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Hemingway: sexo, alcohol, escritura y escopetazo en la boca

Por Armando de Armas

Ernest Hemingway, como Carlos Montenegro y Lino Novás Calvo, estuvo en el matadero de la Guerra Civil Española de 1936 y, también como ellos, salió marcado del mencionado matadero. Hemingway, como Montenegro y Novás Calvo, no nació en Cuba pero allá se fue a residir y a escribir durante veinte años y, más que todo, mantuvo siempre una relación especial con la isla. Claro, mientras que los españoles se cubanizaron el norteamericano apenas sería alguien, alguien importante desde luego, que se avecindó en los alrededores de La Habana, al punto que uno de los pocos amigos isleños (isleño por adopción) del enloquecido escritor estadounidense sería precisamente Novás Calvo.

Aunque quizás eso de que pasó por la isla apenas como un turista (Pasarás por mi vida sin saber que pasaste, al decir del poeta isleño José Angel Buesa), pudiera no ser enteramente cierto o, al menos, esto es lo que se desprende de sus propias palabras para la televisión cubana, desde su Finca Vigía en San Francisco de Paula, durante una entrevista que concediera al conocerse la noticia de que era el acreedor del Premio Nobel de Literatura de 1954, entrevista en que el autor asegura estar sumamente alegre de ser el primer cubano en obtener el galardón de la Academia Sueca y, más adelante, al inquirir el periodista por la probable influencia de la isla sobre su escritura, el estadounidense señala sin titubear que esta ha sido fundamental para tratar de comprender el mar, que el mar ha sido la gran influencia en su vida y en su obra y, sobre todo, el mar de la costa norte de la isla que describe en El viejo y el mar, 1952, y se refiere específicamente al paisaje y a las personas de la localidad costera de Cojímar donde dice que hay gente tan noble, y más, que las que narra en esa novela que le vale el Nobel.

Hemingway llega a declarar que, en resumidas cuentas, Cojímar es su patria.

Es sintomático también que Hemingway entregara la medalla del Nobel a la venerada Patrona de Cuba, la Virgen de la Caridad del Cobre, en su basílica de Santiago de Cuba donde aún se conserva. Dijo entonces el escritor que lo hacía en reconocimiento al pueblo cubano, inspirador de su obra El viejo y el mar que lo había llevado a la cumbre vía Estocolmo. Quizá lo hiciera efectivamente por los motivos que declaró públicamente pero, pudo haberlo hecho también en cumplimiento de una promesa hecha a la virgen isleña si ésta intercedía para que se le otorgara el más alto premio literario; lo cual vendría a apuntalar la idea de su relación con Cuba como algo que iba más allá de lo efímero y fenoménico para situarse, entrar en los inasibles predios de lo emocional y espiritual. Acá la cosa se pone peliaguda pues si el estadounidense de paso era devoto de la Caridad del Cobre, máxima expresión de la religiosidad en la isla, el español aplatanado total, sobre cuya cubanidad no caben dudas, Lino Novás Calvo, no era devoto de la Caridad, ni siquiera de Santa Bárbara, otro epítome del tráfago con lo numinoso allá en la isla, sino de Santa Diphna, una divinidad pagana de la época del imperio romano; patrona nada menos que de los neuróticos.

Por otro lado, habría que decir que el español de Hemingway era tan bueno, es decir tan malo, como lo era el español de Alejo Carpentier, ese escritor suizo de origen francés, nacido en 1904 en la localidad de Lausanne, y no en La Habana como a él le gustaba hacer creer, y cuya cubanidad pocos se han atrevido a poner en dudas.

Y es que Hemingway, nacido 1899 en Oak Park, Illinois, viene a relacionarse con la isla, con algunos allá en la isla, hasta desde las antípodas. Así, en un artículo anterior, donde se anticipaba el presente, aventurábamos que entre Hemingway y el escritor cubano Reinalo Arenas había, más allá de las diferencias evidentes, y de las semejanzas evidentes (las del último acto y las de la pluma y la página como premisa primera) una comunión en la manera de enfrentar la existencia, en la perenne pelea, en la perenne huida de algo o de alguien hacia cualquier parte, en el ofrendar y ofender de las vísceras como materia prima literaria y, sobre todo, en la manera de asumir el sexo (¿En la manera de asumir el sexo, está usted seguro o está usted borracho?, preguntarían azorados al articulista lo mismo Arenas que Hemingway).

