Por Carlos Manuel Estefanía
Cuba, esa isla donde el mar se mezcla con la historia y el dolor, ha sido testigo de una relación tan compleja como ambigua entre la Iglesia Católica y el poder autoritario de orientación marxista-leninista. Desde los días en que la dictadura de Fulgencio Batista se tambaleaba ante la insurgencia armada, hasta la noche oscura en que Oswaldo Payá cerró los ojos para siempre —en circunstancias que muchos siguen considerando sospechosas—, la Iglesia ha oscilado entre la resistencia y la convivencia, entre la denuncia profética y el silencio prudente.
Un comienzo esperanzador y confuso
Durante la etapa de lucha contra Batista, muchos católicos comprometidos se sumaron con entusiasmo a la causa insurreccional. No eran marxistas ni seguidores de Fidel, sino creyentes convencidos de que la justicia social era un mandato evangélico. En los colegios católicos y en los púlpitos, no pocos sacerdotes denunciaban los atropellos del régimen. Algunos incluso marchaban junto a los estudiantes o abrían las puertas de sus templos a perseguidos políticos.
Pero aquella luna de miel fue breve. Tras el triunfo de 1959, el nuevo poder comenzó a mostrar su verdadero rostro: un proyecto autoritario que no tardó en declararse abiertamente marxista-leninista. El espacio para la disidencia, incluida la religiosa, empezó a cerrarse. Se confiscaron escuelas católicas, se expulsaron órdenes religiosas, y muchos sacerdotes fueron estigmatizados como contrarrevolucionarios.
La Iglesia en retirada
El castrismo entendió pronto que la Iglesia representaba un poder paralelo, una fuente de lealtad distinta a la que exigía el nuevo Estado totalitario. A diferencia de otros movimientos de izquierda que supieron dialogar con sectores eclesiásticos, Fidel Castro eligió el enfrentamiento directo. El ateísmo se convirtió en política oficial, y el Partido Comunista en la única fe tolerada.
Frente a esta embestida, la Iglesia se replegó. Sin sus escuelas, bajo vigilancia constante y con sus filas infiltradas, optó en muchos casos por una actitud de espera. Fue un tiempo de catacumbas, en el que algunos miembros del clero adoptaron una postura prudente, a veces temerosa. No obstante, también surgieron voces solitarias que acompañaron discretamente a los perseguidos y mantuvieron viva la llama del Evangelio.
Adaptación y ambigüedad
Con el paso del tiempo, y sin posibilidad de enfrentar directamente al régimen, la jerarquía católica fue optando por una estrategia de diálogo. A medida que la represión se institucionalizaba y las esperanzas de cambio se diluían, la Iglesia buscó sobrevivir negociando su espacio dentro del sistema.
La década de los noventa marcó un punto de inflexión. La crisis del Período Especial obligó al régimen a abrirse, al menos simbólicamente, a ciertas formas de religiosidad. Fue entonces cuando el discurso oficial dejó de ser abiertamente hostil y permitió cierta rehabilitación de la Iglesia. Pero esta apertura no fue inocua: trajo consigo una Iglesia más tolerada, sí, pero también más silenciosa. Una Iglesia que, a cambio de mantener sus templos abiertos, sacrificó en parte su voz profética. La prudencia se transformó en complicidad, al menos pasiva, con un sistema que seguía negando las libertades fundamentales.
El desafío de Payá
Frente a esta Iglesia institucional, replegada o acomodada, emergió la figura de Oswaldo Payá. Laico, católico convencido y fundador del Movimiento Cristiano Liberación, Payá encarnó una fe que no se limitaba al templo, sino que aspiraba a transformar la sociedad desde la raíz.
Con el Proyecto Varela, promovió reformas democráticas al amparo de la propia Constitución cubana. Recogió miles de firmas y desafió al régimen sin violencia, con un discurso de reconciliación y justicia. En una nación donde cualquier gesto de autonomía se paga con el ostracismo, la vigilancia o la cárcel, su propuesta fue un acto de valentía descomunal.
El régimen respondió como era de esperar: con silencio, desprecio y manipulación. Pero lo más doloroso fue el distanciamiento de sectores de la propia Iglesia, temerosos de poner en peligro sus frágiles acuerdos con el Estado. Payá murió en 2012 en un accidente automovilístico que dejó más preguntas que respuestas. Con él se apagó una de las pocas luces encendidas entre la fe y la libertad.
Un balance doloroso
La historia de la Iglesia Católica en Cuba no es la de una heroína incorruptible ni la de una traidora sin conciencia. Es la historia de una institución que ha oscilado entre su vocación profética y su instinto de supervivencia. En su seno conviven mártires discretos y pastores acomodaticios, obispos valientes y silencios ensordecedores.
Pero lo más preocupante no es el pasado, sino el presente. El régimen cubano actual, heredero del autoritarismo fundacional, ha encontrado en esta Iglesia una interlocutora dócil, que rara vez alza la voz y que, en ocasiones, contribuye a legitimar el statu quo. Mientras cientos de jóvenes son detenidos por manifestarse pacíficamente, mientras los calabozos se llenan de disidentes, la Iglesia apenas murmura.
En este sentido, el drama cubano es también un drama eclesial. Porque una Iglesia que no incomoda al poder pierde su sabor; y una fe que no se arriesga por la verdad corre el riesgo de convertirse en costumbre vacía.
Epílogo abierto
Hoy, mientras la sociedad cubana permanece atrapada entre la represión y la desesperanza, se vuelve urgente el surgimiento de nuevos liderazgos morales, cívicos y espirituales, capaces de estar a la altura del legado de figuras como Oswaldo Payá. Hombres y mujeres dispuestos a tender puentes entre la fe y la libertad, entre la justicia y la reconciliación.
Si la Iglesia Católica aspira a recuperar su papel histórico, debe asumir con valentía y claridad el compromiso de caminar junto a su pueblo, sin ambigüedades ni silencios cómplices. No basta con administrar sacramentos; su misión exige sembrar esperanza, formar conciencias libres y proclamar la verdad, incluso cuando esta incomoda al poder.
En esta encrucijada, resuena con más fuerza que nunca el pensamiento del padre Félix Varela, pionero del independentismo cubano y maestro de generaciones: “No hay patria sin virtud, ni virtud con impiedad.” Una sentencia que sigue siendo faro para quienes, desde la fe, sueñan con una Cuba libre, justa y verdaderamente humana.
La relación entre catolicismo y socialismo en Cuba sigue siendo una herida abierta. No todo está dicho, ni todo está perdido. Quizá el legado de Payá, la memoria de tantos creyentes silenciados y el coraje de nuevas generaciones de católicos puedan reanimar una Iglesia más cercana al pueblo que al poder, y en comunión con sus contemporáneos de otras sensibilidades, contribuir a construir esa Cuba que Payá profetizó.
Para alcanzarla, será necesario, entre otras cosas, que la Iglesia no tema mancharse con el barro de la historia, que se atreva a caminar junto a los que sufren, como lo hizo en Polonia, hoy lo hace en Nicaragua y si Dios quiere, también lo hará en Cuba mañana.–
”La vida es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan”
Redacción de Cuba Nuestra
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