Luis Álvarez Álvarez, Premio Nacional de Literatura 2017, imparte una conferencia magistral en la apertura del XII Simposio Internacional Desafíos en el Manejo y Gestión de Ciudades, evento que se enmarca en las celebraciones por el aniversario 504 de la fundación de la otrora villa de Santa María del Puerto del Príncipe, en el Centro de Convenciones Santa Cecilia, en Camagüey, el 1 de febrero de 2018. ACN FOTO/ Rodolfo BLANCO CUÉ/sdl

OTRA CRÍTICA Y VERDAD

Por Luis Álvarez[1]

 El crítico, como cualquier (otro) escritor, sueña sus mensajes, su discurso subyacente y su proyección publica, desde una perspectiva a la vez interpretativa y evaluadora que solo adquiere vitalidad directa en un estudio específico de una obra cualquiera bajo la esperanza, no siempre objetiva, de que se está construyendo una verdad objetiva, al menos desde un punto de vista epocal, tanto como una proyección subjetiva, del propio yo del crítico, en su prodigioso diálogo con el otro. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, con su proverbial sequedad nos habla de que el crítico analiza, examina, juzga, valora, estudia un espectáculo, o simplemente algo. Lo de espectáculo me gusta, porque desde hace milenios, hasta donde sé, se ha hablado del gran teatro del mundo, y en tal sentido, el crítico (historiador, filósofo, sociólogo, filólogo, historiador del arte, culturólogo, antropológo, etc.) se asoma siempre a eso, una gran puesta en escena, un algo tremendo, complejo, vibrante, para ver.

Pero, al mismo tiempo, esa ilusión subyacente del crítico existe en un espacio que no es univalente, sino laberíntico, tal vez porque un crítico que aspire a serlo realmente, jamás puede escapar de su camino, por más que lo espante tanto como lo fascine, y a la larga, los infinitos senderos de que puede valerse en su labor de coautor, de constructor de mensajes sobre mensajes, hipertextos a partir de la tentación enorme que significa para él enfrentar la interpretación de una obra literaria, constituyen las direcciones múltiples que conforman el enigma y la atracción absoluta que supone un laberinto. De manera que estas reflexiones liminares sobre la crítica no son, de hecho, un prólogo, sino, si se me permite expresarme en términos musicales, resultan un tema principal, del cual cada uno de los ensayos y recensiones aquí contenidos sean variaciones concertantes. Esto responde, qué duda cabe, a mi propia manera de concebir la crítica; propia no por exclusiva, sino porque la asumo como intensamente personal, por completo inseparable de cualquier intento mío de interpretación sobre el hecho literario.

Ahora bien, de este primer nivel de respuesta me parece que es imprescindible acceder a otra dimensión de ese mismo problema, y valorar una cuestión de trascendencia, la cual sería el núcleo de un tema de tan ancho alcance como el de cuál puede ser el enfoque de la crítica literaria y aun la crítica en general en Cuba en todas sus orillas. Desde luego, me atendré, sobre todo, a la crítica literaria.

En primer término, los métodos semióticos, como sucediera en su día con los procedimientos estructuralistas, han tenido su auge, tanto en el extranjero, como —con evidente retraso— en Cuba. Sin la menor duda, la semiótica (y, en particular, la delineada  por pensadores como Iuri Lotman, sobre todo en sentido cultural) ha aspirado a funcionar como una teoría general de la cultura. Ahora bien, hay una gran distancia entre utilizar, de modo funcional, los aportes metodológicos y operacionales de una teoría, y, por otra parte, hiperbolizar su eficacia de una manera reduccionista. En pocas palabras, lo que quiero decir es que emprender un determinado estudio sobre uno, varios o todos los aspectos de una cultura desde el punto de vista de la semiótica, no puede justificar la idea —expresa o subyacente— de que la cultura como sistema general consista tan solo en procesos comunicativos y sígnicos; lo que sugiero, sin ser en ello para nada original, es que “la cultura en su conjunto puede comprenderse mejor, si se la aborda desde un punto de vista semiótico”,[2] lo cual no significa que tomando esta perspectiva como única se alcance una comprensión científica cabal.

