Por Regino Verde-Costa
Nadie en el pueblo se había atrevido jamás a develar, siquiera por el forro, el misterio de los Cinquefíos —la hembra y el varón—; los buenos tipos, hijos de Agustín Viera, con los ojos azules de la madre, pero no grandes, sino más bien ojuelos de paloma; con la estatura mayor del padre y ese aire resuelto de estar siempre a la defensiva.
Más de la hembra ya no debe hablarse, porque murió sin saberse de qué. Ahora sólo queda el varón, el testigo público e inocente, para contradecir en un punto los perfectos amores progenitales.
¿Que cómo lo digo? Como lo estoy diciendo. Y en el pueblo esto era un escándalo, una soterrada y comprometida evidencia; aquello que denuncia y no denuncia, pero denuncia. Lo que da ganas de murmurar y, sin embargo, se pretende evidenciar apenas, porque no es bueno insistir en ello.
Porque, ¿cómo sería posible? ¿Y hasta dónde lo posible entra aquí, si lo imposible está de por medio, como si se dijera, fuera de todo chance concreto y real? ¡Oh!, si fuera algo obrado por potencias… eso es: por potencias.
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—No lo digas tan alto, mujer, que las paredes oyen —susurró el viejo Policarpo, mientras escupía al polvo bajo el ceibo.
—¿Y qué quieres, que me trague la lengua? Si ya todo el mundo lo sabe… que ese varón, el que queda, no es del todo limpio —le respondió Filomena, agachándose a recoger el cubo del pozo—. Tiene los ojos de la madre, sí, pero no los grandes, no. Ojitos de paloma, como de quien no quiere ver lo que ya vio.
Policarpo la miró con ese gesto que mezcla desprecio y miedo.
—¡Eso es pecado, Filomena! No te metas en líos con potencias. Lo que pasó ahí no fue obra de humanos. Agustín Viera era hombre entero, derecho como un palo de yagrumo seco. Y ella, la mujer, Dios la tenga… —hizo la señal de la cruz—. Pero a veces uno se pregunta.
—¿Te preguntas qué, Poli?
—Que si lo de los Cinquefíos no fue cosa de otro mundo. Porque mira que nadie se atrevía a decir ni pío, pero bastaba con verlos caminar juntos… la hembra y el varón, como si un hilo invisible los amarrara por dentro. Una mirada, un gesto, una risa. Y ella murió sin decir de qué.
—Y él sigue ahí —dijo Filomena, mirando hacia la loma, donde se adivinaba el rancho de tablas viejas—. Con esa cara de no haber roto un plato, pero con el escándalo detrás, como una estela de humo.
—Un testigo inocente, sí. Pero los testigos también saben —sentenció el viejo—. Saben, aunque no digan. Aunque los obliguen a olvidar.
Filomena se persignó.
—¡Ay, Poli! Si fuera cosa de hombres, sería fácil. Pero cuando hay potencias de por medio… ahí ni el cura se mete.
Se hizo un silencio denso. Sólo se oía el crujir del viento en las hojas secas.
—¿Sabes lo que decía mi abuela? —dijo Filomena, rompiendo el silencio—. Que cuando un pueblo calla demasiado, es porque tiene miedo de que el pasado hable.
Policarpo no respondió. Miraba el horizonte con los ojuelos entrecerrados, como si adivinara en las nubes una historia que no quería repetirse.
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—Te juro, Casimira, que si no fuera por Dios, ya yo hubiera hecho una locura.
Ella no levantó la vista del fogón. El olor a arroz quemado llenaba la cocina, pero no era eso lo que asfixiaba el aire, sino la rabia contenida de él, esa que venía macerándose desde hacía años, gota a gota, desde la punta de ese dedo que lo perseguía como una sombra ridícula.
—No hables así, Justo —dijo por fin Casimira—. Que una cosa es pensar y otra hacer.
—¡Pero es que se ríen de mí, Casimira! —explotó él, golpeando la mesa con el puño cerrado—. ¡Ese dedo que me dejaron en la alcaldía como suplente, como burla! ¡Ese maldito dedo supletorio que sale en todas las boletas, aunque yo no esté! ¿Tú sabes lo que es eso? ¿Que me señalen con un dedo que no es mío?
Ella suspiró, se limpió las manos en el delantal y lo miró.
—Yo te conozco, Justo. Lo que tú quieres es hacer lo que viste ayer en la esquina. Esa escena de sangre… —bajó la voz—. Eso que pasó con el primo Eulogio. ¿Te llenó de ideas, eh?
