Por El Coloso de Rodas
En un par de ocasiones —como también lo hace con la fenomenología—, Mañach adopta una postura crítica frente al marxismo, especialmente al contraponer su noción de imagen histórica y su concepción de la solidaridad. Esta crítica se manifiesta ya en su primer ensayo, La nación y formación histórica, incluido en el volumen Historia y estilo.
Pocas ideas han ejercido una fascinación tan perdurable —y tan polémica— como aquella que pretende explicar la historia entera de la humanidad a partir de sus condiciones económicas. Articulada con vigor doctrinario por Marx y Engels, esta hipótesis —no sin pretensiones de dogma— postula que lo que acontece en el taller, en el campo y en la fábrica determina lo que acontece en la catedral, en el tribunal y en el poema. Así, lo jurídico, lo político, lo estético y lo moral serían, a fin de cuentas, el eco lejano de esa “base material” donde se fragua la sustancia de la vida.
Es cierto que esta concepción ha tenido la virtud de electrizar el pensamiento histórico, y no menos cierto que ha enardecido las discusiones académicas y revolucionado las aulas. Pero conviene detenerse, como hace el texto que nos ocupa, en el punto donde el entusiasmo comienza a volverse dogma y el dogma, negación. Porque hay algo inquietantemente simplificador en reducir la vida del espíritu a una mera función de la economía.
La noción de base y superestructura no es solo una categoría analítica: es una declaración de fe en el primado de la materia. Las ideas, las religiones, las formas del arte, incluso los anhelos más íntimos del hombre, se interpretarían aquí como reflejos —a veces fieles, a veces invertidos— del modo en que se produce y se reparte el pan. Y sin embargo, ¿puede la historia humana reducirse al movimiento de los granos de trigo, al precio del hierro o a las estadísticas del capital?
No negaremos la fuerza interpretativa de esta mirada. Explica, por ejemplo, por qué la arquitectura gótica habría sido impensable en una plantación azucarera, o por qué el constitucionalismo se marchita donde no hay burguesía. Pero también —y esto es lo que con tino denuncia el texto—, amenaza con desnutrir la condición humana si se la toma como evangelio sin misterio. Porque si todo es economía, ¿qué lugar queda para la libertad, para el error, para la inspiración, para esa chispa inefable que Mañach, con su usual lirismo, llamaría la zona sagrada de la autodeterminación?
La historia, desde esta otra óptica, no es un espejo pasivo del entorno material. Es una imagen activa, imaginada, casi poética, en la que el espíritu humano se debate entre la resistencia del medio y el impulso de su voluntad. No se trata, pues, de una serie de respuestas automáticas ante estructuras objetivas, sino de elecciones, de ensayos, de ilusiones, de fracasos y de gestos.
Aquí se nos plantea una interrogante clásica, que acaso sea también eterna: ¿es la historia un guion determinado por leyes férreas o un escenario abierto a la improvisación y al sobresalto? El texto, con buen juicio, se inclina por lo segundo. Y nos recuerda que aun en los peores engranajes del sistema, el alma humana escapa, se escurre, se enciende —como un relámpago— para romper la mecánica del mundo.
Este debate nos remite, inevitablemente, a la vieja querella entre el determinismo y la libertad, entre el monismo materialista y el dualismo espiritual. Si todo en el hombre es extensión, fuerza y número, entonces no hay margen para la sorpresa. Pero si, como sospechan los sabios y saben los poetas, hay en el hombre una partícula irreductible, una centella de espíritu, entonces la historia no puede escribirse con fórmulas ni predecirse con ecuaciones.
El marxismo más ortodoxo, en su anhelo de cientificidad, buscó hacer de la historia una ciencia tan rigurosa como la física, olvidando que el hombre no es una partícula sino una paradoja. De ahí que la historia real, la que sucede y nos desconcierta, se burle de las leyes, contradiga los modelos y nos ofrezca, de cuando en cuando, milagros.
Como sostiene el texto de Mañach, la visión mecanicista del materialismo histórico ha experimentado una evolución significativa con el tiempo. Pensadores como Croce, Mondolfo y otros que inicialmente simpatizaron con el marxismo, reconocieron que, en su formulación más rígida, el materialismo histórico representaba una exageración. No es que el factor económico carezca de importancia, pues, en muchos casos, es, sin duda, el más crucial; sin embargo, no es el único determinante. La historia humana se configura también a través de los afectos, los narcisismos, los pudores, los orgullos heridos y los sueños desmesurados. Así, la superestructura, lejos de ser un epifenómeno subordinado, en ocasiones se convierte en el motor de la historia.
