Por Negrofino

Que la vida ha sido conquistada mediante nuevas esferas, espacios y lenguajes es algo que se manifiesta empíricamente en la novela Operación Serpiente (Palibrio, 2013), del narrador guantanamero Julio Benítez. La afirmación, aunque pudiera parecer una hipérbole inicial, se sostiene si se examina la obra bajo la óptica de una transformación epistémica: se trata de una narrativa que, lejos de limitarse a las formas convencionales del espionaje o del thriller político, pone en escena la arquitectura misma de la subjetividad en tiempos de vigilancia globalizada. Retomar aquí la frase sobre la conquista del espacio no es un gesto gratuito, sino la apertura de una analogía arquitectónica que busca sugerir cómo la novela de Benítez interroga, golpea, y a la vez redescubre los umbrales del olvido, para hacernos recordar —o sospechar— que las ficciones también obedecen a una voluntad de modelar al sujeto humano bajo fines que no siempre le son propios, sino inducidos por estructuras ideológicas invisibles.
A lo largo de la historia, la humanidad ha producido diversas modalidades de esferas públicas: foros, ágoras, medios, rituales de exposición social. Sin embargo, solo en épocas más recientes, y particularmente a partir del siglo XIX, ha emergido la necesidad de configurar también esferas privadas, espacios donde las dinámicas del espionaje, la simulación y la intriga no solo se desarrollan sino que se legitiman como parte de la vida cotidiana. Aunque Umberto Eco nos recuerda en El nombre de la rosa que ya en la Edad Media existían prácticas organizadas de espionaje eclesiástico y político, estas aún no alcanzaban la forma de sistemas autónomos y totalizantes. En cambio, en la modernidad —y sobre todo en su tránsito hacia la posmodernidad—, asistimos a la consolidación de cuerpos esféricos organizados, dispositivos funcionales que constituyen una totalidad operativa y estructurada. Tal es, precisamente, el horizonte desde el cual Julio Benítez articula su novela, el de una historia del espíritu, en el sentido hegeliano, que se objetiva en tramas de vigilancia, control y desplazamiento identitario. Existir bajo operaciones de vigilancia ya no es un hecho excepcional, sino una condición ordinaria de la vida común. Narrarlas, como hace el autor, se convierte entonces en un acto de explicitación simbólica de las nuevas esferas que definen a la modernidad tardía.
No obstante, el objetivo que me anima en esta reseña no se limita a la dimensión política o estructural de la novela. Hay otra línea de análisis que deseo destacar y que atañe al lector como sujeto epistémico, la lectura como gesto de recuperación del pasado. Siempre que uno se sumerge en un texto —ya sea un libro de historia, un cuento o una novela de espionaje como esta— se activa un dispositivo hermenéutico que no solo busca interpretar la trama, sino también descubrir (o al menos cerrar) ciertos intersticios de la memoria. En mi caso personal, aludiendo a una reminiscencia biográfica, recuerdo que en la década de los ochenta, cuando inicié mis estudios en la carrera de Historia en la Universidad de Oriente, el decano de la Facultad era el profesor William Legrá, historiador de América, nacido en Baracoa, quien desde muy joven se incorporó a las filas del Ejército Rebelde. Luego de desempeñarse como dirigente de la juventud comunista en su ciudad natal, culminó su carrera en Santiago de Cuba, donde ejerció como decano con una firme vocación investigativa.
Este recuerdo no es anecdótico. Durante mis años de estudio, el profesor Legrá desarrollaba una tesis doctoral centrada en el accionar del Movimiento 26 de Julio en la región oriental. Una sección de ese trabajo abordaba, con particular intensidad, el tema del espionaje en Baracoa, su ciudad de origen. La pregunta que surge de modo inevitable es la siguiente: ¿es posible que William Legrá tenga algún vínculo familiar con Maritza Legrá, personaje central en Operación Serpiente? No lo sé. Tampoco es imprescindible saberlo. Lo relevante es el hecho simbólico: el apellido Legrá, presente tanto en el campo académico como en la ficción literaria, y asociado a la misma temática del espionaje, funciona como indicio textual, como pista que permite construir una lectura crítica donde se diluyen los límites entre lo vivido y lo narrado.
