su conexión física con la costa suramericana pero no la continuidad del flujo de la cultura, el flujo de significantes que atravesó la barrera espacio-temporal caribe para seguir uniendo a Cuba con las cuencas del Orinoco y el Amazonas; Atabey/Orehu, progenitora del Ser Supremo de los taínos, madre de los lagos y ríos taínos, protectora de los flujos femeninos, de los grandes misterios de la sangre que experimenta la mujer, y allá, al otro lado del arco antillano, la Gran Madre de las Aguas, la inmediatez del matriarcado, los inicios de la agricultura de la yuca, la orgía ritual, el incesto, el sacrificio del doncel, la sangre y la tierra.

Hay algo enormemente viejo y poderoso en todo esto, yo lo sé; un vértigo contradictorio que no hay por qué interrumpir, y así llegamos al punto en que la imagen de Nuestra Señora que se venera en El Cobre es, también, un objeto sincrético. Generado por dos estampas distintas de la Virgen María que fueron a parar a las manos de los caciques de Cueiba y de Macaca para ser adoradas a la vez como Atabey y Nuestra Señora. Imagínese por un instante la perplejidad de ambos caciques cuando vieron, por primera vez, lo que ningún taíno había visto antes: la imagen a color de la Madre del Ser Supremo, la sola progenitora de Yucahu Bagua Maórocoti, que ahora resultaba, además, la madre del dios de aquellos hombres barbudos y color de yuca, a quienes protegía de muertes, enfermedades y heridas.

Ave María, aprendieron a decir estos indios cuando adoraban a su Atabey, que una vez había sido Orehu y, más atrás aún, la Gran Madre Arauaca. Ave María, diría seguramente Francisco Sánchez de Moya, un capitán español del siglo XVI, cuando recibió del rey el nombramiento y la orden de trasladarse a Cuba para hacer fundiciones de cobre. Ave María, repetiría cuando envolvía entre sus camisas la imagen de Nuestra Señora de Illescas, de la cual era devoto, para que lo guardara de tempestades y naufragios en la azarosa Carrera de Indias. Ave María, volvería a decir el día que la colocó en el altar de la solitaria ermita de Santiago del Prado, apenas un caserío de indios y negros que trabajaban en las minas de cobre. Pero esa imagen, la de la Virgen de Illescas llevada a Cuba por el buen capitán, tenía tras de sí una larga historia y era también un objeto sincrético. La cadena de significantes nos hace viajar desde el Renacimiento hasta el Medievo. Nos conduce a Bizancio, la única, la magnífica, donde, entre herejías y paganismos de toda suerte, se constituyó el culto de la Virgen María (culto no previsto por los Doctores de la Iglesia Romana). Allí, en Bizancio, entre el esplendor de sus iconos y mosaicos, la representación de la Virgen y el Niño sería raptada por algún caballero cruzado voraz, o adquirida por algún mercader de reliquias, o copiada por la pupila de un piadoso peregrino. En todo caso, el sospechoso culto de la Virgen María se infiltró subrepticiamente en Europa. Claro que, por sí solo, no hubiera llegado muy lejos, pero esto ocurrió en el siglo XII, la época legendaria de los trovadores y del «fin amour», cuando la mujer dejaba de ser la sucia y maldita Eva, seductora de Adán y cómplice de la Serpiente, para lavarse, perfumarse y vestirse suntuosamente según el rango de su nuevo aspecto: el de Señora. Entonces, el culto de Nuestra Señora corrió como el fuego en la pólvora, y un buen día llegó a Illescas, a unas millas de Toledo.

Ave María, decían en alta voz los negros esclavos de las minas de cobre de Santiago del Prado, y enseguida, en un susurro, sin que ningún blanco los escuchara, murmuraban: Ochún Yeyé. Porque aquella imagen milagrosa del altar era, para ellos, uno de los orishas más populares del panteón yoruba: Ochún Yeyé Moró, la prostituta perfumada; Ochún Kayodé, la alegre bailadora; Ochún Añá, la que ama los tambores; Ochún Akuara, la que prepara filtros de amor; Ochún Edé, la dama elegante; Ochún Fumike, la que concede hijos a las mujeres estériles; Ochún Funke, la que lo sabe todo; Ochún Kollé-Kollé, la temible hechicera. Ochún, en tanto objeto sincrético, es tan vertiginosa como su baile voluptuoso de pañuelos dorados. Tradicionalmente es la Señora de los Ríos, pero algunos de sus avatares la relacionan con las bahías y las orillas del mar. Sus posesiones más preciadas son el ámbar, el coral y los metales amarillos; su alimento predilecto es la miel, la calabaza y los dulces que llevan huevos. A veces se muestra gentil y auxiliadora, sobre todo en asuntos de amor y de mujeres; otras veces se manifiesta como una entidad insensible, caprichosa, voluble, y, en ocasiones, puede llegar a ser malvada y traicionera. En estos oscuros avatares también la vemos como una vieja hechicera que se alimenta de carroña y como el orisha de la muerte.

Este múltiple aspecto de Ochún nos hace pensar en las contradicciones de Afrodita. Tanto una diosa como la otra son, a la vez, luminosas y oscuras; reinan en un espacio donde coinciden el placer y la muerte, el amor y el odio, la voluptuosidad y la traición. Ambas diosas son de origen acuático y moran en las espumas de los flujos marinos, fluviales y vaginales; ambas seducen a dioses y a hombres, y ambas patrocinan los afeites y la prostitución. Las correspondencias entre el panteón griego y el panteón yoruba han sido señaladas, pero no han sido explicadas. ¿Cómo explicar, para poner otro ejemplo, el insólito paralelismo entre Hermes y Eleguá? Ambos son deidades viajeras, los «mensajeros de los dioses», los «guardianes de las puertas», los «señores de los umbrales»; ambos son adorados en forma de piedras fálicas y protegen los caminos, las encrucijadas y el comercio. Ambos auspician los inicios de cualquier gestión, movilizan los trámites y son los únicos que pueden atravesar los espacios terribles que median entre el Ser Supremo y los dioses, entre los dioses y los muertos, entre los muertos y los vivos. Finalmente, ambos se manifiestan como niños traviesos y mentirosos, como ancianos lujuriosos y tramposos, y como hombres que portan un cayado y descansan el peso del cuerpo en un solo pie; ambos son los «dadores del discurso» y rigen sobre la palabra, los misterios, las transmutaciones, los procesos y los cambios; ambos son alfa y omega de las cosas. Por eso, ciertas ceremonias yorubas se abren y se cierran con el baile de Eleguá.

Entre África y Afrodita hay algo más que la raíz griega que une a ambos nombres; hay un flujo de espuma marina que conecta, «de cierta manera», por entre la turbulencia del caos, dos civilizaciones doblemente apartadas por la geografía y la historia. El culto de la Virgen de la Caridad del Cobre puede ser leído como un culto cubano, pero también puede ser releído —una lectura no niega la otra— como un texto del meta-archipiélago, una cita o confluencia de flujos marinos que conecta el Níger con el Misisipi, el Mar de la China con el Orinoco, el Partenón con un despacho de frituras en una callejuela de Paramaribo.

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