Esta visión tiene implicaciones políticas de gran envergadura. Si todo cambio social debe esperar a una transformación en la base económica, se deslegitima entonces cualquier lucha cultural, cualquier intento de alterar los valores, los símbolos y las formas de representación. No obstante, si reconocemos que la acción simbólica también tiene el poder de modificar el mundo, que las ideas, los relatos y las imágenes pueden abrir brechas en las estructuras, entonces la política se convierte en un arte de lo posible, no en una mera consecuencia de los determinantes económicos.
Es importante subrayar que esto no implica abrazar un idealismo ingenuo que olvide las condiciones materiales. El texto es claro en este sentido: el espíritu no opera en un vacío, sino que actúa “entre las cosas”, enfrentándose a su resistencia, luchando por construir a pesar de ellas. No obstante, esa aspiración de nobleza, esa voluntad de trascender la inercia, no está determinada por las condiciones materiales en sí mismas. Por ello, el reconocimiento de la autonomía del espíritu no es misticismo, sino una evidente necesidad.
La imagen histórica, entonces, no es un simple reflejo, sino una construcción activa. Es el punto de encuentro entre lo que el espíritu desea y lo que el medio permite. Es en ese espacio tenso entre deseo y límite, entre impulso y cálculo, donde se configura la acción histórica. En ese espacio intermedio, esa zona de fricción, no siempre se impone una ley económica inquebrantable.
El debate entre base y superestructura, entre determinismo y libertad, entre estructura y agencia, no encuentra una solución definitiva. Es, por tanto, un dilema permanente en la teoría social. Sin embargo, puede ofrecer un horizonte ético, el de no renunciar a la complejidad, el de no convertir una verdad parcial en dogma, el de no olvidar que detrás de las estructuras hay rostros, gestos, decisiones y resistencias.
De esta manera, una concepción madura de la historia no puede aceptar ni la rigidez determinista del economicismo, ni el espejismo de un idealismo desencarnado. Ambos extremos fracasan al intentar explicar la complejidad contradictoria de la experiencia humana. Entre el peso de las condiciones materiales y la ligereza intempestiva del deseo, la historia se escribe como un drama y no como una fórmula.
En este drama, la conciencia —ese querer que se sabe a sí mismo— no se limita a registrar pasivamente el mundo que la rodea. Se implica en él, lo interroga y lo disputa. Así, incluso en los momentos de mayor sometimiento, persiste en lo más profundo una voluntad de libertad, aunque solo se exprese como protesta muda o como un sueño imposible. Ninguna estructura económica puede impedir que el ser humano imagine. Y esa imaginación, aunque a veces frustrada, absurda o incluso reaccionaria, también es una forma de resistencia.
El reduccionismo histórico, al relegar la vida espiritual al rango de simple reflejo, ignora esta dimensión creadora. No hay reforma posible sin una imaginación previa, sin una representación del mundo que se desea construir. La utopía —en su sentido más noble— nace en el espíritu, aunque luego se enfrente con las crudas realidades de la existencia. Negarla es clausurar la posibilidad de transformación, es condenar al presente a reproducirse indefinidamente.
Por ello, comprender la historia exige mantener abierto el conflicto entre estructura y agencia, entre necesidad y libertad, entre lo material y lo simbólico. No se trata de negar la existencia de determinaciones, sino de afirmar que ellas no agotan el sentido de lo humano. En su núcleo más profundo, la historia es el relato de un esfuerzo por ser algo más que lo que se nos impone. Y ese esfuerzo no es cuantificable ni reducible a cifras o relaciones de producción; es, más bien, una afirmación del espíritu, que se rehúsa a aceptar la realidad como destino.
La crítica de Mañach, trascendiendo las circunstancias del siglo XX, se mantiene inquietantemente relevante hoy día. Frente a nuevos discursos que, aunque no marxistas, renuevan promesas de redenciones totales, emerge nuevamente la necesidad de la sospecha ensayística. Porque el ensayo, como diría Adorno, es la forma que no petrifica, que no cierra ni clausura el pensamiento. Es la antítesis del programa, es el movimiento de una conciencia que duda, que tantea, que respira. Además, es el espacio en el que la política puede reencontrarse con la ética, donde la historia deja de ser el relato de los vencedores.