A partir de ahí, me permito formular una hipótesis sobre lo que constituye, a mi juicio, el núcleo problemático de la novela. Operación Serpiente plantea una indagación sobre la identidad cultural a través de la figura del retorno. El personaje principal no solo se mueve a través de operaciones de vigilancia, sino que, de manera más profunda, es movilizado por una fuerza que lo sitúa en el terreno del inconsciente colectivo. La novela se transforma así en un viaje hacia el origen, hacia esa instancia fundacional en la que el sujeto se reconoce, o se desconoce, en sus lazos genealógicos, territoriales y culturales.
Quisiera entonces enfatizar un aspecto medular para el lector atento de Operación Serpiente, la posibilidad de interpretar la obra como una alegoría del origen cultural frente a los desafíos que impone el desplazamiento migratorio contemporáneo. Bajo esta clave de lectura, la novela se revela como una construcción simbólica que trasciende los episodios de acción, espionaje, secuestros o muertes, para proponernos una meditación más honda sobre la fragilidad del sujeto que busca arraigo en territorios que ya no le pertenecen. La novela se sitúa en una tensión entre el arraigo y la intemperie, entre la lealtad a los orígenes y la necesidad de sobrevivir en espacios conquistados.
De ahí que proponga entender esta narrativa como una apuesta “cuasi antropológica”, “cuasi metafísica”, en torno a lo que denomino lo “ontocultural”: ese cruce entre el ser y la cultura que se manifiesta en las trayectorias migratorias, los dilemas identitarios y las tensiones entre lo local y lo global. En este plano, la figura del narrador omnisciente —Julio Benítez— se pliega dentro de la propia ficción, se disuelve en ella y reaparece, con ironía, como alter ego del Apóstol de Cuba o de Harry González, el agente del FBI devenido héroe. Esta maniobra, que recuerda las operaciones metaliterarias de autores como Borges o Nabokov, desestabiliza las jerarquías tradicionales del relato y convierte la novela en un ejercicio de autorreflexión literaria.
El detective Harry González, quien no es precisamente un policía cualquiera. Empieza en Glendale, California, como investigador local, pero en poco tiempo se mete en camisa de once varas y termina convertido en agente del FBI, viajando por tres países como si tuviera millas acumuladas: Estados Unidos, México y Cuba. Todo esto en una especie de Odisea al revés, donde en lugar de regresar a casa, Harry va directo al centro del enredo.
Aquí hay de todo, espías, crímenes, persecuciones, traiciones y hasta alguna que otra revelación personal. Porque sí, entre balaceras y conspiraciones, a nuestro detective también le da por preguntarse quién es realmente. Y ahí entra en escena su abuela Cachigua —sí, con ese nombre inolvidable—, que representa ese cruce de culturas mesoamericanas y caribeñas que llevan a Harry no solo a resolver casos, sino a mirarse por dentro. No es solo acción, hay misticismo, identidad, raíces y hasta una que otra enseñanza que no te esperas.
Si leemos esta operación narrativa en paralelo con obras como El problema de Spinoza, de Irvin Yalom, advertimos que Benítez también construye su relato como un juego de ocultamiento y revelación. Allí donde no existe un material narrativo inmediato, el autor lo inventa, lo construye, lo encarna, para conducir al lector hacia un lugar de revelación. En ese sentido, la novela no solo es una trama; es, sobre todo, un dispositivo, una esfera temática, un laberinto epidermizado, donde lo visible y lo invisible coexisten. El objetivo último parece ser guiar al lector hacia lo que permanece oculto: la esencialidad de nuestros orígenes culturales.