Por Waldo González López
La pregunta que titula esta crónica me quitaría el sueño la noche del domingo 13. Y no era para menos, pues tras disfrutar un filme y, a punto de irnos a dormir, Mayra del Carmen me preguntó, trasmitiéndome su asombro: ¿¡Oíste esa noticia!? Sí, yo también la había oído, pero no interiorizado. Mas, ahora si no me cabía duda: ¡Había muerto Mario Vargas Llosa!, uno de mis más admirados narradores del Boom, junto a Guillermo Cabrera Infante, quien conformara la trilogía de los mejores narradores posmodernos cubanos, con Reinaldo Arenas y Severo Sarduy.
Como en un filme, pasaron por mi mente títulos, páginas y escenas de algunas de sus valiosas novelas llevadas al cine y la TV: El jaguar, La ciudad y los perros, La fiesta y del chivo, La tía Julia y el escribidor, Los cachorros y Pantaleón y las visitadoras, como otros dos que evoqué por su humor: La tía Julia y el escribidor y Los cuadernos de Don Rigoberto y aun otras, tal la atrayente El Paraíso en la otra esquina, por el vínculo del pintor Paul Gauguin con su abuela Flora Tristán, y la última publicada por el peruano: Le dedico mi silencio ―excelente homenaje a la música de su patria compartida con otro grande: el poeta César Vallejo―, no pocas de las cuales adquiriría en la cada año esperada Feria del Libro de Miami.
Luego, recordaría una de sus clásicas novelas, que me revelara el brillante empleo de su muy particular técnica: Conversación en la catedral (facilitada por mi entrañable coterráneo tunero fallecido años atrás: Guillermo Vidal, excelente narrador y el más fiel discípulo del maestro peruano en Cuba), una extraordinaria por su contenido, su casi perfecta arquitectura, su barroquismo, como por su combinación de planos temporales, espaciales y de conciencia que la convertirían, desde su edición en 1966, en una obra maestra de la narrativa contemporánea.
En fin, por tanto y por todo, desde aquellos años de mi descubrimiento de su fascinante narrativa, devendría ―como para tantos de distintos ámbitos, gustos y generaciones― uno de los autores de culto de este cronista, como lo serían los peculiares Guillermo Cabrera Infante, Alejo Carpentier, Onelio Jorge Cardoso y Félix Pita Rodríguez, quien ―tal escribí años atrás―, antes de que los muy reconocidos autores del Boom (dato ignorado por muchos ¿especialistas?), ya en los ’40s, crearía su mítico espacio: San Abul de Montecallado ―título a la vez de su homónimo volumen publicado en el México de 1945―, tal después harían, con sus simbólicas comunidades, el uruguayo Juan Carlos Onetti y su emblemática Santa María, el mexicano Juan Rulfo (Comala) y Gabriel García Márquez (Macondo), guiados por el lúcido precursor William Faulkner y su condado Yoknapatawpha.
Sin embargo, el primer sueño del peruano sería devenir dramaturgo, pues desde sus años escolares crearía piezas escénicas, Así, escribiría una decena de obras, entre otras: La chunga (1986) o Kathie y el hipopótamo (1983).
Un curioso detalle es que incursionaría en la actuación en varias de sus piezas, como Odiseo, Penélope y en la adaptación de Las mil y una noches junto a su amiga, la relevante actriz española Aitana Sánchez Gijón.
Mas, a pesar de tal amor a la escena, la narrativa se llevaría las palmas. De ahí que disfrutara este cronista, asimismo, otros libros suyos, porque en ellos mostrara su impar talento y dedicación por entero a las letras, en este caso a su propia narrativa, como aconteciera en Historia secreta de una novela (Fabula Tusquets Editores, Barcelona, con tres ediciones: 1971, 2001 y 2008), donde, al contar cómo gestara La casa verde, entregaría al lector este atrayente relato donde corrobora su autenticidad como «narrador de fondo» (v.g. Allan Sillitoe), mezclando ficción y realidad, autobiografía y auto invención.
Sin embargo, el libro que evidenciara su igualmente maestría crítica sería La verdad de las mentiras (Alfaguara, Madrid, 2002), cuya segunda edición reuniría un conjunto de 36 ensayos dedicados a novelas y relatos aparecidos en el pasado siglo, nómina inapreciable, pues, insólito haz, en él reúne valoraciones que evidencian el valioso oficio crítico de Vargas Llosa.
Entre otros autores y obras decisivas, figuran: Thomas Mann (La muerte en Venecia), James Joyce (Dublinenses), John Dos Passos (Manhattan Transfer), Virginia Woolf (La señora Dalloway), Hermann Hesse (El lobo estepario), William Faulkner (Santuario), Elias Canetti (Auto de fe), Albert Camus (El extranjero), Alberto Moravia (La romana), Ernest Hemingway (El viejo y el mar y París era una fiesta), Vladimir Nabokov (Lolita), Giuseppe Tomasi de Lampedusa (El Gatopardo), Boris Pasternak (El doctor Zhivago)… A este invaluable volumen este cronista le dedicaría una de sus Notas al margen, publicada en Ego de Kaska, como muchos de sus comentarios sobre literatura.
Amante de la literatura francesa (cuya lengua estudiaría temprano), seis años más tarde, publicará su extenso e intenso volumen-estudio La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary (Alfaguara, Biblioteca Mario Vargas Llosa, 2008), sobre quien fuera su maestro mayor, en cuyo Prólogo confiesa que la clásica narración de las letras francesas «cambió mi vida [pues] me descubrió a Flaubert, que ha sido uno de mis maestros y mis autores de cabecera desde entonces y de alguna manera difícil de explicar me ayudó a descubrir qué clase de escritor aspiraba a ser».
Tanto en su introducción homónima, otro ensayo de valía, como en el final: «La literatura y la vida», Vargas Llosa ofrece asertos-aciertos que se adaptan a cualquier lector inteligente, escritor o no, en tanto constituyen rasgos de su honda praxis como invariable lector y ejemplar autor que al cronista le evocan sus propios años de aprendizaje con sendos escritores, como el cubano Félix Pita Rodríguez y el español Herminio Almendros, con quienes tuvo conversaciones definitorias para el escritor en ciernes de aquel joven que hoy es este casi octogenario.
En fin, tanto podría escribir sobre uno de los mayores narradores de nuestro tiempo (quien mereciera los ms significativos lauros, entre ellos ser el único hispanoamericano en integrar la Academia Francesa), pero tantos han dedicado justos homenajes, que prefiero concluir estas Notas al Margen.