Mañach entendía que sin libertad formal no existe libertad real, y que sin dignidad en la expresión, no hay dignidad en la vida. Esta intuición atraviesa Historia y estilo como un hilo tenso: la historia solo se materializa cuando hay un sujeto responsable de ella, no cuando se cumple mecánicamente, como un engranaje ciego. En este punto, Mañach no solo se opone a Roca, sino a todos los dogmatismos, ya sean de derecha o de izquierda, que reducen la vida humana a funciones predeterminadas, a papeles, cifras o destinos fijos.
Releer a Mañach se convierte, entonces, en recuperar un gesto. El gesto de quien escribe contra la corriente, con la única protección del estilo y de la palabra pensada. Este gesto sigue siendo, en la actualidad, una forma de resistencia: una resistencia que no promete utopías, pero que tampoco cede al cinismo. Es una resistencia que aún cree que pensar es un acto de dignidad, y que escribir bien —con precisión, belleza y sentido— puede ser una forma de salvar algo en medio del caos.
El núcleo activo de la conciencia se nos revela como un querer, una aspiración dirigida por la voluntad de satisfacerse a sí misma. La acción del individuo surge gracias a un impulso nervioso y muscular al servicio de una representación mental de las circunstancias. Lo mismo ocurre con el conjunto de actitudes, resoluciones y actos ejecutivos que conforman la acción colectiva. A través de los individuos que participan en ella, el grupo forma una representación común de las condiciones externas y de la medida en que es conveniente y posible actuar sobre ellas.
Esta síntesis mental constituye la imagen histórica de cada momento dado. En ella se fusionan la aspiración y su resistencia; lo que el espíritu desea con lo que el medio consiente. Por un lado, encontramos las nociones abstractas de norma y método, las valoraciones doctrinales, los juicios de interés y de deber, los instintos conservadores o combativos, así como los impulsos derivados de la ambición, la generosidad o el resentimiento. Por otro, la percepción y el cálculo de las resistencias que los medios, tanto físicos como humanos, imponen, ya sea por limitaciones permanentes o por situaciones generadas por la formación espontánea.
Es precisamente la intervención de estos factores objetivos en la imagen histórica lo que ha dado pie a ciertas exageraciones doctrinales de actualidad. Desde hace al menos un siglo, y con particular intensidad en las últimas décadas, asistimos a una verdadera crisis del método y, sobre todo, del espíritu histórico, originada por la tesis marxista de que la formación y el desarrollo de las colectividades humanas responden, incluso en sus manifestaciones más delicadas, a la alteración de las condiciones económicas de producción.
Para Mañach, la historia no es una ciencia exacta, sino un arte de comprensión. Tiene tanto de cronista como de intérprete, tanto de dato como de intención. Y en ese sentido, el método histórico debe reconocer no solo las condiciones objetivas de la vida humana —la economía, el entorno físico, las instituciones—, sino también aquello que se resiste a ser capturado por el dato: el impulso creador, la voluntad, la imagen interna que el hombre se forma de sí mismo y del mundo.
En el corazón de la crítica mañachiana está la idea de la imagen histórica: una síntesis subjetiva que el individuo o el grupo humano elabora a partir de la circunstancia. Esta imagen no es un mero reflejo pasivo de los factores externos; es, en todo caso, una mediación activa entre lo que se quiere y lo que se puede, entre la aspiración del espíritu y la resistencia del medio. Es allí donde se realiza el drama de la libertad: el intento del hombre por construir una vida que no esté determinada exclusivamente por las cosas que lo rodean.
Desde esta perspectiva, el marxismo histórico, en su versión más ortodoxa, comete el pecado de la unilateralidad. Al postular que la base económica —es decir, el modo en que los hombres producen y se reproducen materialmente— determina de manera invariable la superestructura ideológica, jurídica, moral y artística, termina por amputar una dimensión esencial del hecho histórico: su estilo. Y por estilo, Mañach entiende algo más que forma; es la expresión encarnada de una libertad, de una voluntad de ser. En cada época, en cada grupo humano, hay un modo particular de sentir, de actuar, de significar el mundo. Eso no nace exclusivamente de la economía; nace de una tensión vital entre el sujeto y su circunstancia, entre el espíritu y la materia.