Pues, argumentábamos entonces, en el desenfreno por amar varones de Arenas probablemente no había más que el inconfeso deseo de manifestar su varonía, de ser varón total; mientras que en el desenfreno por amar féminas de Hemingway probablemente no había más que el inconfeso deseo de manifestar su feminidad, de ser fémina total. Había, quizá, mucho de femenino en Hemingway. Había, quizá, mucho de masculino en Arenas. Ambos demasiado inconformes, rebeldes con el rol, la vida que les tocó en suerte. Ambos disfrutaron, Hemingway más que Arenas, de los placeres en la isla, pero terminan escapando, no ya de la isla, sino de la vida vía el suicidio cometido en el mismo país norteño, que era el de Hemingway y terminó siendo, a su pesar, el de Arenas. Arenas en Nueva York, Hemingway en Ketchum, Idaho. Arenas por asfixia, Hemingway por disparo de escopeta calibre 12 en el cielo de la boca. Hemingway ya tiene museo en La Habana, Arenas tendrá un día museo en La Habana. Ambas almas permanecen penando, lo jura gente de crédito, por las calles y recovecos de La Habana.

Bueno, no será como para darle la ciudadanía isleña al autor estadounidense, pero lo cierto es que éste aventaja en su relación esencial con la isla a muchos cubanos de nacimiento. Bueno, tampoco será como para declarar a Hemingway homosexual honorario, aunque se ha argumentado con amplitud sobre su ambivalencia en ese sentido; ambivalencia que, aseguran algunos, ocultaría detrás un desmedido horror al afeminado, horror al pájaro diría la escritora isleña Ena Lucía Portela, que lo habría llevado a hacerse con unos héroes literarios que serán viriles, violentos, bebedores, cazadores de leones y otras alimañas, y, además, de mujeres. Por otra parte su biógrafo, Kenneth Lynn, ha insistido sobre el conflicto interno que supuestamente viviría el escritor, debatido entre la búsqueda de la virilidad exenta de toda mácula de hembra y, paradojalmente, su deseo de asumir una cierta pasividad femenina.

El autor de Por quién doblan las campanas, 1940, escribe en su diario en 1948: “Ella (su esposa Mary) siempre ha querido ser un chico… Le encanta que interprete el papel de amiga íntima suya y eso me gusta… Me ha encantado descubrir cómo abraza Mary… totalmente diferente a lo que establecen las normas. La noche del 19 de diciembre nos ocupamos en ello y jamás fui tan feliz”. En su novela El jardín del Edén, 2004, publicada muchos años después del escopetazo que se diera en la boca en 1961, pero escrita en tiempos de El viejo y el mar, aborda la problemática del amor y de la creación artística a través de un enrevesado triángulo amoroso entre el protagonista, David Bourne, su mujer Catherine y una joven que la propia Catherine coloca en el camino de su marido.

Por otro lado, el escritor dejó sentado en alguno de sus escritos su preferencia por el disfrute de la homosexualidad entre mujeres y su desprecio por la homosexualidad entre hombres; a la que definiría como sucia sexualidad. En ese sentido se rumora aún en La Habana, en tono francamente admirativo, que en Finca Vigía Hemingway solía organizar grandes orgías y fiestas como extendidas bacanales en que participarían alguna de sus esposas, Ava Gardner y otras mujeres (entre las que estaría Leopoldina, prostituta cubana que Hemingway literaturiza en su libro Islas en el Golfo, 1970) que nadaban desnudas en la piscina aderezadas en alcohol, amándose entre ellas para a su vez ser amadas, poseídas por el endemoniado escritor. Lo cierto es que por esa tendencia al disfrute del desempeño homosexual femenino no se podría definir al autor de Adiós a las armas, 1929, como homosexual ni mucho menos; más bien con las dichas prácticas nuestro autor no haría más que encarnar el imaginario de todo macho de mundo. En Cuba reza de antaño el refrán (otra inusitada conexión más del gringo de Oak Park con la isla): No me digas a mí que eres pillo si al menos una vez en tu vida no te has refocilado en los dones del amor entre dos damas.

Y es que con Hemingway pudiera suceder lo mismo que con Gertrudis Gómez de Avellaneda, en el sentido de que siendo como la autora camagüeyana un incorrecto indomable y, como ella, alguien a quien no se le puede rechazar o censurar, debido a la alta nombradía alcanzada, se le quiere entonces por cuenta de muchos autores, académicos y biógrafos en general, atraer hacia la propia bandería, proyectando sobre el objeto de estudio la sombra de sus gustos, inclinaciones y preferencias. No serás de los míos, pero yo te convierto, sobre todo ahora que muerto estás y que de mis sesudas teorías jamás te defenderás. Luego, remedando lo dicho antes por este articulista acerca de la Avellaneda, para arribar a ser hombre absoluto Hemingway tendría que, como en el mandala, acceder a la circularidad, a lo completo, a lo complejo, quiere decir, al otro lado, y ello, por enrevesado que parezca, implica también, y sobre todo, incorporar lo femenino: lo femenino no como faena, sino como mente y, por supuesto, como espíritu. La eterna ley de los opuestos que no sólo se complementan, sino que se sostienen. El árbol que alza sus ramas al cielo, hunde sus raíces en el infierno. Cada sabio con su satán. Cada Cristo con su Anticristo. Cada vida con su muerte. Hemingway, como la Avellaneda, no podía escapar a la profunda paradoja que define a aquellos que sobre su especie se levantan.

