Por El Coloso de Rodas

Si hemos de conceder algún crédito a las advertencias de Edmund Husserl —en particular a las vertidas en su obra tardía La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental— no podemos eludir el juicio severo que el pensador alemán lanza sobre los cimientos epistémicos de la modernidad. A su juicio, la razón europea —orgullo y motor de una civilización que se glorificó en su propio progreso— se halla corroída por una escisión profunda entre el pensamiento abstracto y la vida concreta. Pero más allá del horizonte que Husserl examina con mirada crepuscular, su crítica se ofrece como espejo que nos interroga desde otro ángulo: el de nuestra propia circunstancia —la cubana—, donde ese mismo modo de pensar, aunque muchas veces asumido sin conciencia crítica, ha echado raíces.
Si seguimos el hilo que Husserl tiende desde la desesperación hacia la claridad, podríamos sostener que los cubanos, como sujetos inscritos en una historia colonizada por narrativas ajenas y por instituciones que replican el gesto objetivante de Occidente, hemos heredado también dos taras narrativas fundamentales. No se trata de simples carencias cognitivas —sean estas biológicas, constitucionales o fruto de una neotenia cultural que prolonga nuestra adolescencia epistémica—, sino de huellas ontológicas que modelan nuestra forma de concebir el mundo, de narrarlo y de repetirnos en él como actores de un drama que no escribimos.
Estas taras operan como estructuras previas a la experiencia, como marcos invisibles que determinan lo decible y lo pensable. No es fácil desmontarlas, pues están tejidas con los hilos más finos de nuestra subjetividad. En Cuba, donde la ideología se ha erigido por décadas como sucedáneo del pensamiento, y donde el relato revolucionario ha operado como mito fundacional y máquina de repetición, tales taras adquieren un espesor aún más denso. El objetivismo que Husserl denuncia —ese que convierte al mundo en una colección de objetos manipulables y a la subjetividad en residuo sin valor gnoseológico— no se manifiesta entre nosotros como herencia académica, sino como forma de vida, como institucionalización del desencanto y fetichización de la palabra.
Ya en el crepúsculo de su vida, Husserl no clama por una simple reforma técnica de las ciencias; su gesto apunta hacia un retorno radical al mundo de la vida. Su denuncia del “objetivismo patológico” es también una elegía por el olvido del sujeto viviente, por el eclipse de la conciencia intencional como fuente originaria del sentido. Y, en ese gesto, lo que se juega no es solo una crítica epistemológica, sino un lamento por Europa, por su extravío moral y por la disolución de su alma en la maquinaria sin rostro del progreso.
Desde esa altura, el sociologismo aparece como una caricatura de la inteligencia, una tentativa burocrática de explicar el mundo mediante reducciones estructurales o estadísticas que, lejos de ofrecer sentido, lo disuelven. En lugar de conjurar la crisis de la razón, la profundiza: reemplaza la experiencia por la categoría, la comprensión por la explicación, el sentido por el dato. En su afán por representarlo todo, el sociologismo termina anulando el mundo que pretendía comprender. Así, la ciencia europea se transmuta en discurso hueco, en técnica sin alma, en racionalidad autista, incapaz ya de rozar la carne palpitante de lo real.
Este diagnóstico, si bien formulado desde las entrañas de la cultura europea, bien podría aplicarse —con las mediaciones necesarias— al caso cubano, aunque no al caso de la alta cultura, esa que Mañach vislumbró como defensa espiritual frente al empobrecimiento generalizado. ¿No hemos sido también nosotros víctimas de una razón que nos ha despojado del espesor de nuestra vivencia inmediata? ¿No hemos entregado nuestra historia personal y colectiva a los brazos rígidos de una racionalidad planificadora, a un discurso totalizante que clausura toda apertura al fenómeno? ¿No hemos sustituido la experiencia por el eslogan, la conciencia por la consigna?
La lectura de Husserl no sólo permite identificar los síntomas de una crisis que es tanto intelectual como civilizatoria, sino que nos convoca a un gesto más radical, o sea, retornar al sujeto, a la vivencia, al sentido encarnado. Acaso sea ese el comienzo posible de un proceso doloroso, pero necesario, de desaprendizaje de nuestras taras narrativas; el inicio de una recuperación del mundo, secuestrado por la abstracción, y de un pensar que brote —por fin— desde la vida y para la vida.
En los años finales de su existencia, Husserl se entregó con una lucidez casi febril a la tarea de desenmascarar el drama mayor de la cultura europea: la escisión entre el saber científico y el mundo de la vida (Lebenswelt). Esta fractura, más que un simple desfase entre teoría y praxis, constituía para él una catástrofe espiritual, un derrumbe silencioso del horizonte de sentido que había sustentado la vocación filosófica desde los albores griegos. No se trataba ya de una crisis dentro del saber, sino de una fisura en la autocomprensión misma del hombre occidental, que había extraviado aquello que funda y justifica todo conocimiento: la experiencia vivida, situada, encarnada.
