La “alta cultura” a debate (cuarta parte, la sobrevivencia de la especie humana)

Por El Coloso de Rodas

Es el momento de escuchar la voz de un filósofo auténtico. En la Cuba republicana no surgieron filósofos en sentido estricto, sino profesores de filosofía, es decir, docentes de aula, comentaristas, profesionales formados en el ámbito universitario. Nunca filósofos en el sentido riguroso del término, como podría serlo Wittgenstein. Esta carencia no ha sido superada y se mantiene hasta el presente.Aunque han existido revistas especializadas, cátedras académicas e institutos dedicados al estudio de la disciplina, no puede hablarse de una auténtica forma de vida filosófica entre sus cultivadores. Los esfuerzos aislados por elaborar un sistema filosófico han sido, en última instancia, infructuosos. ¿Qué tiene que ver la obra de Wittgenstein con la alta cultura?

Ludwig Wittgenstein, una de las figuras más influyentes del siglo XX, ha sido objeto de numerosas interpretaciones que lo vinculan principalmente al desarrollo del lenguaje, la lógica y los límites del pensamiento. No obstante, limitar su figura a la de un filósofo del lenguaje sería una grave reducción. En lugar de erigirse como un teórico sistemático que construyó abstracciones sobre el mundo, Wittgenstein se presenta como un hombre que vivió de acuerdo con una norma ética rigurosa, cuya existencia misma encarna lo que entendemos por alta cultura. Esta no es una cultura concebida como la acumulación de saberes o erudición, sino como una forma de vida profundamente disciplinada, radicalmente orientada hacia la pureza, la precisión y la verdad.

Alta cultura, en este sentido, no puede ser comprendida en su aspecto trivial de conocimiento acumulado. Para Wittgenstein, alta cultura es una forma de autodisciplina, un compromiso que exige no solo la precisión del pensamiento, sino también la sencillez y la renuncia. Wittgenstein no solo renunció a las comodidades de su posición social, sino que también abandonó la fortuna familiar y las expectativas tradicionales de los intelectuales de su tiempo. Eligió la soledad, el trabajo manual, la enseñanza rural y el aislamiento. Renunciaba a las distinciones sociales que tan fácilmente se convierten en ornamentos, y en su lugar se consagraba a una vida de purificación. Alta cultura para Wittgenstein no se encuentra en la acumulación de saber, sino en la lucha constante por purificar la mente y el espíritu.

El pensamiento de Wittgenstein es profundamente ético, ya que implica una práctica constante de vigilancia, purificación y renuncia. La filosofía en su obra no es solo un ejercicio intelectual, sino una disciplina que se aplica de manera radical en la vida misma. En su obra más conocida, Tractatus Logico-Philosophicus, Wittgenstein establece que la filosofía no debe ser una teoría, sino un proceso que culmina en el silencio, “De lo que no se puede hablar, hay que callar”. Esta frase no debe tomarse simplemente como una declaración sobre los límites del lenguaje, sino como un mandato moral, como una ética del límite. La filosofía de Wittgenstein no se basa en la expansión del conocimiento, sino en la aceptación de lo que es indecible. Pensar, en este contexto, no significa conquistar el mundo o tratar de explicarlo en su totalidad, sino reconocer las fronteras de lo que podemos decir, de lo que podemos comprender.

Alta cultura, que Wittgenstein propugna, se opone a la saturación de la modernidad, a su saber ruidoso, expansivo y lleno de presunción. En lugar de un pensamiento que busca abarcarlo todo, Wittgenstein propone una forma de contención, de austeridad intelectual, que se expresa en una escritura sobria, precisa y exacta. El filósofo no busca convencer, no busca impresionar, sino expresar con la mayor exactitud posible la verdad de lo que ha descubierto, incluso si eso implica reconocer los límites del lenguaje. Wittgenstein sabía que, en este tipo de cultura, la precisión no es simplemente una cuestión de claridad en el discurso, sino una forma de riesgo existencial. Como él mismo decía, “El pensador religioso sincero es como un funámbulo. Parece que casi solo se mueve en el aire. El suelo en que se apoya es lo más estrecho que uno pueda imaginar. Y, con todo, se puede realmente andar sobre él”. Esta imagen de equilibrio suspendido sobre una cuerda tensa refleja el desafío del pensamiento, que se mueve en los límites de lo posible y lo imposible, entre el lenguaje y el silencio, entre el mundo y la verdad.

La escritura de Wittgenstein refleja precisamente esta actitud. Su estilo es fragmentario, aforístico y, a veces, abrupto. Cada frase tiene la densidad de una sentencia filosófica. No hay adornos en su lenguaje, no hay intento de agradar o de persuadir. Cada palabra tiene un propósito, y cada frase debe cumplir una función específica dentro de la estructura del pensamiento. Su escritura no es un ejercicio de retórica, sino un acto de resistencia. En un mundo que premia el exceso de palabras y la verborragia, Wittgenstein se mantiene firme en su exigencia de economía verbal. La palabra, para él, no debe ser un medio para adornar el pensamiento, sino una forma de ser fiel a la verdad. Esta exigencia de precisión también implica una resistencia contra las tendencias contemporáneas de la filosofía, que, en su afán de ampliar el conocimiento, a menudo olvidan las limitaciones del lenguaje.

Toda cultura, incluso aquella que se proclama como universal, carga en su interior la necesidad de establecer un principio de orden. Este principio no responde solo a un afán de sistematización del conocimiento, sino a una pulsión normativa: ordenar significa jerarquizar, y jerarquizar es decidir lo que debe ser recordado y lo que debe ser olvidado, lo que se celebra y lo que se silencia. En este sentido, como sugería Wittgenstein, la cultura presupone el reglamento de una orden, no puede haber cultura sin una serie de prácticas sostenidas por reglas compartidas, del mismo modo que no puede haber lenguaje sin un acuerdo tácito sobre su uso.