Así, en buenas cuentas, lo que trato de decir es que lo importante, en principio, no es tanto el método que se utilice para analizar la literatura, cuanto la concepción que se tenga de la literatura misma, o, para decirlo de otro modo, por encima de cualquier método, modo de hacer ficheros, inventarios cronológicos o listas antologadoras, es necesario que uno sepa si se va a llevar consigo o no, a su personal e inevitable isla desierta, un ejemplar de La Cartuja de Parma, del teatro griego o de la poesía de Emily Dickinson, en vez de una edición crítica de las obras completas de Wolfgang Kayser, anotadas y comentadas por Northrop Frye, Roland Barthes, Tzvetan Todorov, Julia Kristeva o Susan Sontag, e incluso en otra esfera de la praxis hermenéutica, Mauricio Beuchot, entre otros: de la respuesta a esta disyuntiva derivan, por cierto, resultados en esencia distintos en cuanto a la manera de ejercer la crítica literaria. Nótese que no se trata de decidir si un tipo de lectura es más o menos válido que el otro: ambos son necesarios. La cuestión estriba en establecer prioridades de incidencia en la crítica literaria como tal. Y, sobre la base de la libertad de albedrío, opino que hay que empezar por definirse, uno mismo, frente a la obra artística, y solo después en relación con los textos que me sugieren, esclarecen y amplían maneras de releer aquellos textos que, en principio, ya yo he seleccionado como de valor para mí mismo y para mi época, en la medida en que decidí ejercer la crítica sobre ellos.

Un método tiene que ser un análogo del objeto del conocimiento; si se me permite hacer una reflexión perogrullesca, esta idea es acertada precisamente gracias a su definitiva simplicidad, y ella significa que el método no es idéntico, en cuanto ente metodológico y constructo mental, al objeto del conocimiento, sino solamente su análogo. Esto, en lo que se refiere a la literatura misma, implica algo más. Pues la literatura, como el arte todo, está sujeta a la dinámica de la transformación de la cultura, sea esta progresiva o, incluso, regresiva. Y de ello se deriva que, si la literatura ha de ser objeto de estudio, no es posible erigir simples fórmulas operacionales en métodos universales y absolutizadores que no tengan en cuenta tanto la historicidad misma de lo literario (e incluso de la literaturidad), como el complejo carácter de la obra literaria, que es, claro está, objeto, pero que nunca deja de ser, asimismo, expresión creativa, es decir, que entraña en sí a un sujeto, y, con él, un amplio componente de subjetividad. Pero habría de inmediato que agregar que no se trata de un solo sujeto, sino de dos: el sujeto emisor (autor) y el sujeto receptor (lector o archilector). De acuerdo con esto es preciso considerar no solo la obra literaria como un objeto de conocimiento, sino también hay que tener en cuenta el proceso mismo de la recepción literaria como actividad de cocreación o colaboración en formar un texto en y a partir de la recepción tanto como de la creación misma. A partir de esta idea, la obra literaria (pero no solo esta, también historiográfica, sociológica, culturológica, etc.) o, para decirlo con mejor precisión, el proceso de la recepción del texto, entraña a la vez la interrelación de dos sujetos sobre el mismo objeto comunicativo y de alguna manera, mediata o no, incluso entre ellos mismos. De aquí que el autor y el lector se encuentran a medio camino en la realidad textual de la obra literaria. Pero como esa realidad, por su parte, implica en sí —mediante los diversos procesos de la intertextualidad como fenómeno de alta frecuenta en el texto— una esencia que ha sido eficazmente caracterizada con la metáfora de la cámara de ecos, entonces la complejidad, dinamismo y plurivocidad del texto y de la recepción literarios se hacen mucho más evidentes.