Ese resultado, expuesto con dureza en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, no es el lamento de un filósofo derrotado por el siglo, sino el intento último de restaurar una continuidad quebrada entre la razón y la vida. Husserl no se limita a denunciar la hipertrofia de la objetividad científica o el vaciamiento de sentido de las instituciones modernas. Su mirada se dirige al corazón mismo de la racionalidad moderna, que al absolutizar la objetividad, engendró una razón técnica, instrumental, desarraigada del suelo originario del significado. La ciencia, celebrada como apoteosis del espíritu humano, deviene así, paradójicamente, en instrumento de enajenación, al convertir el mundo en objeto de cálculo y al relegar al sujeto cognoscente a la sombra.
Consciente de este extravío, Husserl concibe su labor final como una terapéutica para la cultura. Si la razón ha enfermado, es porque ha olvidado su linaje, porque ha sofocado la pregunta por el sentido bajo el estruendo de sus propios éxitos técnicos. En esta clave, la fenomenología no es sólo método, sino destino, es decir, tarea civilizatoria que busca reconducir la razón a su origen, a la experiencia subjetiva que confiere sentido a todo lo que es. No se trata de abandonar el ideal de claridad y pureza ni la universalidad, sino de reencontrarlas en la subjetividad trascendental, en ese terreno preconceptual donde el mundo se constituye como mundo para nosotros.
Desde una perspectiva más abierta, se advierte que la crisis a la que alude Husserl no es una mera coyuntura del pensamiento europeo, sino la manifestación de un desgaste más hondo en los fundamentos que lo sostienen. La cultura moderna, lejos de moverse con equilibrio, ha oscilado —con una intensidad que a veces roza lo trágico— entre dos polos igualmente reductores: el objetivismo fisicalista y el subjetivismo trascendental. El primero, heredero directo del espíritu positivista, impone una imagen del mundo como totalidad clausurada y mensurable, donde la subjetividad aparece como una anomalía estadística, una sombra molesta en el reino del dato. Lo que escapa a la medida es simplemente descartado, y el sujeto, en este marco, se diluye como residuo de procesos fisicoquímicos. La conciencia, la ética, la historia, el arte mismo: todo se pliega bajo el peso inapelable de lo cuantificable.
El segundo polo, por contraste, ha querido devolver al sujeto su centralidad. Sin embargo, al hacerlo, incurre a menudo en un exceso inverso: transforma el mundo en un juego de representaciones sin suelo firme, donde todo lo exterior corre el riesgo de evaporarse. El subjetivismo trascendental, en su empeño por subrayar la función constituyente de la conciencia, puede deslizarse hacia un solipsismo elegante, pero profundamente estéril, en el que la realidad no es más que un reflejo de sí misma. Lo que se desvanece aquí no es solamente la objetividad, sino la posibilidad misma del encuentro: el diálogo, el consenso, el mundo compartido.
Ambas posiciones, aunque vestidas con ropajes distintos, padecen de un mismo mal estructural: su ceguera frente a la totalidad de la experiencia. Al consagrar uno de los polos —el objeto o el sujeto— como eje absoluto, terminan por escindir la riqueza de lo real y ofrecer de él apenas una figura mutilada. Cuando estas visiones fragmentarias se erigen en paradigmas, el resultado no es otro que una cultura desorientada: una ciencia sin alma, una subjetividad sin tierra, una civilización que ha perdido la brújula del sentido.
Este doble extravío no ha sido ajeno a espacios como el cubano, donde la modernidad no entró como corriente natural, sino como promesa incompleta, trasplantada, fracturada. En estos contextos, las muletas del objetivismo y del subjetivismo han servido menos para caminar que para sostener construcciones ideológicas ajenas, moldes importados que distorsionan en vez de esclarecer. Pensamos, muchas veces, de espaldas al mundo; atrapados entre un cientificismo tecnocrático que ignora la carne de la vida y un espiritualismo abstracto que flota por encima de ella, sin rozarla siquiera.
Frente a este panorama, la fenomenología husserliana no ofrece redenciones ni consuelos fáciles. Su propuesta es más severa y más noble, ruega por una ética del pensamiento, una vigilancia del sentido, una apertura constante hacia lo que se da antes de que se piense. Volver a las cosas mismas no es un eslogan, sino un gesto de humildad epistemológica. Se trata de recuperar la vida como manantial de sentido, de reconectar el pensar con el vivir, de permitir que el concepto respire la experiencia. Es ese el legado de Husserl, una advertencia que el mundo moderno —absorto en sus dispositivos, en sus fórmulas, en sus clausuras— aún no parece dispuesto a escuchar. Pero si algo queda claro en su obra es que ningún saber será reconstruido sin antes haber reconstruido al sujeto que lo busca.
