Por Spartacus

La noche ancha (Ediciones Trea, 2010), de José Ramón González-Regueral, no se ajusta a ninguna de las formas tradicionales de la escritura narrativa. No es novela, no es crónica de guerra, no es autobiografía, ni relato largo, ni siquiera puede considerarse estrictamente periodismo, a pesar de que su autor se haya formado como periodista. El libro escapa de los géneros porque los atraviesa a todos. No es una suma de partes, sino una escritura que respira por sí misma: literatura orgánica.
Y si a esa condición de hibridez se le quiere llamar “escritura del exilio”, que así sea. Pero lo esencial no está en la etiqueta, sino en el latido interior que mueve la pluma: la visión herida, el desgarramiento íntimo con que el autor enfrenta el mundo. Porque La noche ancha no busca representar, sino encarnar. No relata lo vivido: lo revive desde una conciencia quebrada, lúcida y al mismo tiempo entregada al vértigo.
El gallego Regueral –como se hace llamar el autor– construye en este libro una metáfora de su propio estar en el mundo: la noche ancha no es un título descriptivo, sino una imagen radical. Una imagen de amplitud oscura, de soledad compartida, de inmensidad interior. Es la noche de los exiliados, sí, pero también de los que han sobrevivido a sus propias creencias. Es el paisaje mental de alguien que ha transitado tres guerras –la española, la Segunda Guerra Mundial, y la Revolución Cubana de 1959– y ha salido de todas ellas no con la victoria, sino con la sospecha.
Heidegger escribió que el mundo es tan ancho como el tiempo que fluye en él. En esa misma clave ontológica, Regueral retoma el símbolo de la noche no como clausura, sino como posibilidad: como lugar de tránsito y de tanteo. En uno de los pasajes más reveladores del libro, confiesa: “Era la noche del mundo, donde me estaba colocando de rondón, buscando a tientas los codos de millones de compañeros…”. La frase contiene una desesperada esperanza: aún en la oscuridad, hay cuerpos, hay otros, hay rozamientos humanos. La noche no es el fin, sino el umbral.
Pero La noche ancha no es una obra optimista. Es un texto suicida, no por su desesperación, sino por su lucidez. No porque declare el deseo de morir, sino porque reconoce que ha dejado de creer. El autor dice: “Yo no me suicidé aquel año porque no pude convencer a nadie de la conveniencia de un suicidio europeo…”. Y esa ironía punzante revela su verdad: el libro entero es un testimonio suspendido entre el impulso de negación y el acto de escritura. La palabra, entonces, funciona como último refugio, como resistencia final al nihilismo.
La guerra, para Regueral, no es un episodio más de su biografía: es su condición interior. No la narra con nostalgia ni con épica, sino con la extrañeza del que ha estado demasiado cerca del abismo. La guerra es su pedagogía dionisíaca, su rito de paso, su metáfora vital. En ella se formó no como combatiente, sino como ser pensante enfrentado a la desmesura de la historia. De ahí que La noche ancha no sea un libro testimonial en el sentido clásico. Lo que allí se encuentra no es el registro de hechos, sino la tentativa de una verdad subjetiva, encarnada, por momentos alucinada.
Lo que distingue al texto no es su estructura –que no tiene una convencional–, sino su ritmo interior: la forma en que se desliza entre escenas, evocaciones, pensamientos fragmentarios y pulsiones existenciales. Hay en todo el libro una tensión constante entre la claridad narrativa y el delirio metafísico. Entre la memoria histórica y la experiencia de lo irrepresentable. Es un libro que no pide comprensión, sino atención. Que no busca consenso, sino resonancia.
Y en el fondo, lo que vibra en estas páginas es una pregunta que nunca se formula del todo, pero que se insinúa en cada frase: ¿cómo vivir después del derrumbe? ¿Cómo sostener una subjetividad cuando las grandes ideas –la revolución, la justicia, la historia– se han mostrado como máscaras del desencanto? La respuesta que da Regueral no es conceptual, sino estética. La noche ancha es su manera de no caer. Su forma de escribir contra el vacío. De abrazar la contradicción sin reducirla.
Es cierto que en algunos momentos, el tono se torna burlón, incluso grotesco. Pero esa burla no viene del desprecio, sino de una inteligencia que ya no puede creer en las promesas solemnes. Regueral se ríe de la historia porque la ha vivido. Y porque sabe que los grandes relatos, tarde o temprano, terminan en el desengaño.
De ahí que La noche ancha sea, también, una broma colosal. Pero una broma literaria. Una forma de arte que no busca el chiste fácil, sino la ironía última: la de haber creído, la de haber luchado, la de haber amado la revolución, y terminar escribiendo sobre su fracaso como quien cuenta un sueño. No para olvidar, sino para entender.
Este libro, entonces, no pretende dejar un mensaje, ni ofrecer un modelo de lectura. Lo que ofrece es algo más raro: una experiencia de pensamiento. Una forma de habitar la escritura como un campo de batalla. Como una guerra más –quizá la más importante–: la guerra entre el yo y el mundo, entre el recuerdo y el olvido, entre la vida que fue y la vida que todavía no se ha vivido.
La noche ancha no concluye. Se suspende. Se dilata como la noche misma que nombra. Y en esa dilatación, el lector queda implicado, no como espectador, sino como cómplice. Porque todo lo que se narra aquí es también lo que se calla. Lo que se escribe es lo que no se pudo decir en otro momento. Y lo que se lee, si se lee de verdad, es el murmullo de un alma que no se resigna, aun cuando ya ha dejado de creer.
José Ramón González-Regueral, ese gallego aventurero a lo dionisíaco, dejó en este libro algo más que una crónica de guerras o una reflexión sobre el exilio. Dejó una constelación de sentido para quienes aún creen que la literatura puede ser un acto de resistencia. Y una forma de vida.