Si en Montenegro el sexo se da como una deriva de la violencia carcelaria, en Hemingway la violencia pudiera darse como una deriva de sus desvíos y desvaríos sexuales. Algunos autores han llegado a decir que su último acto, que como ya sabemos fue un acto violento, sería no ya una deriva de sus desvíos y desvaríos sexuales, sino de la disfuncionalidad sexual, del miedo a la disfuncionalidad sexual; o una deriva de la disfuncionalidad escritural, del miedo a la disfuncionalidad escritural. Lo que tratándose de un escritor, más de uno llamado Ernesto, pudiera ser una y la misma cosa, una y la misma disfuncionalidad.

Pero, si en la vida de Montenegro hubo violencia, en la de Hemingway hubo más (aunque hay que decir que le faltó el expediente carcelario, de la violencia carcelaria que tuvo Montenegro en demasía), pues no sólo estuvo en la Guerra Civil Española de 1936, sino que antes estuvo en la Primera Guerra Mundial y después en la Segunda Guerra Mundial.

El 8 de julio de 1918, Hemingway fue herido de gravedad por la metralla de la artillería austriaca y, con las piernas heridas y una rodilla rota, fue capaz de cargarse en los hombros a un soldado italiano para ponerle a salvo, caminando unos 40 metros hasta que se desmayó. Esta heroicidad hizo que el gobierno de Italia lo reconociera con la Medalla de Plata al Valor. Estuvo a punto de perder su pierna de no mediar la intervención de una enfermera, una que terminaría convirtiéndose en su amante. Durante la Segunda Guerra Mundial el escritor anduvo cazando submarinos alemanes en las aguas próximas a Cuba, a bordo de su propio yate Pilar artillado hasta la madre, pero para 1944 se va a Europa como corresponsal de guerra, participa en misiones aéreas de reconocimiento sobre territorio de Alemania y forma parte del desembarco en Normandía, encontrándose entre los primeros soldados que entran a tomar París. Si en 1922 el escritor entraba a París a punta de entrepierna, en 1944 entraba a punta de metralleta. La metralleta como extensión de la entrepierna.

Pero, no todo sería heroísmo en el despeño bélico del escritor pues, en el año 2006, se hizo público lo que Hemingway había relatado de sus experiencias en la guerra a Arthur Mizener, profesor de literatura de la Universidad de Cornell, para el libro ¿Que le ocurrió a la calavera de Schiller?, a quién confesaría: «He hecho el cálculo con mucho cuidado y puedo decir con precisión que he matado a 122 prisioneros alemanes». «Uno de esos alemanes era un joven soldado que intentaba huir en bicicleta y que tenía más o menos la edad de mi hijo Patrick», Patrick había nacido en 1928, de suerte que la víctima germana debía tener 16 o 17 años.

El escritor de París era una fiesta, publicada póstumamente en 1964,  confiesa a Mizener que le disparó al soldado a la espalda con un fusil M1 y que la bala, de calibre 30, le dio en el hígado. Pero no sólo al profesor de Cornell confesaría el escritor su vocación de matarife, pues en una de sus cartas a su última esposa Mary Welsh, en 1944, Hemingway escribió: «Muchos muertos, botín alemán, tantos tiroteos y toda clase de combates» y, más adelante, en una misiva enviada a su editor, Charles Scribner, en agosto de 1949, relata: «Una vez maté a un kraut de los SS particularmente descarado. Cuando le advertí que lo mataría si no abandonaba sus propósitos de fuga, el tipo me respondió: Tú no me matarás. Porque tienes miedo de hacerlo y porque perteneces a una raza de bastardos degenerados. Y además, sería una violación de la Convención de Ginebra. Te equivocas, hermano, le dije. Y disparé tres veces, apuntando a su estómago. Cuando cayó, le disparé a la cabeza. El cerebro le salió por la boca o por la nariz, creo».

Alguno ha dicho o escrito por ahí que si Hemingway no hubiese pasado tanto tiempo matando animales y montando sobre las mujeres, hubiese escrito muchísimo más de lo que escribió. Pero, probablemente sería al revés, probablemente escribió lo que escribió, y lo escribió tan bien, porque anduvo matando animales y montando sobre las mujeres. Sexo, alcohol, caza, aventura, violencia, asesinato a sangre fría, o caliente, paranoia, escritura y escopetazo en la boca, vida y muerte, una vida para una muerte, una muerte para una vida, película para un cierre, cierre a la altura de una película; una de esas donde de inicio sabemos que los dados están cargados para que al final maten, o se mate, ese muchacho con el cual nos hemos encariñado tanto. Nada mal, la verdad, para un escritor de su estirpe, grande entre los grandes, de esos que en la desesperada apuesta por pergeñar la página en blanco se dejan no ya la piel, sino también el alma en los afilados desfiladeros de la existencia. Hoja de vida. La vida como hoja. Hoja manchada en el plomo, la tinta, la sangre y el semen.

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