El estilo de Wittgenstein, por lo tanto, es una forma de resistencia contra las expectativas de la sociedad moderna. Frente a una cultura que celebra la erudición ostentosa y el dominio discursivo, su filosofía se presenta como un gesto de negativa. No rechaza el mundo, sino que lo aborda con la mayor seriedad, reduciendo su discurso al mínimo necesario. Wittgenstein se aleja del ruido del mundo y lo enfrenta con la quietud del que está dispuesto a decir solo lo que puede decir con certeza, a callar lo que no se puede decir. Esta forma de vivir, de pensar y de escribir se convierte en un modelo de alta cultura. No se trata de la acumulación de información ni del dominio de un campo del saber, sino de un compromiso con la precisión, la verdad y la simplicidad radical.

En el contexto de la enseñanza, Wittgenstein fue mucho más que un simple docente. Su figura se acercó más a la de un maestro en un sentido profundo. No enseñaba contenidos, sino que desafiaba a sus alumnos a transformar su forma de pensar, a afrontar el lenguaje y la vida con una intensidad ética. Para Wittgenstein, la enseñanza era una prueba, no un acto de transmisión de conocimientos. Su presencia imponía un régimen de tensión ética, donde se exigía un pensamiento riguroso y un uso consciente de las palabras. Su forma de enseñar no era indulgente. Rechazaba el uso negligente de las palabras y, por ende, instaba a sus estudiantes a pensar con el máximo cuidado, a hablar con la mayor conciencia posible. En su enseñanza, Wittgenstein no solo transmitía conocimientos, sino que desafiaba a sus alumnos a vivir según los mismos principios de precisión y austeridad que él practicaba.

Alta cultura, en este sentido, no es simplemente una acumulación de bienes simbólicos, sino un modo de vida que implica obedecer a lo que nos exige el pensamiento serio, la vida reflexiva. Wittgenstein vivía bajo una especie de orden, no religiosa pero sí profundamente espiritual, un orden de precisión y de límite. Su decisión de enseñar en una escuela rural no fue un gesto excéntrico, sino una manifestación de la coherencia de su pensamiento. Sabía que la verdadera cultura no debía practicarse en los salones académicos, donde el conocimiento se convierte en un ornamento, sino en los actos cotidianos de la vida diaria. Alta cultura, para Wittgenstein, no es algo reservado a las élites, sino algo que se puede cultivar en cualquier lugar y por cualquier persona dispuesta a someterse a la disciplina ética del pensamiento.

Wittgenstein no despreciaba lo sencillo ni lo trivial. El verdadero sabio, según él, no se encuentra en la cumbre de la razón, sino en el nivel más humano, en el terreno común de los hombres. La frase “Encamínate siempre, simplemente, desde los altos pelados de la inteligencia a los verdes valles de la estupidez”, con su tono lírico y paradójico, refleja este sentido de humildad y simplicidad. Wittgenstein no veía la ignorancia ni la torpeza como algo que debiera ser rechazado, sino como algo que también pertenece al mundo de la verdad. Alta cultura no rechaza lo mundano, sino que lo redime, le da significado, le da estructura.

En su obra Investigaciones filosóficas, Wittgenstein abandona la concepción estructural del lenguaje para entenderlo como un juego, como una práctica compartida que depende de las formas de vida de los hablantes. Sin embargo, esto no implica una pérdida de exigencia ética. Al contrario, aumenta la responsabilidad del hablante, pues cada palabra tiene un peso moral. El lenguaje no es solo una herramienta para describir el mundo, sino un campo en el que se juega nuestra fidelidad a la verdad, a los otros, a nosotros mismos. Wittgenstein nunca permitió la negligencia discursiva. Cada afirmación debía ser medida, cada término debía ser pesado con la máxima seriedad. La fidelidad al lenguaje, para él, era la fidelidad a la experiencia misma.

En última instancia, la filosofía de Wittgenstein se configura como una forma de penitencia, una búsqueda constante de purificación. No se trata de acumular saber, sino de liberarse de los engaños del pensamiento y de la vida. Alta cultura, que propone Wittgenstein, no se encuentra en el brillo de las ideas ni en la erudición deslumbrante, sino en la lucha constante contra el malentendido, en la disciplina del pensamiento y la palabra, y en la humildad de vivir de acuerdo con una norma interior que exige lo máximo, pero que nunca busca la gloria o el reconocimiento.

Alta cultura, en su forma más pura, es, por tanto, una disciplina vivida. No es una categoría abstracta, ni un objeto de contemplación intelectual. Es una forma de vida que se vive con rigor, con conciencia y con una dedicación absoluta a la búsqueda de la verdad, tal como Wittgenstein la entendía. Pero esta forma de alta cultura también implica, en Wittgenstein, una obediencia silenciosa a la naturaleza. Su pensamiento no es ajeno al hecho de que el ser humano, antes que constructor de teorías, es parte de un orden natural que lo precede. Para Wittgenstein, la cultura no es una conquista del hombre sobre el mundo, sino una manera de situarse en él con humildad, con obediencia. Esta obediencia no es servilismo, sino una forma de escucha atenta, de respeto a los ritmos del mundo y a los límites que impone la vida.

En esa actitud de contención y de vigilancia ética, hay también una intuición de que la cultura verdadera —la que preserva a la especie— es aquella que no rompe con la naturaleza, sino que la sigue, la acompaña, la respeta. Alta cultura sería entonces una forma de cuidado, del lenguaje, del otro, y del entorno que nos sostiene.

Total Page Visits: 515 - Today Page Visits: 17