La función del historiador es dar muerte a la cultura secular.
Si el lector de este libro espera de sus páginas una disquisición estoica sobre la muerte, sobre el más allá y la vida verdadera, ha errado el camino desde el principio. Todo creador, que es un hombre de signo cariñoso, ve al final de su vida la clausura de su obra, y se creerá oportuno haber arribado a la meta sintiéndose prevenido de admitir, resignadamente, que la muerte aparente del pensar está lista para él.
Como esta no es una expresión (la muerte aparente) del cansancio, sino más bien de luz y dulzura otoñal, (en cada ocasión la obra en sí y su madurez suscita satisfacción en el autor) la muerte en este libro aparece como categoría socio-histórica (ontológica).
La muerte aparece como límite histórico. El hiato, la abertura y el ritmo de la vida se vuelven más lento hasta el punto de concentrarse y deslizarse como si fuese miel, incluso con largas pausas, la creencia en larga pausa. En este sentido, la muerte y el límite se convierten en recursos conceptuales y teóricos de la ciencia histórica para periodizar viejas y nuevas épocas.
Toda obra historiográfica es una obra, llamémosla así, de muertería o de regla muertera, para usar un término del espiritismo cubano. En mi pueblo natal, en Guantánamo, cada limite final de un fenómeno cultural era invocado por los difuntos a través de una voz material. En los Cuadernos negros del nazi Heidegger se lee una frase similar: toda obra histórica es una obra de carácter tanatológica. La función del historiador es dar muerte a los sucesos de la cultura. Como se logra, no estoy suficientemente calificado para ello.
Pero algunos atisbos son presumibles cuando aceptamos la provocación del límite: la zona entre la extinción de una estructura social y el nacimiento de otra, permite que la cultura se rejuvenezca y se actualice. ¿Cuántas muertes categoriales ha sufrido la cultura cubana? ¿Por qué el castrismo no sufre una muerte histórica final?