Él bajó la mirada. Sentía el zumbido en los oídos. No por lo que ella decía, sino porque era cierto. Porque la sangre le había parecido, por un instante, una forma legítima de limpiar el honor. Soñaba con una noche oscura, con la mujer dormida, los hijos callados, y él, por fin, descargando el peso de su nombre mancillado en algo irreversible.
—¿Por qué, Casimira? ¿Por qué me ha tocado a mí esta burla, esta marca de fuego en la frente?
Ella caminó hasta él, le tomó la cara entre las manos, firme pero sin ternura.
—Porque no supiste retirarte a tiempo. Porque te creíste más decente que el pueblo. Y el pueblo no perdona eso.
Justo cerró los ojos.
—San Pedro, ¡sácame de este berenjenal!
Pero San Pedro no respondió. Afuera, en la calle, alguien silbaba una guaracha, y el dedo seguía votando, sin él, por él, contra él.
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—Ese viejo está loco, mijo —murmuró Estela, apartando el visillo de la ventana.
—No está loco, mamá —respondió Tomás sin levantar la vista del libro—. Está lleno de guerra.
Don Anselmo, el padre de Estela y abuelo de Tomás, estaba en el patio vociferando otra vez. Blandía el bastón como si fuera un machete y apuntaba con él hacia la verja del vecino Suárez, que acababa de salir a tender su guayabera.
—¡Pacífico! —gritó—. ¡Traidor! ¡Gandul de la Patria!
Suárez saludó con dos dedos y entró sin decir nada. Ya estaba acostumbrado. Cada semana, el viejo se lo recordaba: que él no había ido al monte, que mientras unos peleaban por la libertad, otros vendían plátanos en el mercado.
—¿Y tú crees que eso fue así, Tomás? —preguntó Estela, encendiendo la hornilla—. ¿Que los demás se quedaron sentados mientras él se jugaba la vida?
Tomás cerró el libro y se encogió de hombros.
—Él sí se fue al monte, eso es verdad. Pero eso no lo hace héroe. Ni los demás cobardes. Yo creo que ya ni recuerda bien por qué peleó.
Afuera, Don Anselmo seguía murmurando. A veces hablaba solo, a veces hablaba con los muertos. Los llamaba por sus nombres de guerra: Guerri-Hero, Capitán Sol, Furia. Y despreciaba a todos los que, según él, no tuvieron cojones para agarrar un fusil.
—La guerra no se acaba cuando suena el último tiro —dijo Estela con un suspiro—. Se queda en la lengua. Y se pudre ahí.
Tomás se levantó y fue hasta el patio. Se sentó al lado del abuelo, en el banco de cemento.
—¿Y si no todos querían pelear, abuelo? —le preguntó con respeto.
Don Anselmo lo miró con ojos aguados, como si por un segundo se desarmara.
—Entonces que lo digan. Pero que no se pongan ahora de patriotas. Que no se cuelguen la medalla sin la herida.
Tomás no respondió. Miró al cielo, donde una nube negra se disolvía despacio, como si también ella, por fin, hubiera hecho las paces con el viento.
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—No sé qué me pasa hoy —murmuró Amalia mientras avivaba el anafe para calentar la plancha—. Me gustaría regalar juguetes… muchos juguetes.
Miró por la ventana. La calle estaba vacía, salvo por los hijos de Marta, la vecina, que jugaban con una caja vacía como si fuera una nave espacial. Amalia sonrió. Algo no previsto le templaba el corazón: una ternura repentina, como si una campanita le sonara dentro.
—¿Y eso? ¿Te picó la cigarra? —bromeó Lucía, su hermana, entrando con una bolsa de viandas—. ¿Ahora quieres ser madrina del barrio?
Amalia no respondió. Se quedó un instante mirando el vapor que subía de la plancha, como si allí se dibujara algo que aún no comprendía.
—Es que… no sé, Lucía. A veces siento como si me naciera fuego por dentro, ¿sabes? Me miro al espejo y pienso: si todavía llegara uno, uno de verdad… un hombre, lo que se llama un hombre…
Lucía se quitó los zapatos sin hacer ruido. Había oído esa frase muchas veces, pero esa tarde Amalia la decía diferente. No con desesperanza, sino como quien se da permiso para imaginar.
—Tal vez debiste unirte a uno de esos que te rondaban —dijo Lucía sin crueldad, pero con cierto cansancio—. Hubo unos cuantos, ¿te acuerdas?