Si la interpretación aquí propuesta sobre la obra tardía de Edmund Husserl no yerra en sus fundamentos, entonces la clave para afrontar con provecho la escisión entre objetivismo fisicalista y subjetivismo trascendental no reside en una mera renuncia a las herramientas conceptuales heredadas, sino en una reconfiguración estructural de las condiciones mismas del pensamiento. Tal reconfiguración podría describirse —no sin el peso simbólico que arrastra toda metáfora clínica— como una reparación ortopédica del aparato cognoscitivo moderno. No se trata, por tanto, de un giro retórico: la imagen médica responde a la gravedad de una lesión ontológica que ha penetrado hondamente las categorías rectoras de la filosofía occidental, desde aquella fractura inaugural entre res extensa y res cogitans.
Husserl, en su célebre y angustiosa Krisis…, no articula una mera crítica de las ciencias positivistas ni propone un nostálgico regreso a la conciencia pura. Su ambición es más radical: refundar el saber desde las condiciones fenomenológicas de su posibilidad. En ese contexto, el gesto verdaderamente audaz no consiste en desechar las llamadas muletas —esas construcciones epistemológicas que han servido de soporte a la razón moderna—, sino en conferirles una forma más orgánica, más dúctil y adecuada a la travesía por el denso, contradictorio y no pocas veces errático tejido de la vida vivida.
No hay, en su pensamiento, una oposición maniquea entre los enfoques empírico-objetivistas y las derivas subjetivistas o idealistas. Lo que Husserl bosqueja, más bien, es una mediación: la construcción de un archivo de la conciencia. Y no se confunda este archivo con una suerte de depósito pasivo de datos. Lo que aquí se perfila es una topología en constante devenir, un entramado dinámico en el que los objetos intencionales —no como cosas sino como constelaciones de sentido— emergen en función de una experiencia que no se deja reducir ni al empírico dato ni al espejismo mental. El archivo husserliano, así entendido, es un repositorio viviente de significación, donde la subjetividad se revela como vía de acceso a la objetividad, y viceversa.
Tampoco puede concebirse este archivo como sistema cerrado o clausurado. Su vocación no es conservar lo dado, sino organizarlo según la vibración interna de lo vivido. Pensar, desde esta óptica, no es una operación abstracta de codificación sino un acto de archivo viviente, una escritura que se transforma a medida que se inscribe. El sujeto, entonces, no se define por la suma de lo sabido, sino por su apertura activa a reconfigurar ese saber desde su continua exposición a la experiencia.
Cargar con ese archivo de objetos intencionales —más denso que cualquier base de datos— constituye una forma de inmunización filosófica frente a las mutilaciones históricas que han ido enturbiando nuestra comprensión del mundo. Ya no se trata de elegir entre el empirismo lógico y el idealismo trascendental, entre la técnica de la ciencia natural y la introspección de la conciencia; se trata de constituir un tercer espacio, un terreno intermedio donde el pensamiento se sostiene por su propia capacidad de articular lo vivido con lo pensado, lo dado con lo posible, la inmediatez con la distancia crítica.
La diferencia entre un archivo de datos y un archivo de objetos no es trivial ni estilística, es esencial. Aquel no es sino una osamenta muerta, una base que organiza la información desde una exterioridad sin alma; este, en cambio, es una cartografía íntima, un organismo viviente que se expande, afina y transforma conforme el sujeto se vincula con el mundo. Mientras el primero se somete a la lógica instrumental de la técnica, el segundo responde a la lógica fenomenológica del sentido.
De ahí que el verdadero reto de nuestro presente filosófico no sea desmontar los relatos que nos han formado, sino rearticularlos desde una mirada crítica, consciente de sí misma. No se trata de desterrar las narrativas heredadas, sino de hacerlas resonar en una clave nueva, como quien aprende —no sin dolor ni titubeos— a sostenerse sin bastones prestados, a caminar con la memoria y contra la amnesia, hacia una comprensión más justa y encarnada del ser y de su estar-en-el-mundo.
Tal vez, al final, el acto filosófico más radical no consista en el afán por acumular saber, ni en la reiteración teórica de la verdad, sino en el arte de habitar el mundo sin subterfugios, sin máscaras conceptuales que oculten nuestra desnudez. Pensar, entonces, sería sostenerse. Y sostenerse no pese a la incertidumbre, sino con ella; no a pesar de la contradicción, sino desde su corazón. Porque es ahí, en ese temblor que no cesa, donde comienza toda autenticidad.