«El mundo aproximado», de Orlando Fondevila

Por KuKalambe

Una noche cualquiera, en casa de Armando de Armas, tropecé con Orlando Fondevila. Tres exiliados, una mesa, y la conversación cargada de pólvora. Fondevila no hablaba, transmutaba. Su palabra, más que un acto de comunicación, era una ofrenda, fidelidad salvaje a su modo de percibir. No había retórica, había ritual. Aquella noche, entre vinos y fantasmas, me entregó su libro El mundo aproximado (Aduana Vieja, 2011). No fue dedicatoria, fue comunión.

Desde entonces, leerlo ha sido escuchar a alguien que habla dormido, pero no en sueños, en pesadillas compartidas. Fondevila no escribe para representar a Cuba ni para negociar con la nostalgia. No quiere participar del mercado de lo cubano. Es un renegado de las etiquetas. Su voz se escapa del archivo y se instala en el subsuelo. Su poesía no reclama, no denuncia, no ilustra, sangra. Y ese sangramiento —privado, íntimo— se convierte en la única verdad posible.

Me escribió en la pagina del libro: «Para Ángel Velázquez, intelectual de veras, y espero que amigo…». La palabra amigo pesa más que cualquier distinción. Por eso, El mundo aproximado no lo leo como crítico, sino como aliado en la trinchera. Es un libro que no enseña ni alumbra, sino que tiembla. Y en ese temblor, encuentra una forma de decir lo que ya nadie quiere oír.

Fondevila no canta a la patria, canta desde su cadáver. La isla, en su voz, no es geografía ni símbolo: es un estado febril. No hay paisaje, hay grietas. No hay héroes, hay cicatrices. Sus versos no evocan, estremecen. Y cuando dice «paraíso», «sagrado», «amor», no lo hace con nostalgia ni fe, sino con el pudor de quien escarba en una tumba sin nombre.

Todo en él se opone al espectáculo. Sus palabras no piden atención, la rehúyen. Escribe como quien ara con las uñas un muro caído. No busca consagración, busca restos. Su poesía no está compuesta, está colapsada. No articula un mensaje, entrega escombros. Y sin embargo, en esa entrega hay belleza: la belleza rota de lo irrecuperable.

No sé si él lo sabe, pero El mundo aproximado no es un libro de poemas. Es un sitio. Una caverna emocional donde las palabras son fósiles de una civilización perdida. Allí no hay historia, hay trauma. No hay bandera, hay huella. Fondevila no testimonia: sobrevive. Y su supervivencia no es biológica, es lírica.

Martí, ese viejo taumaturgo, nos dejó una ética del decir. Fondevila, en cambio, opera desde la intemperie. Sin techo, sin patria, sin misión. Apenas con el deseo de nombrar lo que duele. Y lo hace con dignidad —esa palabra en desuso. Sin pose. Sin redención. Con una decencia que no se declama, se respira.

Por eso El mundo aproximado no es una «aproximación» a lo cubano, es una zona de ruinas desde donde aún se emite un sonido. No un canto: un temblor. Una frecuencia baja que sólo perciben quienes han sido desfondados. El poema clave no es consagración, es arqueología emocional:

Lloré aquel día
en que técnicas manos me forzaron
a conocer la helada luz humedecida
de mi primer enero
y se estremecieron
los sillares hoscos y en capullo
desde ya soldados al derrumb

Ese «enero» es el big bang del exilio. No marca una fecha, marca un trauma. El comienzo de la caída, la iniciación en la pérdida. Fondevila entiende que el exilio no empieza al huir del país, sino al ser marcado por su lengua. Y esa marca no cicatriza, arde en cada verso.

Por eso este libro es también un código ético. No explica ni encarna una cultura, sino que la interroga desde su ruina. En un tiempo donde la poesía quiere ser trending topic, Fondevila ofrece un refugio sin puertas. Uno entra, se corta, y sale distinto. No porque se haya entendido algo, sino porque algo dentro se ha deshecho.

Y es desde ese deshacimiento donde Fondevila canta. Con voz áspera. Con ternura malherida. Con un pudor antiguo que no necesita testigos, pero aún así se deja leer. No hay maquillaje. No hay estrategia. Sólo la voluntad de sostenerse sobre la nada y decir, con la boca rajada: esto fue real.

Y mientras alguien lo lea, lo será.

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