Amalia asintió, tocándose el labio sudado. En su mente se abría el hueco de lo que no fue.
—Es que yo creía que un hombre… bueno, uno bueno y entero, arregla cosas. Como el que sabe de cuerpos y almas, de tierra y de cielo. Verdad concreta, Lucía. No hay otra mejor.
La voz de los niños estalló en la calle. Gritaban que habían llegado a Marte.
Fue entonces cuando entró Efraín, el viejo zapatero del solar. Venía por encargo, a recoger una camisa. Pero al verla, se detuvo un segundo.
—Amalia —dijo, torpe, sujetando el sombrero con las dos manos—. Hoy ha salido sol. ¿Lo ha notado?
Ella lo miró, con una dulzura casi nueva.
—Sí, Efraín. Creo que hoy… ha salido el sol.
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Nadie supo nunca cómo hacía, pero lo cierto era que Ismara tenía el don. No era médica ni veterinaria, ni falta que le hacía. Bastaba que un animal sufriera —cojeando, mugiendo, resollando con la lengua afuera— para que ella lo mirara con esos ojos suyos de misa campesina y resolviera el entuerto con sus menjurjes, sus rezos susurrados y un calor de manos que sabía más de amor que de ciencia.
—Esa mujer tiene el corazón partido en cuatro patas —decía un viejo por el barrio—. Si pudiera, curaba hasta los mosquitos.
Y no era exageración. A cualquier hora, en cualquier esquina del día, salía Ismara con su jícara, su pomito de aceite de ricino, sus hojas de yagruma recién machacadas, su raíz de mastuerzo bien hervida. Si la gallina dejaba de poner, si al buey se le entumía una pata, si al perro le lloraban los ojos, allí estaba ella. A veces parecía que su casa no era casa, sino botica, santuario y corral a la vez.
Los niños la miraban con esa mezcla de miedo y fe que da la infancia ante lo inexplicable.
—¿Y si es bruja buena? —preguntaban.
—Bruja no. Es amiga —respondían las madres, deseando tener esa ternura metida en los dedos.
Pero nadie sabía que, por las noches, cuando el monte callaba y el patio se dormía bajo las estrellas, Ismara se sentaba sola en su mecedora, se pasaba la mano por la cara y pensaba en su hijo, el único que no pudo curar. Y entonces se le venía una tristeza lenta, como de mula vieja, como de agua que no vuelve.
Y aun así, al día siguiente, con el primer canto del gallo, salía otra vez al corral, a poner una compresa de barro en la panza de una cerda flaca.
Porque su corazón, el bueno, el que se le había partido por dentro, seguía entero para los que no podían hablar.
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Cada vez que se acercaba el aniversario de la muerte del abuelo Demetrio, a Maité se le revolvían las tripas y el alma. No porque lo odiara —aunque razones tenía—, sino porque el viejo no dejaba de hacerse presente, ni en la tumba.
“Tendrá muchas flores este año; no se va a quejar”, se repetía ella, temblando un poco mientras llenaba el florero con rosas amarillas, que él detestaba en vida.
Demetrio había sido veterano de una guerra ya olvidada, pero en su memoria seguía viva, trincheras adentro. No soportaba a los “pacíficos”, como llamaba con desprecio a quienes no se metían en líos. “¡No quiero ni muertos blandengues en mi familia!”, gritaba incluso desde el más allá, según contaba Tata Rolo, el vecino que juraba haberlo visto maldecir por encima de la cerca de piedra del cementerio.
—No descansa ese hombre, y no va a descansar mientras tú sigas visitando a ese… ese joven tuyo —decía Tata Rolo señalando con la cabeza a Manuel, el novio nuevo de Maité, un muchacho de buenos modales, poeta de domingo y pacifista de corazón.
—¡Sola vayas! —le gritó una vez la voz del muerto, o quizá solo fue el viento rebotando en la lápida.
Esa noche, Maité despertó sobresaltada. Afuera, las lechuzas revoloteaban como si el cementerio les quemara las alas. Sin pensarlo, encendió una vela frente al retrato del abuelo, y le habló al alma del difunto con voz temblorosa:
—No te pido que bendigas mi amor, abuelo… pero al menos no lo maldigas. Que yo también peleo mi guerra, aunque sea con besos.
La vela chispeó, y por un instante, el viento se detuvo.