Esta crítica no es una negación de la importancia de los factores económicos. Sería insensato, en nombre de una idea nebulosa de libertad, ignorar que el hambre, la pobreza, la desigualdad y las formas de explotación material condicionan profundamente la vida humana. Lo que Mañach rechaza no es la incorporación del análisis económico a la comprensión histórica, sino su absolutización. Porque en esa absolutización hay una renuncia a lo imprevisible del hombre, a su potencia creadora, a su capacidad para desmentir los pronósticos del sistema.
Una historia sin estilo es una historia sin alma. El marxismo, en su afán por despojar la historia de toda idealización burguesa, acaba por convertirla en una mecánica sin héroes, en una física social donde todo lo humano es traducido a estructura. Pero Mañach, como buen lector de la vida en su densidad expresiva, se niega a aceptar que el alma se reduzca a epifenómeno. Hay en el espíritu una zona de autodeterminación que se escapa a las leyes de la producción. Hay momentos —raros, pero decisivos— en que la voluntad irrumpe contra todo cálculo material, y deja en la historia una huella de belleza o de horror, pero siempre de libertad.
Desde este ángulo, Mañach no solo impugna el determinismo marxista por su fondo doctrinario, sino también por su efecto empobrecedor del método histórico. Una historia que olvida el estilo del hombre se vuelve, inevitablemente, ideología. Y la ideología —tanto en su versión religiosa como en su forma laica, como es el caso del marxismo— tiende a aplastar la ambigüedad fecunda del hecho humano bajo el peso de una lógica inexorable. En ese sentido, la historia marxista pierde precisamente aquello que hace valiosa a la historia: su capacidad de enseñar el conflicto entre lo posible y lo real, entre el deseo y la necesidad, entre la imaginación y la estructura.
Mañach no se opone al marxismo por mero anticomoformismo. Su crítica no parte de una posición reaccionaria, sino de una profunda fidelidad al espíritu de la cultura. Él reconoce que en la tesis marxista hay una parte de verdad ineludible, la conciencia humana no flota en el vacío, y su forma se ve afectada por el modo en que se organiza la vida material. Pero también advierte que reducir el espíritu a una mera función de la base es negarle su poder de desvío, de negación, de creación. Y si el espíritu no puede crear nuevas formas, entonces la historia deja de ser un devenir para convertirse en fatalidad.
En el fondo, lo que está en juego es una concepción del hombre. El marxismo, aun en sus versiones más refinadas, tiende a concebir al ser humano como un nodo funcional dentro de un sistema. Su libertad es aparente, su conciencia es reflejo, su acción está subsumida en una lógica estructural. Para Mañach, en cambio, el hombre es, sobre todo, estilo: modo de afirmarse en el mundo, manera de responder a la circunstancia. La historia, bien entendida, no es el relato de una necesidad que se cumple, sino la narración de una libertad que se arriesga.
Quizás por ello, Historia y estilo no es solo una obra de pensamiento, sino también una obra de fe. Fe en que la historia aún puede decirnos algo más que estadísticas; que puede ser narrada como una lucha entre la necesidad y el sentido. Fe en que el espíritu humano, a pesar de estar rodeado por la resistencia del mundo, conserva su poder de respuesta. Fe en que cada época, aun sometida a condiciones materiales duras, puede producir un estilo irrepetible: una manera de ser hombre, de ser pueblo, de ser mundo.
Frente al determinismo marxista, Mañach opone la dignidad del ensayo y del estilo. El ensayo, como forma libre de pensar, se resiste al dogma; el estilo, como expresión de una vida singular, se resiste al molde. Y si la historia quiere seguir siendo humana, debe narrarse desde ese lugar incómodo, pero fértil, donde la necesidad encuentra resistencia, y donde la libertad, aunque frágil, aún alza la voz.
La historia del pensamiento cubano en el siglo XX puede ser leída como una larga disputa entre la libertad del espíritu y las exigencias de la estructura. En ese cruce entre humanismo y materialismo, entre voluntad ética y necesidad económica, se ubican tensiones fundamentales que definen no solo el pensamiento filosófico, sino también la praxis política de la isla. Jorge Mañach, en Historia y estilo, representa uno de los gestos más lúcidos de defensa del espíritu frente al avance de los determinismos ideológicos, particularmente del marxismo ortodoxo. Su crítica puede ser leída en paralelo con las posturas de Benedetto Croce y Rodolfo Mondolfo, dos pensadores italianos que también se enfrentaron a las simplificaciones del materialismo histórico. Frente a ellos, Blas Roca —teórico comunista cubano y figura clave en los fundamentos del socialismo en Cuba— representa el polo contrario: la afirmación de un marxismo-leninismo de línea dura, donde la base económica determina inapelablemente el rumbo histórico.
