Crónica del remitente invisible

Por La Máscara Negra

En un lugar de Playa Albina, donde la bruma del mar cubre los portales y el aliento salobre hace fermentar las ideas antes de que nazcan, un Coronel espera cartas que nadie firma. Las recibe cada martes, a la misma hora: justo cuando el sol se acuesta sobre el horizonte y los gallos locos, que no saben de horarios, ensayan su canto tardío. Nadie ha visto al cartero. Nadie sabe si viene por tierra, por agua o si, como algunos sospechan, desciende en forma de niebla desde los techos coloniales.

El Coronel, viejo escribiente de teología y adorador de silogismos rotos, ha hecho de su espera una ceremonia. Sale con su carretilla adornada con crucifijos y flores de papel, vestido con una sotana civil comprada en la tienda de segunda de los padres maristas, y se sienta frente al portal de la antigua biblioteca, que ahora es depósito de huesos ideológicos. Allí lee en voz alta las cartas del remitente invisible, como si fueran misales extraviados en un concilio secreto.

Al principio, se pensó que el autor de aquellas misivas era Sardónico, el primer notario del pueblo, apodado el yerbita por su costumbre de masticar hojas de albahaca mientras sellaba con lacre papeles en blanco. Su letra era ilegible, sí, pero tenía el don de las frases rizadas, como espirales barrocas que no decían nada pero sugerían todo. Sin embargo, una falla sísmica –leve pero simbólica– abrió una grieta en la vereda de la notaría y Sardónico desapareció tras ella, dejando solo un tabaco encendido y un diccionario de términos notariales franceses. «Une disparition», murmuró alguien, y nadie volvió a verlo.

Entonces apareció una bruja con un mataburro en la mano. Nadie sabe si bajó de la Sierra o salió del mercado. Vestía con sayas de retazos y hablaba en tercera persona, como si se narrara a sí misma. Con voz firme certificó la muerte del remitente desconocido. Lo hizo sin pruebas, pero con autoridad. Barriotero, el encargado del archivo municipal y testigo oficial de lo inexplicable, firmó el certificado con tinta roja y un gesto que mezclaba resignación con teatralidad. Era su deber, dijo, testificar lo que no se podía comprobar.

Pero nada muere del todo en Playa Albina. Buchú, el maestro mentiroso, resucitó al supuesto difunto con solo escribir su nombre en una libreta mágica que robó del Instituto de Lenguas Muertas. Según él, bastaba con escribir “Remitente desconocido” tres veces y firmarlo al revés. Al hacerlo, no solo revivió al muerto sino que lo exaltó como redactor imprescindible de la literatura confusa. A partir de entonces, cada carta al Coronel se volvió más compleja, más barroca, más inútil. Se necesitaban dos diccionarios, una vela y media botella de ron para leerlas en voz alta sin caer en trance.

La historia pudo acabar ahí, pero apareció Fofita, un novelista con cara de sospechoso y cuaderno de espiral. Nadie confiaba en él. Sus novelas estaban llenas de personajes con nombres franceses y tramas que no terminaban nunca. Algunos decían que dormía en la biblioteca junto a los huesos ideológicos. Otros, que era espía del Instituto de Novelas Inacabadas. Fofita negó toda relación con las cartas, pero una noche lo vieron escribir con tinta invisible en una servilleta del café «La Hiena Literaria», y desde entonces su nombre quedó pegado al del remitente, como sombra que no se despega.

Fue entonces cuando Barriotero confesó. Lo hizo en una noche de luna nueva, frente a un grupo de bebedores metafísicos. Dijo que sí, que él escribía las cartas, pero no por voluntad propia. Recibía órdenes. Órdenes invisibles, claro, de una agencia tan secreta que su propia existencia era dudosa: el G2. Algunos rieron, otros lloraron, pero todos entendieron que en Playa Albina la realidad se escribe con letra torcida.

La existencia del G2 fue cuestionada por los escépticos. ¿Cómo creer en algo que no se puede fotografiar? ¿Cómo confiar en una institución que nadie ha visto, pero todos temen? Incluso hubo quien aseguró que el G2 era una invención del propio Barriotero para justificar su barroquismo. ¿Y si todo era parte de una novela? ¿Y si las cartas al Coronel eran solo capítulos dispersos de una obra no autorizada sobre la teología del poder?

Pero el lenguaje no miente, solo se esconde. Y en la prosa de Barriotero había señales. Cada oración contenía un giro, un tropo, una alusión al exilio interior. Su estilo, denso como una misa en latín mal pronunciada, revelaba una mente atrapada entre el deber burocrático y la fiebre mística. Escribir era, para él, una forma de penitencia. Un modo de evadir el vacío con palabras.

Ahora el Coronel sigue recibiendo las cartas. Cada vez más extensas, cada vez más crípticas. Las lee con devoción, convencido de que en alguna de ellas vendrá la clave del enigma. A veces, cuando la brisa sopla desde el norte y el cielo se cubre de una tristeza violeta, se le oye murmurar en voz baja:

—No son cartas. Son instrucciones.

¿Instrucciones para qué? Nadie lo sabe. Tal vez para fundar un país nuevo con las sobras del lenguaje. Tal vez para exorcizar la historia. O tal vez, simplemente, para no olvidar que escribir es una forma de conspirar contra el silencio.

Playa Albina sigue siendo un lugar donde lo invisible redacta lo evidente. Donde la vida se escribe en borradores y la muerte se firma con seudónimo. Donde una carretilla adornada puede ser el vehículo de una verdad encubierta. Y donde el Coronel, con su barba de tinta y su fe en lo ilegible, guarda cada carta como si fuera una bala sagrada en la guerra contra el olvido.

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