Por Luis Álvarez[1]
Reúno aquí anotaciones deslavazadas sobre el hecho mismo de historiar y, sobre todo, de engolfarse como lector en escritos de historia. Antes de iniciar un comentario que, por decisión propia, será poco coherente, debo hacer una confesión: leer libros de historia es mi descanso de las cargas de la profesión y la existencia; con ella, encogido en mí mismo, me olvido de qué tan engañosa puede ser a veces la centelleante imagen acerca del presente hermoso, vivaz y virginal, pues cada hoy nos sobrepasa con su carga ominosa. Revisar textos de historia, por el simple gusto de hacerlo, me enfrenta a los rostros múltiples del trayecto humano, tanto o más que cualquier formidable ficción narrativa. Por lo mismo, me ha angustiado siempre cuando he podido percibir una cierta noción actual de que la historia, como disciplina y aun como dimensión cultural, es vista como entidad estática y de baja temperatura. En tanto disciplina humana, ha estado sujeta a evoluciones desde los remotos días en que Jenofonte se decidió a narrar una derrota, lo cual, como uno de los textos iniciadores del discurso histórico, ya parecía advertirnos de que Clío es una musa voluble, y de que la historia, aunque se haya repetido tantas veces lo contrario, no solo se escribe por los vencedores. Ahí están el Memorial de Santa Elen o Visión de los vencidos, entre otros textos, para demostrarlo.
Si el siglo XIX inició una profunda transformación del oficio del historiador, derivada de la prodigiosa historiografía romántica francesa, en primer término, y, en mi opinión solo después otros autores más visitados hoy, incluidos Lewis Henry Morgan y Marx, pero también de otros muchos a lo largo de la centuria, desde el siniestro, pero agudo Thiers hasta el lúcido Theodor Mommsen. Se produjo un cambio fundamental, de aristas muy positivas y, también, como era de esperar, negativas. Si se examina alguna de las grandes obras históricas de los primeros tres siglos de la Modernidad, es fácil comprobar que se aspiraba, aunque fuera a veces de manera en muy rudimentaria en cuanto a cientificidad, a alcanzar una imagen integral del hecho histórico, de modo que confluyeran tanto móviles económicos, políticos, militares, pero también sociales y de modos de pensamiento cultural. Ese es el resultado —haya sido propósito de cada historiador o no— de las célebres Cartas de relación de Hernán Cortés, como de su opuesto y complemento Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. Con mayor sentido abarcador y espíritu científico, El siglo de Luis XIV de Voltaire es todavía, con frescura y eficacia cabales, un libro de historia de aspiración totalizadora, donde confluyen mariscales y escritores, dramaturgos y ministros, batallas y tratados, hechos de arquitectura y chismes sociales. Pues la murmuración, ese fenómeno humano y letal, también, nos guste o no, puede tener su relevancia en la valoración de una época. El s. XIX produjo un necesario interés por la conceptualización, la modelación científica de la imagen histórica, pero no tanto en su epidermis más perceptible, sino en cuanto a sus leyes profundas. Desde luego que hay que otorgar sitio a las obras de Morgan, como La sociedad primitiva, en que el discurso integra lo histórico y lo antropológico. Agréguese a ello la prioridad de la perspectiva historicista en ciertas disciplinas en trance de alto desarrollo, como la lingüística, que, a lo largo de esa etapa, será sobre todo lingüística histórica, pero también comparada y, a la larga, asumirá vertientes más claramente ligadas a la evolución social, tales como la geografía lingüística, la escuela de Palabras y cosas, la sociolingüística, e incluso, por sorprendente que pueda parecer, la estilística comparada. Sí, se diría que el XIX fue el siglo del sentido histórico, de modo que ya fueran el objeto de reflexión las artes, los alimentos, los utensilios, las ciudades desaparecidas o la arquitectura, el punto de vista historiográfico aparecía con una fuerza a veces obsesiva; la novela se atrevía, a su vez, a hacerse también histórica; los nuevos lenguajes artísticos, como el impresionismo, se empeñaban —por la vía de Wölfflin, entre otros— en encontrar precedentes históricos en estilos o escuelas pretéritos. Comienza a aparecer la noción de que, para que una actividad cognitiva pudiese ser considerada como ciencia, debía incluir una disciplina encargada de historiar esa dirección del conocimiento: y de ahí la concepción, todavía vigente, de que una ciencia, para serlo, debe incluir entre sus disciplinas una historia de sí misma. Más aún, Hegel declaraba, con toda la autoridad de que el gran pensador disponía en su tiempo, que la actividad filosófica fundamental era la historia de la filosofía, es decir, la contemplación y análisis del devenir de la reflexión filosòfica más que el pensamiento en sí. Antes que una teoría del arte, aparece la historia del arte, que da nombre general, hasta hoy, a los cada vez más complejos estudios científicos que deben integrar una formación especializada en esa área del saber.