Antes de seleccionar y desplegar el relumbrón y las erinas de métodos, metalenguajes, procedimientos, teorías, apotegmas y principios metodológicos, pienso que el profesional de la literatura debe esclarecer, si no para toda la humanidad y el cosmos intergaláctico, a lo menos para sí mismo, en su íntimo silencio de lector, de crítico o de maestro, qué es y qué significa para él, en tanto individuo sensible y cognoscente, así como para su tiempo, ese corpus cambiante, irreductible y multifacético que llamamos literatura, pero también hecho, texto, espectáculo cultural. Pues si no se tiene interiorizado de manera firme, o, para mejor decir, vivido un modo específico de concebir y comprender el arte de la palabra, el crítico y el maestro se convierten, frente a cualquier fenómeno de la cultura, en una especie de injerto entre pisaverde y esnob, alguien que se distingue, en la mitad del siglo XX, por llevar en la mano derecha un ejemplar de Tel Quel, en la mano izquierda un número de los Annales, y en los labios una frase de… Theodor Adorno. Aunque no siempre el reduccionismo metodológico provino de semejantes lechuguinos, lo cierto es que se trata de fenómenos muy vinculados en lo profundo: el dogmatismo y el esnobismo suelen compartir muchos términos y actitudes culturales.

De aquí mi desconfianza total frente al metodologismo a ultranza. Establecer el principio de análisis, antes de determinar a qué nos enfrentamos, conduce, con enorme frecuencia primero a la simplificación y, a la larga, a la desintegración y la mediocridad. No estoy pensando solamente en los resultados de una crítica literaria de perfil estructuralista o semiológico y que se obsesione con una coherencia metodológica (y no ontológica y dialéctica) a la que se confunde con validez cognoscitiva. También recuerdo en este momento las consecuencias que tuvo, en los más diversos ámbitos, el subrayar con talante enfático que la literatura, para serlo, tiene, siempre, un carácter de inmediatez social con su presente, mientras que se olvidaba de decir, además —y con el mismo énfasis, timbre, tono y diapasón—, que la sociedad, para serlo cabalmente, tiene que contar con una cultura espiritual y, por ende, con una literatura. Pues es por completo cierto que la literatura materializa en sus textos, en grados de evidencia diversos, a las ideologías; pero de ello no puede deducirse que el único acercamiento posible al texto literario sea desde la ideología. Se trata, por el contrario, de alcanzar una integración coherente y funcional, que solo puede lograrse, por parte del crítico, desde una conciencia cultural en su más amplio sentido.

Entiéndase bien: creo que es muy útil, por ejemplo, leer, comprender y utilizar a Tomachevski, por antiguo que ya resulte, y su ingeniosa percepción (aunque esta date de la primera década del siglo XX) de la estructura de la narración, pero creo que hay que saber, de igual manera, en qué medida esos procedimientos de análisis del formalismo ruso, tan útiles y agudos, responden a un esteticismo kantiano. Pero el asunto no es rechazarlos ni aceptarlos a priori, sino valorar, contemporáneas o no, si tales vías de análisis, en tanto factor operacional metodológico, concuerdan o no —y cómo— con lo que uno mismo, en la época y cultura en que vive, está dispuesto a reconocer sensiblemente (y no solo de modo conceptual) como obra literaria. Pues de nada vale que el crítico explicite, con carácter minucioso o no, la organización inmanente de un texto literario, despiezado así como un indefenso reloj: esa manipulación de la filología es una traición descarada a la razón de ser y el origen mismo de la crítica; no se responde al gusto, a la pasión o, simplemente —si se me permite emplear un término por completo démodé y en general en desuso en ámbitos críticos y académicos— al amor por la palabra artística (amor que se recibe y se da, y del que Martí decía, con razón o sin ella  —como prefiera cada cual— “el amor es quien ve”), sino que toda la actitud crítica responde entonces, en esencia, a un juego, de raíz positivista y dogmática, de puro ingenio lógico-analítico o de obsesión u oportunidad historicista, que no por gusto en sus diversos repertorios de metalenguaje profesional excluyeron todo término que trasunta un sentido de subjetividad y, en particular, de emoción perceptiva por parte del crítico. Por esta triste vía se llegó a identificar, en espacios académicos, la crítica de marcada carga subjetiva —“crítica impresionista”— con una especie de  irracionalismo lector e interpretativo.