Para Mañach, el hecho histórico no es una resultante mecánica de fuerzas materiales, sino una expresión del estilo, entendido como la forma viva, singular y creadora en que el espíritu humano se manifiesta en una época. La historia no es el relato de una estructura que se impone, sino el drama de una libertad que se arriesga. Esta concepción resuena profundamente con la filosofía de Croce, quien —aunque alguna vez cercano al marxismo— terminó por impugnarlo desde una visión idealista del devenir. Para Croce, la historia es siempre historia de la libertad, y cualquier interpretación que subordine la conciencia a una estructura externa incurre en una forma de “pseudo-ciencia”. La historia no puede predecirse ni sistematizarse sin perder su carácter viviente. Mañach recoge esta intuición y la convierte en estilo ensayístico: resistirse al sistema, reivindicar la ambigüedad, devolverle al hecho humano su espesura ética.
Del mismo modo, Rodolfo Mondolfo, desde una posición más matizada, intentó conciliar el marxismo con el idealismo humanista. Para él, el materialismo histórico no debía abolir la libertad, sino entenderse como una herramienta crítica que permite descubrir las condiciones bajo las cuales la conciencia actúa, sin por ello reducirla. Mondolfo propuso un “marxismo ético” que se aparta de la fatalidad estructural para enfatizar el papel de la subjetividad, de la educación moral, de la praxis ética. Esa tensión es la que también Mañach explora: ¿puede el hombre crear historia si está determinado por ella? ¿Puede haber estilo —esto es, una forma de ser— en un mundo que solo permite estructuras?
En contraposición, Blas Roca representa una lectura radicalmente distinta. Su Fundamentos del socialismo en Cuba es un ejercicio de ortodoxia marxista-leninista. En él, Roca reafirma la concepción materialista de la historia: es la base económica —la propiedad de los medios de producción y las relaciones de clase— la que determina todo el edificio superestructural. Las ideas, los valores, el arte, la moral, la religión, no son más que reflejos de esa base. La lucha de clases se convierte así en la ley motora de la historia, y el socialismo no es una elección moral, sino una necesidad histórica. En esta visión, no hay lugar para el estilo mañachiano ni para la libertad croceana: el sujeto está subsumido en la lógica del sistema, y la historia es un proceso de desenlace inevitable.
Este contraste no es solo filosófico; es profundamente político. Mañach se sitúa en la estela de un liberalismo ético, profundamente comprometido con la cultura, el arte, la educación del gusto, la afirmación de la persona como centro de la vida social. Roca, en cambio, abraza el colectivismo como principio ontológico, y con ello, sacrifica la expresión individual en nombre de una racionalidad estructural. Donde Mañach habla de estilo, Roca habla de línea. Donde Mañach busca comprender la experiencia histórica en su pluralidad, Roca impone la dialéctica como método cerrado.
Pero lo más revelador es que ambos comparten, paradójicamente, una preocupación por la historia como devenir de lo cubano. Mañach, en Historia y estilo, trata de pensar la cubanidad como un hecho estético y ético, un modo particular de asumir la vida, de encarar la tragedia con ligereza, de resolver tensiones con humor, de estilizar la penuria. Roca, por su parte, propone que el socialismo es el destino lógico de la nación, una superación de su historia colonial y capitalista, una forma de realización colectiva. Ambos quieren comprender lo cubano, pero lo hacen desde paradigmas opuestos: uno desde la libertad del espíritu, el otro desde la necesidad histórica.
Y aquí es donde la crítica de Mañach al determinismo cobra toda su potencia. Él no niega las condiciones materiales, pero advierte que no hay historia viva sin libertad expresiva. Alguien podrá objetar que esto es un lujo burgués. Pero en realidad, lo que Mañach está defendiendo es la humanidad del hombre, la posibilidad de crear sentido en un mundo hostil. En palabras que podrían parecer de Croce: “la historia es siempre juicio”, y donde hay juicio, hay conciencia.