Dicha centuria, con su consolidación del espíritu científico de la Modernidad, no solo tiende a la confluencia primera de varias disciplinas, sino también a una especialización extrema que, si bien era aspiración comprensible e incluso necesaria en la época, habría de legar al s. XX —y aun al nuestro— una cierta tendencia al esquematismo metodológico. Tales absolutizaciones habrían de terminar, como es su destino permanente, por ser desechadas, incluso a veces con rencor extremista, por nuevas generaciones de historiadores. El siglo XX, con la aparición de la revista Annales y el grupo nucleado alrededor de ella; con los estudios histórico-culturológicos de Benjamin Farrington o George Thomson y con figuras como Fernand Braudel, Arnold Toynbee, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Jerôme Carcopino, Marcel Bataillon, Guglielmo Ferrero, entre tantos otros de diversas latitudes y tendencias, significó una transformación extraordinaria en la historiografía y sus prácticas de investigación, e, incluso, impulsó el surgimiento de disciplinas enteramente nuevas, como la tradicionología, en la que, entre otros nombres, destacó la eminente investigadora polaca Zofia Lissa.[2] El movimiento de transformación de la historia estuvo muy lejos de ser unidireccional y esquemático; por lo mismo, entrañó una fuerte concentración en el valor mismo de la historia y —que conste que no digo esto por un mero juego de palabras— en los valores que entraña. El español Américo Castro fue, en lengua castellana, una muestra excelente de tales preocupaciones en su ensayo La tarea de historiar:
La Historia no hace escarmentar ni sirve de guía de conducta; contribuye, en cambio, a que la gente se dé cuenta del lugar humano en donde reside, y de cómo sea el ocupado por sus semejantes próximos o lejanos: esto, si la Historia realiza lo que ya va habiendo derecho a exigir de ella. Los hombres de hoy, con tanto viaje y comunicación, con tanto papel impreso, se sienten en más incómoda vecindad que nunca, pues la capacidad estimativa de la gente es limitada y está siendo forzada hasta un punto de indiscreta imprudencia. El volumen de inepcias que cada pueblo desborda sobre sus semejantes es tal vez mayor que en otros tiempos. De ahí mi interés creciente por un modo de historia intelectivo y valorativo, y mi menor simpatía por la sapiencia porque sí. El desequilibrio entre el saber y el entender valorativo (gusto y goce) es ya pavoroso.[3]
El siglo pasado, pues, se replantea el problema de la finalidad, e incluso la esencia misma de la historia, y se inicia un gradual acercamiento a la concepción del discurso histórico como creación de un tipo específico, pero que, en tanto creación al fin, tiene puntos de contacto tanto con la ciencia como con el arte. La historia es enfocada cada vez más como labor axiológica, destinada al análisis y fragua de valores. El destacado intelectual mexicano Antonio Caso escribía al respecto del carácter creativo del discurso historiográfico: “La historia es una imitación creadora; no una invención creadora como el arte, ni una síntesis abstracta como las ciencias, ni una intuición de lo universal concreto como la filosofía. El historiador revive el pasado, lo reanima, lo resucita. Su labor es, como la del artista, esencial y fundamentalmente intuición de individualidades y peculiaridades”.[4]
Fue, en efecto, Antonio Caso —no en balde integrante de una tríada de grandes intelectuales con José Vasconcelos y Alfonso Reyes—, quien dedicó atención particular a lo que él denominó el criterio de Windelband sobre la historia como ciencia cultural. Las reflexiones de Caso, quizás menos válidas en el presente, nos interesan como síntoma de la revisión que de la historia se va gestando en todo el s. XX. La investigación histórica, sobre todo desde la segunda mitad del s. XX, es asumida en asociación inevitable con los cada vez más poderosos medios de comunicación, que fueron abarcando más y más amplias zonas sociales y permiten hablar