Así como nos llegaron tarde, en particular a América Latina,, cada uno en su día, el positivismo, el sociologismo (vulgar o no), el freudianismo, el estructuralismo y la semiología, se nos está demorando la superación integradora de todas esas fiebres parciales. Porque, si bien los enfoques semióticos, las teorías bajtinianas, la teoría de la recepción, la crítica histórica, la sociocrítica, la literatura comparada, la muchedumbre, en fin, de métodos y procedimientos de análisis literario son utilizables siempre —al menos de manera potencial—, lo son en la medida en que nos ayudan a comprobar que somos capaces de discernir y expresarnos, de manera simultánea y concordante, como seres sensibles al arte, y a la vez como científicos y como cocreadores del texto a través de la lectura y la crítica. La crítica, como se ha dicho (y, sobre todo, como se ha negado con interesado y sospechoso encono, antes y después de T. S. Eliot) es también una creación por la palabra y una profesión de compromiso axiológico, es decir, labor a la vez cultural y ética. La esencial eticidad del crítico y, asimismo, del maestro, radica entonces en develar no una verdad literaria “absoluta” encerrada en el texto leído, sino una verdad literaria relativa, vale decir, honradamente plausible y verosímil para aquella contemporaneidad para la cual el crítico escriba y con la que aspira a dialogar.

Pero no es posible configurar un intercambio válido con los contemporáneos, si no se parte de un diálogo también con el autor, a cuyos textos uno debiera preguntar muchas cosas, pero también decírselas, pues la crítica no puede ser un triste monólogo de confirmación y halago, o un rechazo denostador. Me refiero, claro está, a la inevitable selección que el crítico ejerce,  porque toda lectura no es sino acto de escoger sobre el texto, como se escoge la mies buena y se la separa de la que creemos insuficiente. De hecho, toda interpretación, sea o no estrictamente literaria, se asienta sobre una delimitación que antepone unos elementos en lugar de otros. La selección misma del lector, del crítico, del ser humano que realiza una valoración, quiere ser una clave de revelación centelleante, ya se ejerza sobre un texto literario, un filme, un cuadro, un hecho cultural cualquiera, incluso la personalidad de un ser humano valorado como objeto de interpretación.

Pienso, para preferir por mi parte uno entre los incontables ejemplos posibles, en que de toda la copiosa, torrencial escritura que legó Simón Bolívar, ese crítico extraordinario que fue el cubano José Martí, en su entrañable interpretación sobre la trayectoria de Bolívar, citó tan solo una frase, tremenda y polisémica como toda palabra dicha ante la muerte, porque hay quienes no están dispuestos a renunciar a su derecho, ni siquiera en la cama de morir, donde el orgullo de Bolívar se sobrepuso a la fiebre para decir todavía con entereza: “Vámonos, José, que de aquí nos echan”, como si, más que la muerte, lo espantara el horror del contacto con gente pequeña y miserable.

