Por Galan Madruga

Leer Tercera persona (Poesía reunida) de Rolando Jorge (Ediciones Lulú, 2012) desde una perspectiva contemporánea implica asumir los presupuestos del pensamiento filosófico y existencial actual. Más allá de una simple recopilación poética, este volumen propone una reflexión crítica sobre la condición del sujeto moderno ante el colapso de los sistemas tradicionales de sentido: la religión, la metafísica y la moral. El poeta se posiciona desde una óptica que podríamos llamar post-trágica, es decir, no ya la tragedia como acontecimiento singular, sino como marco persistente de desamparo.
Rolando Jorge, como lector y receptor del pensamiento moderno europeo, parece haber interiorizado las coordenadas del malestar existencial. Con Kierkegaard, reconoce el temblor y la angustia como síntomas del ser que ha perdido el suelo teológico. Con Nietzsche, detecta el progresivo vaciamiento de los sistemas gnoseológicos, que ya no pueden sostener la noción de verdad objetiva. Con Sartre, comprende que la moral ha dejado de ser fundamento ético y se ha convertido en una estrategia del lenguaje. Estos tres vectores —religión, conocimiento, ética— aparecen en su poesía no como temas explícitos, sino como fondos de disolución, como zonas erosionadas por las crisis del sujeto.
Frente a este panorama, lo que emerge es el arte, no como redención, sino como única plataforma posible para enunciar el derrumbe. El hablante lírico de Jorge asume entonces una posición descentrada: se enuncia desde una “tercera persona” no como forma gramatical, sino como figura existencial. Este desdoblamiento no es un recurso estilístico sino una consecuencia ontológica. El yo ya no puede hablar en primera persona porque ha sido desplazado de su centro. Se trata, en este sentido, de una poesía del extrañamiento, en la que el sujeto solo puede pensarse desde una exterioridad respecto a sí mismo.
Tercera persona puede leerse entonces como una exploración de la identidad en tiempos de crisis epistémica. El poema se convierte en el lugar donde el sujeto trata de comprender su condición desde una distancia irónica, desde una suspensión del ego como centro de la experiencia. La voz lírica se despersonaliza, se vuelve máscara, instrumento, artificio. En vez de afirmar, cuestiona; en vez de revelar, oculta. Este gesto nos remite al barroco, no tanto como estilo decorativo, sino como lógica estructural: la negatividad como vía hacia el conocimiento.
Donde el barroco clásico sumaba imágenes y metáforas en busca de una verdad velada, Jorge propone una operación inversa: negar para encontrar. Su poética se construye por vía de sustracción, de decantación. El verso avanza retirando, despejando capas de sentido impostado, desmantelando las falsas certezas que la cultura ha acumulado sobre la noción de sujeto. En este sentido, cada poema actúa como un proceso de apertura: retira lo superfluo para dejar al descubierto una pregunta esencial. Esta estrategia de negación —más próxima al pensamiento de Adorno que a la poesía confesional— permite al lector acceder a una experiencia del texto no como revelación, sino como inquietud.
En esta poética del extrañamiento, la figura de la “tercera persona” se vuelve clave. Su función no es simplemente lingüística. Opera como categoría filosófica y como actitud frente al mundo. Al igual que en Electra Garrigó de Virgilio Piñera, donde el coro introduce una distancia crítica entre el personaje y el espectador, Jorge emplea esa tercera persona como dispositivo de despersonalización. El sujeto poético observa su experiencia como si no le perteneciera, como si hablara desde fuera de sí. Esta separación produce una escisión fundamental: la voz ya no narra una vivencia íntima, sino que intenta pensar desde el margen las condiciones de posibilidad de toda experiencia.
Lo helénico, en este contexto, aparece no como fuente de inspiración directa, sino como eco problemático. La tragedia griega establecía un vínculo directo entre el sujeto y el destino, entre el logos y el pathos. En cambio, en Tercera persona, lo trágico ya no se presenta como conflicto heroico, sino como imposibilidad de sostener una identidad coherente. La tercera persona se impone entonces como estrategia de distanciamiento, pero también como evidencia de una grieta insalvable: la del yo consigo mismo. Esta tensión genera un tipo de escritura donde el lenguaje funciona como espejo roto, incapaz de ofrecer una imagen completa del sujeto.
En este sentido, es pertinente mencionar la noción de decidofobia, elaborada por Walter Kaufmann, como marco conceptual para leer la obra de Jorge. La decidofobia designa el temor a decidir por uno mismo, a asumir la libertad radical del existir. En un mundo donde las estructuras que antes ofrecían sentido —Dios, la razón, la ley— han colapsado, el individuo queda expuesto a la responsabilidad absoluta de su ser. La tercera persona, en esta clave, sería una forma de defensa ante esa intemperie: al narrarse desde fuera, el sujeto evita el vértigo de la decisión.
No se trata, sin embargo, de una renuncia pasiva. La poesía de Jorge no cede al nihilismo, sino que intenta pensar la negatividad como vía de acceso a una forma más radical de lucidez. La angustia que recorre sus textos no es un fin, sino un medio: permite ver la fragilidad de los relatos identitarios, la inconsistencia de las ficciones morales y la artificialidad del yo moderno. De ahí que su poesía no aspire a consolar, sino a interpelar. Al lector no se le ofrece una verdad, sino una zona de incertidumbre desde donde repensar su propia experiencia.
En la tradición literaria cubana, esta actitud crítica lo emparenta más con un autor como Enrique José Varona que con el barroquismo afirmativo de Lezama Lima. En Con el eslabón, Varona expone con lucidez el agotamiento del sujeto positivista, incapaz de sostenerse como medida de todas las cosas. Del mismo modo, Jorge desmonta los mecanismos del yo moderno para revelar su impotencia ante el mundo. Ambos autores coinciden en un diagnóstico pesimista, aunque no derrotista: la condición humana está marcada por la finitud, la ambigüedad y el error, y toda tentativa de ocultar esa verdad solo conduce a formas más sofisticadas de autoengaño.
Por eso, Tercera persona debe leerse no solo como una muestra de sensibilidad poética, sino como una contribución al pensamiento contemporáneo desde la escritura literaria. La obra de Jorge no se limita a expresar emociones ni a retratar estados de ánimo. Interviene en una problemática mayor: la del sujeto moderno ante la disolución de los referentes metafísicos. Lo hace, además, desde una perspectiva que evita los lugares comunes del existencialismo tardío o del narcisismo posmoderno. Su poesía no busca el aplauso ni la identificación, sino la inquietud y la reflexión.
En un contexto donde la literatura tiende a diluirse en lo anecdótico o en lo banal, la apuesta de Jorge resulta valiosa por su rigor. Frente a la seducción del ego lírico, él propone una escritura que se observa desde fuera, que se cuestiona, que se niega. Y es en esa negación donde aparece la posibilidad de una nueva forma de decir. No se trata ya de expresar un yo, sino de pensar el lenguaje como lugar de tensión, como espacio donde la subjetividad se revela siempre incompleta.
Así entendida, la poesía de Rolando Jorge no puede reducirse a una estética del desencanto. Es, más bien, una tentativa lúcida de pensar la existencia desde sus márgenes. Y esa tentativa, por más sombría que parezca, es también una forma de coraje. En tiempos de decidofobia, escribir desde la tercera persona es asumir la intemperie, reconocer el vacío, pero también hacer de ese vacío un lugar desde el cual volver a empezar.