Por Negro Fino
En el Barrio Norte de Guantánamo vivió una mujer que no era exactamente de este mundo. Se llamaba Vitorina, pero nadie la nombraba así. En boca del barrio entero era Vitorina la Muertera, como si al bautizarla nuevamente con ese epíteto se reconociera la verdad de su naturaleza. La mujer de los muertos. La que hablaba con ellos como quien habla con el vecino del frente.
Era menuda, morena como el cacao seco, de ojos hundidos que parecían espiarte desde otra dimensión, y una voz con filo, como si cada palabra pasara por un cuchillo antes de salir. Nadie sabía con certeza su edad. Podía tener cincuenta o ciento veinte años. A veces parecía recién llegada de una guerra ancestral. Otras veces, más vieja que el primer ceibo sembrado en la sabana. Lo cierto era que vivía sola, aunque no sola, porque los que la rodeaban no se veían. Eran los suyos. Su cuadrilla de difuntos.
Su casa estaba en Calixto García, entre 4 y 5 Norte, en un pequeño solar que había sido parte del latifundio de lo invisible. Un territorio fundado no con escrituras ni registros, sino con machetes, tablas, promesas y rezos. El barrio había sido levantado a fuerza de brazos venidos del otro mar, haitianos de Cabo Haitiano, jamaiquinos de Port Antonio, bahameses de Freeport. Todos atraídos por el llamado del azúcar, ese dios blanco que en los años treinta regía los designios de Oriente. Ellos llegaron con sus lenguas quebradas, sus loas, sus loas, sus loas: tres veces nombradas, tres veces santificadas, tres veces ocultas. Trajeron los tambores, los pañuelos, las hierbas, los muertos. Y en ese barrio, aunque la caña se fue secando con los años, lo que no murió fue el alma del rito, el murmullo de los ancestros, el fervor de los invisibles.
La casa de Vitorina era, como decían las viejas, una estación de cruce. Allí no se entraba por cortesía ni por chisme: se entraba porque había una deuda, un miedo, un peso o una sospecha. Porque los sueños ya no dejaban dormir o porque los gallos morían sin razón. Al traspasar el umbral de zinc, el olor a tabaco viejo, aguardiente de caña y cera de vela te envolvía como un soplo de cementerio caliente. En el centro, elevado como un trono invertido, se alzaba el altar de los muertos, dos bancos renegridos lo flanqueaban como centinelas de palo, y sobre el suelo de cemento, la cruz de carbón marcaba el lugar exacto donde lo visible debía detenerse.
Allí estaban los vasos de agua siempre pulidos como espejos, las flores marchitas que nunca se cambiaban, pero tampoco morían del todo, las fotos descoloridas que miraban sin ver, los pañuelos de colores cruzados, los huesos envueltos en tela de cuadros que nadie osaba preguntar de dónde venían. Un Cristo de yeso, quebrado en la mano derecha, colgaba como dormido más que crucificado, y decían que cuando había tormenta abría un ojo de yeso y miraba fijo hacia la puerta. Nadie quiso confirmar el hecho. En esa casa los hechos no se confirmaban: se temían.
Desde antes de que cantaran los gallos —y en ese barrio los gallos cantaban como si también supieran de fantasmas—, ya había gente esperando afuera. Mujeres con niños con fiebre inexplicable, hombres con mirada ida, policías vestidos de civil, camioneros, obreros de los astilleros, y también doctores con bata blanca que se quitaban antes de entrar. Todos sabían que a veces la ciencia se quedaba sin lengua, y era entonces cuando hablaban los muertos. “Aquí no se viene a hablar mucho”, decía Vitorina con voz de estatua negra, “aquí el que habla es el muerto”.
Vitorina no era espiritista de mesa blanca ni miembro de sociedad alguna. Su regla era más antigua que los credos, más directa que la doctrina. Era muertera, hija de una genealogía sin escritura, iniciada no por lectura sino por trance. Su madre —que también lo fue— le puso un día un pañuelo blanco en la cabeza y le dijo: “Duerme con un vaso de agua debajo de la cama. Y no digas lo que veas hasta que los muertos te den permiso”. Desde entonces, la niña que fue desapareció, y nació la que habría de escuchar voces.
Su espíritu guía se llamaba Ti Djo. Un muerto inquieto, travieso, con fama de haber sido ladrón en vida y espía después de muerto. Decían que fumaba sin manos, que escupía en el suelo cuando alguien mentía, y que cuando montaba el cuerpo de Vitorina, lo hacía temblar como tambor mal templado. Su voz, al poseerla, se volvía ronca, burlona, antigua. A veces bailaba como si celebrara algo que nadie más sabía; otras veces se quedaba quieto, miraba fijo a una persona del grupo, y la temperatura de la sala bajaba como si alguien hubiera abierto una puerta al fondo de la tierra.
Una vez, una muchacha fue a verla porque se le morían los novios. Tres llevaba enterrados. Ti Djo habló en creole, lengua que solo los viejos de la primera generación podían traducir: “Tú sabes lo que hiciste. A uno lo enterraste con lengua de perro. ¿Quieres amor o venganza?”. La joven huyó, dicen que se fue a vivir a Maisí.
