Por El Coloso de Rodas
La fenomenología entendida como una vía de acceso al sentido del ser ha tenido múltiples derivas desde sus formulaciones iniciales. En este breve artículo nos proponemos articular el pensamiento fenomenológico de Hermann Schmitz con la perspectiva de Jorge Mañach, particularmente en su obra Historia y estilo. La comparación se enriquecerá con los aportes de Heidegger, Ortega y Unamuno, considerando las implicaciones para una comprensión del cuerpo como sede del pathos nacional y como fuente de resonancia histórica y existencial.
El pensamiento de Jorge Mañach, especialmente en Historia y estilo, permite un abordaje singular de la cuestión nacional desde una perspectiva fenomenológica. Su lectura de Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno no solo traza un mapa de la sensibilidad intelectual hispánica, sino que también ofrece un acceso a la comprensión de la nación como cuerpo vivo, como atmósfera emocional y como espacio de aparición histórica del ser. En este ensayo se propone una articulación entre las ideas expuestas por Mañach y las concepciones fenomenológicas de Martin Heidegger y Hermann Schmitz, a fin de entender la nación no como una entidad política abstracta, sino como una experiencia vital, afectiva y estilística.
Es importante señalar que Jorge Mañach no fue contemporáneo de Hermann Schmitz ni tuvo acceso a su obra, desarrollada varias décadas después, sin embargo, sus intuiciones filosóficas lo sitúan más cerca del enfoque fenomenológico de Schmitz —centrado en el cuerpo vivido y las atmósferas afectivas— que del rigor trascendental de Edmund Husserl. Esta proximidad no es de lectura, sino de sensibilidad filosófica, de sintonía con una forma de pensar desde la inmanencia y la experiencia encarnada.
Frente a la fenomenología trascendental propuesta por Husserl —cuya epojé buscaba suspender todo juicio sobre el mundo empírico para acceder a las esencias puras de la conciencia—, Jorge Mañach opta claramente por una fenomenología del mundo de la vida. Esta preferencia no es arbitraria, obedece al propósito de pensar desde la inmediatez de la experiencia histórica, social y cultural.
En Historia y estilo, Mañach se distancia de cualquier perspectiva abstracta o puramente eidética, pues considera que el acceso al ser nacional y a la forma de vida de un pueblo debe hacerse desde sus manifestaciones concretas, desde sus estilos, desde su tono vital. Tal como ocurre en la Kehre de Heidegger o en el giro neopatético de Schmitz, Mañach ve en el mundo vivido —con sus tensiones, pasiones y configuraciones estéticas— la fuente auténtica de verdad. La fenomenología, en su versión vitalista y existencial, le permite así sustraerse tanto del idealismo como del positivismo, para acceder a una comprensión más encarnada del sujeto histórico.
Ortega y Gasset es presentado por Mañach como el filósofo de la “razón vital”, un concepto que apunta a una superación de la escisión moderna entre racionalismo e intuición. Razonar desde la vida, y no contra ella, implica para Ortega un ajuste radical del pensamiento a la experiencia concreta del ser. Esta “razón vital” constituye una actitud fenomenológica en el sentido más riguroso, el pensamiento ya no pretende captar esencias idealizadas, sino atender al aparecer de las cosas tal como se dan en la vida. Ortega sustituye el ideal del conocimiento puro por una lógica encarnada, una racionalidad situada que permite entender la existencia desde su facticidad.
Para Ortega, la razón no es un órgano que trasciende la vida, sino una actividad que se adapta a ella, que se modula según sus circunstancias. En su proyecto filosófico, la razón se ve obligada a razonar de acuerdo con la vida misma, no contra ella. Esta intuición coincide con el impulso schmitziano de recuperar al cuerpo como el lugar donde se dan los afectos, las atmósferas y la cohabitación con el mundo. En lugar de ver al cuerpo como una cosa —como en la tradición cartesiana—, Schmitz lo entiende como un cuerpo vivido (der Leib), atravesado por emociones y abierto al entorno, es decir, como el espacio de aparición de lo que él llama “las situaciones corporales” (leibliche Situationen).
