El «Archivo» de Husserl: la crisis de la ciencia y la última muleta del pensar

Por El Coloso de Rodas

Si hemos de creer a Edmund Husserl, tal como lo expone en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, los seres humanos —y con ellos los cubanos— hemos heredado y cultivado dos taras narrativas que condicionan nuestra forma de pensar. Estas taras, más allá de otras deficiencias estructurales del intelecto, sean de orden constitucional, natural o incluso neoténico, están profundamente arraigadas en nuestra cultura y en nuestros modos de conceptualizar la realidad.

En el ocaso de su vida, Husserl se debatía con la certeza de que la cultura europea de la razón padecía un mal profundo, una enfermedad que había corroído sus cimientos desde dentro. Su diagnóstico del objetivismo patológico no era solo una crítica, sino un lamento por la supremacía de un pensamiento que había desplazado la raíz viva del saber. Para él, el sociologismo no representaba la solución, sino el síntoma exacerbado del mismo padecimiento.

El Husserl tardío se volcó en el abismo que, a sus ojos, se había abierto entre la ciencia y el mundo de la vida. Esta fractura no solo afectaba a la filosofía, sino que ponía en entredicho toda la estructura del pensamiento europeo. No se trataba de una crisis circunstancial ni de un simple desajuste epistemológico, sino de una enfermedad profunda gestada en el corazón mismo de la racionalidad occidental. Con lúcida desesperanza, intentó describir este mal en su obra La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, donde, además de diagnosticar el problema, esbozó las posibles vías de tratamiento desde su propia perspectiva.

Consciente de que sus esfuerzos por elevar la filosofía al rango de ciencia estricta no habían logrado sanar las grietas en la estructura del conocimiento, Husserl dedicó sus últimos años a una tarea que bien podría describirse como la de un médico de la cultura. Si la razón estaba enferma, si su desarrollo la había conducido a una peligrosa abstracción que la alejaba del suelo firme de la experiencia y de la vida concreta, resultaba imperativo no solo comprender los síntomas de este extravío, sino también buscar los medios para restaurar el vínculo perdido con la existencia vivida.

A lo largo de los siglos, en el proceso de intentar comprender el mundo, hemos adoptado dos posturas erróneas y limitantes: por un lado, el objetivismo fisicalista, heredero del positivismo, que reduce la realidad a un conjunto de hechos medibles y cuantificables, eliminando cualquier dimensión subjetiva o trascendental; por otro, el subjetivismo trascendental —un cierto buenismo contemporáneo— que, al enfocarse en la conciencia y en la experiencia interna, pierde de vista las estructuras materiales que sustentan la existencia.

Ambas posturas constituyen equívocos fundamentales en nuestra aproximación a la realidad. No solo deforman nuestra percepción del mundo, sino que generan un conflicto irresoluble cuando se confunden o se intentan mezclar sin mediación crítica. El objetivismo fisicalista impone un reduccionismo extremo, donde todo fenómeno debe explicarse en términos puramente científicos y empíricos, relegando el pensamiento filosófico y ético a un segundo plano. El subjetivismo trascendental, en cambio, disuelve la realidad material en un océano de interpretaciones y relativismos que desdibujan cualquier pretensión de objetividad.

Aquí emerge una paradoja digna de reflexión: cuando se confunde uno con el otro, el pensante se enreda en una existencia inauténtica, atrapado entre dos polos irreconciliables. Peor aún, si el subjetivismo trascendental no reconoce que arrastramos una vida irreparable basada en estas dos muletas, nos vemos condenados a una oscilación perpetua entre la ilusión de lo tangible y la ilusión de lo puramente conceptual.

Si mi lectura de Husserl no es errada, la clave está en una reparación ortopédica del pensamiento. No se trata de abandonar por completo ninguna de estas muletas, pero sí de sustituirlas por algo más funcional, más adecuado para navegar en el mundo de la vida. Husserl sugiere que la solución reside en la construcción de un archivo, no como un simple depósito de datos, sino como un repertorio estructurado de objetos en la conciencia que permita una aproximación más equilibrada y fundamentada a la realidad.

Este archivo no es un sistema rígido de conceptos preestablecidos ni un cúmulo de información acumulada de manera pasiva. Es una herramienta epistemológica dinámica, en constante crecimiento, que se expande, retroalimenta y depura a medida que el pensante avanza en su comprensión del mundo. Pensar, en este sentido, ya no consiste en aferrarse a bases dogmáticas, sino en convertirse en el archivero más riguroso de su propia conciencia.

Cargar con un archivo de objetos en la conciencia implica inmunizarse contra las contingencias del pensamiento, contra los obstáculos históricos que han limitado nuestra capacidad de comprensión. En lugar de encadenarnos a dicotomías simplistas —materialismo versus idealismo, empirismo versus racionalismo—, la propuesta husserliana nos invita a un pensamiento más dinámico, donde la reflexión se nutre de la experiencia y viceversa.

La ironía es evidente y significativa: existe una diferencia sustancial entre la muleta de un archivo de datos y la muleta de un archivo de objetos. La primera es un depósito inerte de información; la segunda, una herramienta viva, un andamiaje flexible que sostiene el pensamiento sin sofocarlo.

El desafío, entonces, no es solo reconocer nuestras taras narrativas, sino construir una alternativa que nos permita caminar sin depender de muletas defectuosas. Tal vez, al final del camino, descubramos que el verdadero acto filosófico no es acumular conocimiento, sino aprender a sostenerse sin artificios en el mundo de la vida.

Total Page Visits: 840 - Today Page Visits: 2