Mondolfo, en su intento de tender un puente entre Marx y la libertad, da una clave útil para entender la tensión entre Mañach y Roca. Para Mondolfo, el socialismo debe ser una ética de la libertad, no una imposición de la necesidad. El marxismo, leído humanísticamente, es una crítica a las condiciones que impiden la autodeterminación, no una excusa para abolirla. Es aquí donde Mañach puede ser reubicado: como un marxista imposible, como un lector sospechoso que ama la justicia, pero no a costa del alma.
A la postre, lo que se juega en esta disputa no es solo una filosofía de la historia, sino una concepción del hombre y del mundo. El socialismo cubano, fundado sobre las bases de Roca, optó por la estructura. Apostó por el plan, por la colectividad, por la abolición del azar individual. En ese camino, sacrificó parte del estilo —es decir, de la libertad formal y del gesto ético singular que Mañach reivindicaba. Y sin estilo, decía él, no hay historia digna.
Por eso, quizás hoy, más que nunca, sea necesario releer Historia y estilo no como nostalgia del liberalismo republicano, sino como defensa del espíritu frente al totalitarismo de las fórmulas. La historia no puede hacerse sin pan, pero tampoco sin forma. Y si algo nos enseñan Croce, Mondolfo y Mañach es que la dignidad humana reside, precisamente, en esa zona ambigua donde la libertad se enfrenta a la necesidad y logra, a veces, imponerle su firma.
Jorge Mañach y José Lezama Lima representan dos polos complementarios y a la vez en tensión dentro del pensamiento cubano del siglo XX. Ambos buscaban una forma de aprehender el devenir nacional, pero lo hacían desde presupuestos muy distintos. Mientras Mañach se preocupó por la configuración de la imagen histórica —una suerte de retrato de época que condensa estilo, valores, ethos y circunstancias—, Lezama erigió su vasto proyecto poético bajo la premisa de una era imaginaria, donde la historia es apenas una superficie ondulante sobre la que se inscriben los signos de lo invisible. En este cruce entre imagen y era, entre historia y imaginación, se delinea una profunda diferencia epistemológica y poética: una que opone el gesto crítico al gesto creador, la síntesis a la expansión, el estilo al desborde.
Para Mañach, la imagen histórica no es un dato objetivo ni una crónica lineal, sino una elaboración simbólica que emerge del juicio y la sensibilidad. En Historia y estilo, se esfuerza por comprender la historia no como una suma de eventos ni como una lógica material, sino como una forma, un ritmo, una manera de ser. La imagen histórica es entonces una estructura estética que condensa lo esencial de una época; es, si se quiere, una visibilidad del espíritu. Lo que busca Mañach no es el archivo sino el trazo: el contorno que da sentido a lo múltiple. La imagen histórica es el resultado de una operación de estilo: recortar, destacar, valorar, dar medida a lo vivido. Es también una forma de resistencia ante la masa informe de lo cronológico.
Lezama, por el contrario, desconfía de esa operación de medida. Para él, la historia no es lo que ha pasado, sino lo que aún pulsa bajo lo visible. En su era imaginaria, el tiempo no transcurre: se pliega, se enrosca, se repite en espirales de significación. La imagen no es síntesis sino proliferación; no resultado del juicio, sino estallido de la imaginación. Frente a la imagen histórica mañachiana —contenida, equilibrada, tributaria de una tradición humanista y crítica—, Lezama propone una imagen barroca, desmesurada, que no representa la historia, sino que la transfigura. En La cantidad hechizada, por ejemplo, lo imaginario no es lo opuesto a lo real, sino su irradiación más alta. La historia aparece entonces como símbolo en ebullición, donde lo cubano no es una forma ya lograda, sino una promesa incesante.
Sin embargo, no debe pensarse que Mañach y Lezama habitan universos absolutamente separados. Ambos están animados por una misma obsesión: la pregunta por Cuba. Solo que Mañach busca responder desde la crítica y Lezama desde la poiesis. El primero quiere saber “cómo hemos sido”; el segundo, “qué podríamos haber sido”. El primero se angustia por la pérdida de forma; el segundo se fascina con la proliferación sin límites. Pero los dos, cada cual a su modo, entienden que Cuba no puede reducirse a una mera facticidad geográfica ni a una colección de datos históricos: es una imagen en tensión, un enigma que se resiste al concepto.