Desde la óptica de Heidegger, este giro orteguiano puede leerse como una forma de existencia proyectada del Dasein. En Ser y tiempo, Heidegger define al Dasein como aquel ente para el cual su propio ser es una cuestión. La comprensión de sí mismo del Dasein está siempre determinada por su contexto histórico, su estar-en-el-mundo. Ortega, en su insistencia sobre la circunstancia, reafirma este carácter situado de la existencia, “Yo soy yo y mi circunstancia” es, en efecto, un eco del ser-en-el-mundo heideggeriano. La nación, entonces, no se comprende como una esencia cerrada, sino como un horizonte hermenéutico dentro del cual el individuo se proyecta y se comprende a sí mismo.
Hermann Schmitz, fundador de la llamada Neue Phänomenologie (Nueva Fenomenología), se aparta tanto del enfoque de Husserl como del de Heidegger. Mientras Husserl se concentraba en la estructura intencional de la conciencia y Heidegger en el Dasein como ser-en-el-mundo, Schmitz desplaza la atención hacia el cuerpo vivido y las atmósferas afectivas. En obras como System der Philosophie (1964–1980) y Der Leib, der Raum und die Gefühle (2011), desarrolla una ontología del sentir que se aleja del sujeto trascendental y se centra en lo prepersonal, lo impersonal, lo que vibra y se expande en el campo afectivo antes de articularse conceptualmente. Para Schmitz, los sentimientos no son contenidos de la conciencia, sino expansiones que toman cuerpo en el espacio, el miedo no está en mí, sino en la atmósfera, la tristeza no es mía, me invade. Esta teoría tiene un potencial enorme para repensar el fenómeno de la nación no como una idea o una esencia, sino como una configuración patética, una atmósfera histórica que toma cuerpo en el estilo.
Pero Ortega no se limita a filosofar sobre la vida. Su estilo mismo es expresión de esa vida racionalizada. Mañach destaca la capacidad orteguiana de combinar la lógica con la metáfora, no como adorno sino como fórmula de intuición. Esta forma de filosofar —que se da en el lenguaje, en el ritmo y en la imagen— es, para Heidegger, una forma de desocultamiento del ser. En El origen de la obra de arte, Heidegger sostiene que el estilo de una época es el modo en que el ser se muestra en ella. Así, el estilo orteguiano, en su claridad y su gracia, puede leerse como la aparición del ser nacional hispánico en una de sus formas más nítidas. Mañach, al insistir en que el estilo es la forma visible de la historia, parece anticipar esta intuición. La historia, dice, no se nos da como una serie de datos, sino como un tono, una cadencia, una expresión que es también corporal. En este punto, su posición converge con la de Schmitz, la nación es antes que nada un cuerpo sensible, un repertorio de gestos, un ritmo. El estilo es entonces la cifra encarnada del pasado en el presente, la manera en que lo vivido se proyecta y se repite.
En contraposición, Mañach presenta a Unamuno como una figura marcada por la desconfianza hacia la razón. Su pensamiento, heredero de Pascal y Kierkegaard, se resiste a la lógica pura y se lanza a la agonía del sentimiento. Para Unamuno, la vida no se comprende desde la claridad racional sino desde la opacidad de la fe, del dolor y de la incertidumbre. Su estilo, paradójico y afectivo, no busca convencer por argumentos, sino conmover por testimonio. La nación, en Unamuno, es el cuerpo que sufre, el alma que se debate entre sus ideales y sus limitaciones, entre su vocación trascendente y sus instituciones precarias.
Desde Heidegger, esta idea puede profundizarse aún más. En Ser y tiempo (1927), Heidegger plantea que el Dasein es siempre ser-en-el-mundo, pero este mundo no es neutral ni objetivo, está ya cargado de sentido, de posibilidades, de afectos. El ser humano no vive en un espacio vacío, sino en un mundo ya interpretado, ya afectado. Las emociones son modos de apertura al mundo, la angustia revela el ser, el tedio, el vacío del sentido. Mañach recoge esta línea cuando señala que la salvación vital no puede venir de fuera, ni de un sistema lógico ni de una fe ciega, sino de una comprensión encarnada y expresiva del ser. La actitud fenomenológica que Mañach adopta no es, por tanto, especulativa, sino estilística, se trata de captar la forma en que la existencia se expresa en sus gestos, en sus énfasis, en sus silencios.