Solo esas palabras evoca Martí en su famosa pieza oratoria sobre Bolívar, donde no hay una cita del “Discurso de Angostura” ni de la “Carta de Jamaica”; pero de ese texto minúsculo y altivo de Bolívar, se sirvió el Apóstol para expresar su propia evaluación acerca de dónde se situaban —en la segunda mitad del siglo XIX— la memoria cultural, los problemas políticos, los errores, los adversarios y la obra toda de Bolívar, ponderación genial por derecho propio, peleadora y trascendente, capaz de un diálogo fraterno con la figura de Bolívar, y concordante con el pensamiento personal de Martí sobre sus propios tiempos y los que habrían de venir para América. “Vámonos, José, que de aquí nos echan”: no, no es una mera frase personal de Bolívar. Tiene también que ver con un proceso entero de malestar cultural. Yo mismo hubiera podido repetir esa frase de Bolívar cuando, hace ya muchos años, fui ingenuamente a defender mi segundo doctorado en la Universidad de La Habana, sin saber que era el primero que lo hacía, y, con excepción luego de mi esposa, Olga García Yero, el único. E ignorando, en mi ingenuidad provinciana, que era imperdonable que un individuo que no pertenecía a la elite  de la intelligentzia oficial en esa Cuba deforme, alcanzara antes que nadie ese grado científico, por demás insignificante. Durante un año me negaron el derecho a examinar aquella tesis. Al citado, viajé a La Habana y allí, en la Facultad de Artes y Letras, volvieron a esgrimir el absurdo de que no sabían cómo se realizaba dicho examen. Fue un ejemplo  típico de miseria y de esquematismo. Cuando mucho, mucho tiempo después, conseguí examinar, ya estaba harto. Pobre país, pobre cultura, pobre universidad. Pero más allá de la anécdota en sí, ¿qué panorama de la crítica evidencia? No fue distinta mi peripecia de la sufrida por Rafael Rojas cuando osó valorar el pensamiento cubano de Enrique José Varona y contrastarlo con el de Martí: Cintio Vitier no pudo soportarlo. Misma historia sufrió Antonio José Ponte en un asunto parecido. Cuba, bajo el régimen socialista, experimentó un viraje impresionante hacia el estalinismo. Y eso siempre significa la muerte misma de la crítica, literaria, histórica, en una palabra, cultural en su sentido lato. La muerte del espíritu, pues. Sin crítica no hay interpretación, y sin ella, sin un pensamiento hermenéutico libre, toda evolución humana está condenada al fracaso y la esterilidad. No hay metodología que pueda reducir la inmensidad de la realidad cultural.

Con horror recuerdo la afirmación hecha en un libro de metodología de la investigación histórica publicado hace décadas en la Cuba socialista, en el sentido de que solo era respetable científicamente una afirmación sustentada en la redondez conceptual del dato estadístico. Digamos que el ejemplo que se esgrimía era más o menos este.  Véase  estas dos afirmaciones que improviso ahora, pero siguiendo la idea de aquel libro:

  1. En 1866 la población de esclavos y mestizos en Cuba alcanzaba un 28,65%, en total.
  2. En 1866 la población de esclavos y mestizos en Cuba era alta.

La autora consideraba que de esas dos declaraciones, solo tenía valor científico real la primera. PERO ES JUSTAMENTE LO CONTRARIO. Por dos razones. Ante todo, la conocida entrada ilegal de esclavos en Cuba impide creer efectivamente en la veracidad cabal de esos datos estadísticos. Muchos esclavos no fueron asentados y simplemente se ignoró su presencia en la Isla. En segundo lugar, la Guerra de los Diez años, en particular en el oriente del país, destruyó tanto iglesias como sus archivos, de modo que cualquier estadística sobre la base de los registros bautismales, etc., es parcial y poco confiable. De acuerdo con esto, la segunda afirmación, que es deliberadamente anexacta (no pretende en absoluto ser confiable a partir de datos numéricos, sino de razonamiento hermenéutico implícito) es la única científicamente válida: está nuestra época enferma de estadística y cientificidad epidérmica. La ciencia tiene que ver con los valores esenciales y no depende de la forma, exacta o anexacta, de presentarlos. Por eso estamos obligados a replantearnos las verdades. Es exactamente cierto que el 10 de Octubre de 1868 algo puntual sucedió en La Demajagua. Pero estamos lejos de poder estar seguros, incluso de quererlo, de un discurso absoluto al respecto. Desde al menos la década del setenta, la historiadora Hortensia Pichardo adelantó una interpretación muy distinta de los hechos incensados por la historiografía oficial cubana. Muy recientemente, el historiador Ángel Callejas de Velazquez adelanta una hipótesis aún más innovadora en su libro Hacienda patriarcal. No, la crítica es labor constante, no muerte de la indagación. Por esto en algún momento Tzvetan Todorov dedicó todo un libro suyo al tema de la relación entre crítica y verdad. A sus ideas me gustaría añadir que la relación entre interpretación, valoración y objetividad no pasa exactamente siempre por la verdad absoluta, sino por la infinita gradación de verdades relativas, esas de las que dependen no solo la investigación científica, la filosofía y la ética, la política, la economía y tantas esferas de lo humano, sino la esencia misma del progreso humano.