Al día siguiente, Tata Rolo juró que la sombra del viejo Demetrio se había sentado, en silencio, a contemplar las flores nuevas. Eran amarillas.
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Cuando Maité decidió amar, lo hizo con la fuerza de quien rompe un hechizo.
Llevaba años conteniéndose, mirando de reojo la sombra furibunda de su padre, el veterano, que desde la muerte seguía rondando la casa como un dios menor del resentimiento. Pero aquella tarde, algo se quebró. El cielo se abrió como un fruto maduro y ella, sin pensarlo, se rasgó el vestido frente a Esteban, su enamorado de voz insegura y manos temblonas. El perro ladró. Hubo que amarrarlo.
Una música agreste, como de grillos en celo y viento entre pencas, impregnó el aire. Los dos quedaron desnudos de alma y cuerpo. El espacio que los separaba desapareció como desaparecen los miedos cuando por fin se dice la verdad.
Esteban, con un suspiro entre mojigato y osado, le susurró al oído:
—Lo que nos hace falta, Maité, es no separarnos jamás. ¿Quieres tú?
Ella no respondió de inmediato. Miró al cielo, como buscando un dictamen superior. Y fue entonces que la abuela, Dulce María, que estaba en su silla junto al limonero, cerró los ojos y murmuró para sí:
—Tómalo, Maité. Es tu bienquerer.
Esa frase cruzó el aire como un relámpago sereno. Maité la sintió en la piel, como una verdad tibia que emergía de una vieja cicatriz, invisible pero presente. Una que, sin saberlo, había heredado de generaciones de mujeres que nunca pudieron decir que sí.
Desde entonces, la casa ya no volvió a crujir por las noches. Ni siquiera la sombra del veterano volvió a gruñir por las rendijas. El perro se dejó acariciar. Y la música del monte se quedó flotando, como una bendición agreste y pagana.
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Fue un impulso, casi un gesto instintivo: Dominga apretó al gallo contra su pecho, y al mismo tiempo, acercó al niño que dormía sobre su regazo. No supo si fue el calor del animal, el olor a plumas viejas o la respiración pausada del pequeño lo que le provocó aquella dicha profunda, una mezcla de alegría y abandono, como si el mundo entero —con sus deudas, su cansancio y su hambre— se deshiciera por un instante.
Las monedas que guardaba en el delantal se soltaron, rodaron como astros pequeños por el piso de tierra y quedaron allí, brillando sin orden.
Y entonces, sin prisa ni razón aparente, el gallo empezó a picotearlas una a una, como si las estuviera bendiciendo o reclamando. Lo hizo con una calma ritual, ajeno a todo, trazando sobre cada moneda una ceremonia incomprensible.
Dominga no se movió. Observaba. El niño seguía dormido. Y por primera vez en mucho tiempo, no sintió apuro ni angustia. Como si el gallo —con su sabiduría antigua— le estuviera diciendo que todo estaba bien. Que ese momento, simple y sin testigos, era suficiente.
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Cuando Maité se quitó el vestido, no fue por impulso, ni por deseo. Fue por certeza. Certeza de que su padre, aún desde la tumba, no podía ya dictarle el curso del cuerpo ni del alma. La figura espectral del viejo guerrillero, siempre maldiciendo a los pacíficos y a los hombres sin honra, flotó un instante en su mente como un espanto, pero ella lo espantó como se espanta el humo.
Amarró al perro, ese que no dejaba de ladrar cada vez que Casildo se acercaba. El animal olfateaba la tensión, quizás también la promesa.
Casildo, medio mojigato, medio atrevido, con las manos torpes pero la voz firme, murmuró:
—Lo que nos hace falta, Maité, es no separarnos jamás. ¿Quieres tú?
Ella no respondió de inmediato. Volteó a ver a Petra, la vieja criada, que desde el umbral del bohío, con los brazos cruzados, la miraba sin juicio, sin asombro, como quien ve repetirse por enésima vez un mito rural.
—¿Es legítimo este querer? —se preguntó Maité—. ¿Es cristiano?
Y entonces lo sintió, como un murmullo de viento entre los árboles:
Tómalo. Es tu bienquerer, Maité.
Una música agreste parecía brotar del campo. Petra cerró la puerta despacio, el perro se echó rendido, y la escena quedó envuelta en aromas de tierra caliente y azucenas salvajes.
Y en el centro, Maité, sin ropa, sin miedo, supo que la felicidad —aunque secreta, aunque nacida de una cicatriz antigua— también era suya.