[…] Su espíritu guía se llamaba Ti Djo, un muerto travieso que fumaba sin manos y se reía cuando alguien mentía. Cuando Vitorina lo montaba en trance, su cuerpo temblaba como un tambor mal templado, y su voz se hacía ronca y burlona. A veces Ti Djo bailaba un poco, otras veces se quedaba quieto, mirando a alguien con una fijeza que helaba la sangre. En una ocasión se le oyó decir:
—Moun sa gen lòbèy nan li. Li vin chèche sa li mete.
(«Esa persona tiene podredumbre dentro. Viene a buscar lo que ella misma echó.»)
Y el silencio que siguió fue tan denso que nadie se atrevió a respirar.
Otra frase que Vitorina repetía, incluso fuera de trance, era:
—Si ou pa respekte mò yo, mò yo ap vini pran sa ou pi renmen.
(«Si no respetas a los muertos, los muertos vendrán a quitarte lo que más quieres.»)
Era una advertencia y una ley. En la Regla Muertera, todo se mueve bajo esa premisa, los muertos escuchan, los muertos actúan, los muertos mandan. No hay negociación con ellos, solo obediencia y cuidado. El barrio entero, aunque muchas veces se hacía el escéptico, bajaba la cabeza al pasar frente a su casa. Sabían que Vitorina no jugaba, que cuando decía Moun yo pale, era porque los del más allá habían hablado en serio.
Otra vez, un policía fue a consultarse para lograr un ascenso. El muerto lo mandó a cavar detrás de la comisaría. Allí, según cuentan, encontró una bolsa con huesos de gallo negro, sal y una foto rota. “No te toca lo que robaste”, le dijo Ti Djo antes de marcharse con una risa hueca.
La ley de la Regla Muertera era clara: Si no respetas a los muertos, los muertos vendrán a quitarte lo que más amas. No se trataba de una metáfora. Era una advertencia que podía materializarse en el viento que volteaba una olla, en el perro que se negaba a cruzar el umbral, en la vela que se apagaba sola al nombrar un nombre. En casa de Vitorina, la frontera entre los vivos y los muertos era tan delgada como un velo de muselina mojado.
Pero no todo era castigo. También había cura. También había consuelo, aunque nunca ternura. Vitorina preparaba baños con albahaca cimarrona, escoba amarga, clavo dulce, yema de huevo y palabras que no se repetían en voz alta. Hacía limpiezas con humo de palo santo y resina que ella misma traía de Caimanera. Envolvía cuerpos con tela negra y los hacía dormir bajo el altar para que el muerto se los llevara “pa’ darles vuelta”, como decía ella. Tenía dos cuadernos. Uno, grande, donde anotaba con tinta roja los nombres de los muertos que venían con cada consultante. Otro, pequeño, donde escribía las instrucciones que le daban sus guías espirituales. Ese segundo cuaderno nadie lo tocaba, pero todos lo miraban con reverencia. Decían que una vez alguien intentó copiarlo y le tembló la mano por una semana.
Su fama se extendió más allá de los límites del barrio. Venían de Baracoa, de Moa, incluso de Santiago. Un periodista de la Casa del Caribe la grabó en 1983. Salió pálido, con los ojos vidriosos, y pidió que no se publicara la entrevista. “No hay cinta que aguante esto”, dijo. Joel James, cuentan, mandó a preguntar por ella, pero nunca se atrevió a ir. Vitorina no hablaba con académicos. “Los muertos no tienen diploma —decía—. Tienen hambre.”
Murió en 1998, una noche de tormenta con viento caliente. Nadie supo qué la mató. No hubo enfermedad, ni gritos, ni preparación. Simplemente no despertó. Su casa quedó vacía, pero no deshabitada. Durante meses, nadie se atrevió a cruzar la puerta. Cuando lo hicieron, encontraron los vasos con agua aún llenos, y una vela encendida que nadie recordaba haber puesto. El cuaderno rojo desapareció. El pequeño fue hallado dentro de una caja de zapatos, debajo del altar. Hoy lo guarda una sobrina nieta, que también consulta, aunque no monta. Dice que solo los escucha en sueños, como si los muertos hablaran ahora más bajito.
Aún hoy, en el Barrio Norte, cuando las cosas se complican, cuando un niño no mejora, o una sombra se repite en la misma esquina, alguien dice: “Si Vitorina estuviera viva, esto ya estuviera resuelto”. Y su nombre, que nunca fue de carne, se pronuncia con el respeto que se le debe a una reina de un reino sin cuerpo.
Vitorina no fue curandera ni espiritista, ni siquiera santera. Fue muertera, jefa de su cuadrilla, heredera de un saber que no se aprende, sino que se hereda por ósmosis de sangre y sueño. Fue reina en un trono sin cetro. Y dondequiera que su espíritu repose —si es que reposa—, los muertos la siguen llamando por su nombre verdadero.
Y allí, entre muertos y dioses, en un mes de febrero de 1962, nací yo…