La labor del crítico se debe, en su más tenso eje moral,  a la percepción de la verdad de la cultura, porque ha de enfocar la creación a una doble luz, que no se constriñe solo al presente en que se crea la entidad cultural que se aspira a valorar: su correlato indomable es el propio presente del crítico, el aquí y ahora desde el cual y para el cual se levanta su voz de evaluación y, también de pasión creadora. Uno de los resultados patéticos del cientificismo y el metodologismo entecos en la crítica literaria, es el discurso entre comillas, como si lo único que pudiese respaldar la palabra del crítico fuese un rumor difuso de palabras ajenas. Las comillas, en lo común, significaron, en la realidad simple y cotidiana del lenguaje, que una palabra está tomada en un sentido que no es el habitual o el preciso: la obsesión metodológica ha carnavalizado su función, y ahora las comillas parecen haberse convertido en certificado de verdad. No proclamo con esto la exclusión del aparato crítico, cuya utilidad y aun necesidad suscribo por completo: simplemente pienso que tenemos que arriesgarnos a asumir además una perspectiva que atienda al ser específico de la obra de arte y al nuestro propio, en tanto receptores, intérpretes y creadores del hecho cultural. En suma, creo que es necesario acceder a una actitud equilibrada, vale decir, más culta y espiritual ante la literatura y la crítica, como ante toda la cultura. Pero esta vez tendría que ser sobre la base de una distinta madurez, que no renuncie a la eficacia del método científico, ni a la convicción ideológica, ni tampoco a la duda, ni mucho menos al misterio del placer, ni a la intuición pasional, ni, sobre todo, al intercambio con el texto a partir de lo que el crítico, y su propia época, han aprendido y, además, ¿por qué no?, redimensionado. Ahora bien, ello no puede hacerse de manera incoherente y sin fundamentar, porque libertad, según se sabe, no significa arbitrariedad ni es sinónimo de voluntarismo. De lo que hablo aquí es, justamente, de sana libertad de interpretación e, incluso, de actitud hermenéutica como cuestión esencial de la cultura, no como fervor metodológico tendencioso y dogmático.

Quizás para una renovación cabal de nuestra crítica literaria, sobre todo en la isla, pero no solo dentro de ella, sería conveniente aspirar a lo imposible, es decir, a una valoración intensa, personal e integradora de pasión y método, de amor por la literatura y ejercicio reflexivo del criterio; sería necesario, sí, pensar en lo imposible, pues también en lo que a estudios literarios se refiere, de lo posible sabemos demasiado. Esa aspiración no hace de mí un mitómano, sino que me confirma como alguien que, desde el tímido tono de sus fuerzas posibles, aspira a ejercer su vocación y su derecho de lector que colabora con una creación que, en su esencia, resulta tan interminable como la propia cultura..


[1]Cuba, 1950. Doctor en Ciencias y doctor en Ciencias Filológicas. Ensayista y poeta. En 2003 Premio de Pensamiento Caribeño (área de la Cultura) por el  Estado Libre de Quintana Roo, México, la Editorial Siglo XXI y la Universidad Autónoma de Quintana Roo. 2003. Premio Extraordinario de Ensayo sobre José Martí, Casa de las Américas, 1995. 2017 Premio Nacional de Literatura. Profesor Emérito de la Universidad de las Artes. 2007 Mención de Honor en el IV Concurso Hispanoamericano de Ensayo sobre pensamiento y  “René Uribe Ferrer”, convocado por la Universidad Pontificia de Bogotá y el Instituto Cervantes de Madrid.  Premio de Ensayo Histórico por la Editorial Oriente, Cuba.

[2] Umberto Eco: Tratado de semiótica general. Barcelona. Editorial Lumen, S.A., 1991, p. 51.

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