En este sentido, podría decirse que Mañach representa una pedagogía del estilo y Lezama una teología de la imagen. El primero busca formar, educar el gusto, moderar el exceso, encontrar lo esencial en el gesto. El segundo se deja arrastrar por la imagen como una fuerza demiúrgica, una puerta hacia lo otro. Para Mañach, la imagen histórica debe ser fiel, contenida, evocadora; para Lezama, la imagen no debe ser fiel a nada sino a su propio poder de transfiguración. Y sin embargo, en ambos casos, la imagen es el centro: ya sea como síntesis de una época o como epifanía de lo invisible.
Cuando Mañach escribe sobre Martí, no lo hace como un historiador positivista, sino como un estilista del juicio. Quiere captar el semblante moral de Martí, aquello que lo vuelve símbolo. La imagen histórica, en su acepción más honda, no es el retrato físico de un personaje, sino su irradiación ética. En este punto, Lezama podría asentir. También él ve en Martí una figura imantada, un signo que no se agota en la biografía. Solo que Lezama lleva ese impulso más allá: Martí es, para él, parte de una constelación imaginaria, donde confluyen el poeta, el santo, el héroe, el taumaturgo. La historia se vuelve mitografía.
Ahora bien, esta diferencia no es solo de estilo o método: es también una diferencia política. Mañach, más próximo a la tradición liberal, cree en el juicio como forma de libertad. Cree que la historia debe ser pensada críticamente, y que la imagen que de ella se haga no puede estar sujeta al capricho ni a la desmesura. Lezama, más místico que político, cree que la historia solo se salva si se redime por la imagen: por una imagen-poema que la trascienda. Mientras Mañach teme la deformación de lo real, Lezama busca precisamente esa deformación, porque en ella ve el acceso a lo sagrado. Uno quiere ordenar; el otro, encantar.
Y sin embargo, si hay algo que los une es la conciencia de que Cuba no ha sido del todo dicha. Ambos saben que la historia nacional —con sus gestos fallidos, sus tentativas, sus catástrofes— no basta para comprender lo cubano. Hace falta algo más: una imagen. Para Mañach, esa imagen debe ser clara, ética, estilizada. Para Lezama, debe ser proliferante, inconmensurable, visionaria. Uno nos da el perfil; el otro, el aura. Uno trabaja con líneas; el otro con fulgores. Pero los dos están intentando, desde distintos lenguajes, darle forma a un país que no termina de alcanzarse a sí mismo.
Por eso, quizás no sea contradictorio decir que Mañach busca la imagen histórica como antídoto contra la disolución, y Lezama la era imaginaria como antídoto contra la clausura. Ambos, en última instancia, pelean contra el olvido: el primero con la disciplina del estilo; el segundo con la embriaguez de la imaginación. En la imagen de Mañach, Cuba busca su contorno. En la era de Lezama, busca su misterio.
La historia no se hace solamente con hechos, sino con imágenes. Con formas vivas que organizan la experiencia del tiempo, le dan contorno a lo disperso, sentido a lo vivido. Esta convicción recorre la obra de Jorge Mañach, especialmente en Historia y estilo, donde propone el concepto de imagen histórica como el centro de su reflexión cultural. En esa misma línea, pero desde una elaboración filosófica más sistemática, José Ortega y Gasset había delineado la noción de razón vital, entendida como la estructura en la que vida y pensamiento se integran en una misma urdimbre. Lo que Mañach persigue como estilo de época, Ortega lo postula como perspectiva vital. Ambos, desde distintos caminos, rechazan las visiones mecanicistas, deterministas o meramente objetivistas de la historia, y se abren a una concepción más dinámica, más encarnada, donde la biografía —individual o colectiva— se convierte en principio de inteligibilidad.
Para Mañach, la imagen histórica no es el resultado de una acumulación de datos, sino una forma que revela el sentido íntimo de una época. Así como un retrato no es una fotografía, sino la condensación de un carácter, la imagen histórica no pretende reproducir lo real, sino interpretarlo estilísticamente. El estilo es, para él, el gesto de una época, su modo de ser en el mundo. Y por tanto, es inseparable de una conciencia crítica que sepa leer en el trazo superficial del tiempo los signos de una estructura espiritual más profunda.
Esta lectura del tiempo histórico como estilo tiene un claro eco orteguiano. Para Ortega y Gasset, todo conocimiento verdadero parte de la vida misma, de lo que él llama la circunstancia. Es decir: no hay sujeto sin mundo, ni mundo sin sujeto que lo viva. La razón —alejada ya de su forma cartesiana, abstracta y universal— debe ahora arraigarse en la vida concreta. De ahí que proponga una razón vital: una inteligencia del vivir que parte de la experiencia, que se mueve en el tiempo, que sabe del cambio, del tránsito, del estilo. En su visión, cada época tiene su peculiar forma de sentir, de pensar, de esperar. Y esa forma —ese estilo vital— es lo que permite comprenderla.