La comprensión del cuerpo como sede del pathos histórico encuentra en Schmitz una base teórica poderosa. En Sistema de la Filosofía (System der Philosophie, 1964–1980) y El cuerpo, el espacio y los sentimientos (Der Leib, der Raum und die Gefühle, 2011), el filósofo alemán argumenta que los afectos no son estados internos, sino fenómenos espaciales que configuran campos de experiencia compartida. Esta perspectiva permite una lectura de la nación como una atmósfera sensible, una configuración emocional que se transmite no por la razón, sino por el contagio afectivo. El cuerpo nacional es entonces un cuerpo expuesto, atravesado por climas emocionales que se repiten, se condensan y se dramatizan en el espacio público.
Mañach, aunque no formula una teoría del cuerpo tan explícita, deja entrever una visión afín cuando asocia el estilo de un pueblo con su expresión histórica. El estilo no es solo una cuestión de gusto o forma, es la manera en que el pasado se encarna, la forma en que una comunidad siente, percibe y actúa. El estilo es cuerpo en tanto gesto, en tanto ritmo, en tanto encarnación de una sensibilidad histórica. Así como Schmitz ve en el cuerpo vivido el lugar de las resonancias afectivas, Mañach ve en el estilo el lugar donde se cifra la experiencia histórica. Ambos convergen en la idea de que lo esencial no es lo que se dice, sino cómo se dice, cómo se vive, cómo se siente.
Desde esta perspectiva, la nación no es una entidad fija ni una idea racional, sino un pathos compartido, una resonancia afectiva que circula entre los cuerpos, que se manifiesta en los gestos, en las fiestas, en las catástrofes, en los silencios. El cuerpo nacional no se piensa, se padece, se recuerda, se encarna. Y este cuerpo es también una construcción histórica, una forma de estar en el mundo que se hereda, se transmite y se reinterpreta constantemente.
La fenomenología de Schmitz permite entender estos procesos como intensidades prepersonales que configuran atmósferas colectivas. La vergüenza, por ejemplo, no es simplemente un sentimiento individual, es una presión atmosférica que invade el cuerpo, lo tensa, lo expone. La nación, en tanto cuerpo colectivo, puede experimentar esta vergüenza histórica, puede sentirse desbordada por afectos que no le pertenecen a nadie, pero que afectan a todos.
En el caso cubano, la intuición de Mañach sobre el estilo nacional puede leerse como un intento de dar cuenta de este cuerpo afectivo. Cuba, más que una historia lineal, es un ritmo, un tono, una cadencia. Es una manera de estar en el mundo que se manifiesta en la música, en el habla, en la política. La nación como estilo no se define por fronteras ni por constituciones, sino por modos de expresión, por gestos encarnados, por formas de afectación colectiva. La fenomenología, entonces, no solo permite pensar el cuerpo individual, sino también el cuerpo político, el cuerpo histórico, el cuerpo nacional. ¿Acaso el revolucionarismo señalado por Mañach en la década del cincuenta no es, en el fondo, una profunda afección del cuerpo nacional?
Esta aproximación tiene implicaciones profundas para el pensamiento político y cultural. Si la nación es un cuerpo afectivo, entonces su transformación no puede lograrse solo por medio de leyes o discursos racionales, sino que exige una reconfiguración del sentir, una reeducación del pathos, una reescritura del estilo. La política deja de ser gestión y se convierte en coreografía, en dramaturgia del afecto. Gobernar es entonces modular atmósferas, alterar climas, mover cuerpos.
Mañach, con su sensibilidad estética y filosófica, anticipa esta comprensión al subrayar que el estilo es el alma visible de la historia. En lugar de buscar una esencia cubana, propone atender a su estilo, a su modo de ser. Esta es una actitud profundamente fenomenológica, que entiende el ser no como sustancia, sino como aparición, como gesto, como forma de presencia.
La articulación entre Schmitz y Mañach permite una comprensión del cuerpo como escenario del pathos nacional. Frente a las abstracciones de la metafísica tradicional o los reduccionismos de la sociología, esta perspectiva fenomenológica ofrece una vía para pensar la nación desde la experiencia encarnada. La historia no se escribe solo con hechos, se escribe también con gestos. El estilo no es un ornamento, es la carne misma del pasado. Y el cuerpo, lejos de ser un objeto, es el lugar donde el ser se da, donde la nación aparece, donde la historia respira.