Tanto Mañach como Ortega coinciden en que la historia no puede entenderse desde fuera. El historiador no es un geómetra, sino un intérprete. Y lo que interpreta no son simplemente hechos, sino formas de vida. Mañach llama a eso imagen histórica; Ortega, razón vital. Uno piensa desde la crítica literaria; el otro desde la filosofía. Pero ambos asumen que el tiempo humano no es cronológico, sino expresivo. El pasado no es una colección de fechas, sino una forma encarnada que nos habla si sabemos leerla.
Este punto es esencial, tanto la imagen histórica como la razón vital exigen un sujeto situado, capaz de entender desde dentro. Para Mañach, comprender la historia cubana no implica solo describir sus momentos políticos o económicos, sino captar su gesto espiritual, la forma en que el cubano ha encarado su destino. Por eso le interesa más el “estilo de la independencia” que la cronología de sus batallas. Para Ortega, igualmente, cada época encierra una “visión del mundo” implícita, una forma de tratar los problemas, de darles sentido. No hay historia sin filosofía de la historia. Y no hay filosofía sin un sujeto que vive.
Ambos autores, además, comparten una preocupación por la decadencia de su tiempo. Ortega habla del hombre-masa, incapaz de asumir su circunstancia con responsabilidad, entregado al automatismo técnico o a la vulgaridad ideológica. Mañach, por su parte, denuncia la falta de estilo en la vida moderna cubana: el descentramiento, la banalidad, la inautenticidad. Su crítica a la imagen distorsionada que el cubano proyecta de sí mismo es, en el fondo, una crítica orteguiana: no hemos sido fieles a nuestra circunstancia. Hemos vivido de reflejos, de consignas, de máscaras. Y por eso la imagen histórica se degrada: porque ya no nace del juicio, sino del espectáculo.
Pero hay otro punto de afinidad aún más profundo, la relación entre forma y libertad. Para Ortega, la razón vital no es una camisa de fuerza, sino una estructura abierta. La circunstancia me condiciona, pero no me determina. Yo puedo elegir cómo vivir en ella. De ahí que su filosofía sea, en última instancia, una pedagogía de la libertad. Mañach, de igual modo, ve en la imagen histórica no un espejo pasivo, sino un proyecto ético. La forma que una época adopta no es fatal: es una elección. Y esa elección es la que da dignidad o miseria al estilo de un pueblo. La imagen histórica es, entonces, una responsabilidad.
Así, puede decirse que la imagen histórica de Mañach es una versión cultural y crítica de la razón vital orteguiana. Donde Ortega ve perspectivas vitales, Mañach ve estilos históricos. Donde Ortega reclama fidelidad a la circunstancia, Mañach reclama fidelidad al espíritu de la época. Ambos descreen de la historia como ciencia exacta, y la entienden como arte de comprensión. Ambos rechazan la abstracción inerte y buscan una inteligencia que viva. Ambos quieren restaurar la posibilidad de una mirada significativa sobre el tiempo.
Y en este horizonte común, ambos se vuelven profundamente modernos, en el mejor sentido del término: se niegan a aceptar el mundo como un dato y lo entienden como una tarea. Para Ortega, vivir es elegir un destino; para Mañach, escribir una imagen. Uno habla desde la filosofía, otro desde la crítica; pero en ambos vibra la conciencia de que el hombre no es un producto de la historia, sino su autor. Que el tiempo no es una cadena, sino una escritura. Que cada generación debe encontrar su estilo, no para repetir el pasado, sino para hacerse cargo del presente.
Por todo esto, leer a Mañach desde Ortega —o leer a Ortega a la luz de Mañach— permite entender cómo una tradición hispánica, crítica y humanista, intentó ofrecer al pensamiento moderno una alternativa al positivismo, al materialismo histórico y al relativismo cultural. Una alternativa basada en la forma, en la vida, en la responsabilidad del juicio. Una alternativa que, lejos de oponer la razón a la historia, o la imaginación a la verdad, quiso unirlas en una figura de sentido, una imagen que constrata con la rigidez de la imagen marxista de base y superestructura.
..
..