hoy, para decirlo con un término de Iuri Lotman, de una semiosfera, o capa planetaria de significados que interrelación los factores de la Naturaleza con los específicamente sociales y humanos, cuya importancia para la respiración vital (en cuerpo y espíritu) del hombre es similar a la de la atmósfera y, por cierto, están ambas sometidas a inmensa interrelación, pero también corrupción. Esa semiosfera tiene que ver de modo directo con una transformación del discurso histórico, y ello implica, desde luego, a todas las ciencias humanísticas, incluidas las que se ocupan de las distintas artes. Lotman, en su ensayo capítulo de La cultura y la explosión, afirmaba el dinamismo y la variedad infinita de la cultura en tanto macro-sistema de comunicación:
La estructura de la mente humana es sumamente dinámica. La concepción de que en la sociedad folclórica arcaica no había diferencias individuales y de que las cambiantes vivencias según el plan del calendario eran las mismas para todo el colectivo, debe atribuirse a las leyendas románticas. Ya la existencia simultánea de cultos paralelos a Apolo y a Dionisos, la irrupción sistemática en los más variados cultos de estados extáticos, amplió extraordinariamente los límites de lo predecible, lo suficiente, al menos, como para desechar el mito romántico de la ausencia de individualidad en una sociedad arcaica. El hombre se hizo hombre cuando tuvo plena conciencia de que era hombre. Y eso sucedió cuando se dio cuenta de que distintas personas de la especie humana tienen caras distintas, voces diferentes y vivencias diferentes. La cara de un individuo, al igual que la elección sexual individual, es probablemente la primera invención del hombre como hombre. La concepción de una ausencia de diferencias individuales en el hombre arcaico es un mito, como lo es la idea de un desorden de partida de las relaciones sexuales en un estadio inicial del desarrollo humano. Este mito es el resultado de la traslación acrítica, hecha por los viajeros europeos, de los ritos extáticos que les fue dado observar a las normas habituales y cotidianas de la conducta de los «salvajes». Los gestos y las reglas de la conducta cotidiana y, en particular, las danzas con trasfondo sexual, representan, sin embargo, rituales de influencia mágica en la vida diaria y, por consiguiente, deben diferenciarse por definición. En ellos debe realizarse una autorización de lo prohibido. Por tanto, para distinguir la conducta ritual de la cotidiana, hay que añadirles una transformación descifradora. Es igual que si los estudiosos de la vida popular, al encontrar la mención de que las fuerzas del mal, los difuntos y otros personajes mágicos eran zurdos, concluyeran: los creadores de esta mitología fueron gentes antiguas zurdas.[5]
En lo que se refiere a la gradual visualización de una semiosfera, es significativo que también Alejo Carpentier escribiera en 1956 un artículo titulado “El oficio del historiador”, donde afirmaba: “El oficio de historiador, en cuanto se refiere a los grandes acontecimientos que hemos presenciado en esta época, se va haciendo tremendamente difícil”.[6] Y luego añadía:
Y es que la historia contemporánea, al desarrollarse en escala mundial, impone al historiador un enfoque múltiple. Añádase a esto que las informaciones básicas no se encuentran ya solamente en los libros, sino en los órganos de información cotidiana, en las revistas, donde suelen hallarse datos, reportajes, memorias, cuya exactitud solo viene a comprobarse retroactivamente, varios años después. Tal artículo, que leímos distraídamente, sin concederle gran importancia, un día cualquiera del año 1940, cobra singulares caracteres de revelación en 1956. Un político importante pudo exponer, en una entrevista de rutinarios aspectos, ciertas ideas que habrían de traducirse en acciones futuras de un extraordinario alcance. [André] Gide sostenía, antes de morir, que los mejores historiadores de la Segunda Guerra Mundial, habían sido los grandes corresponsales norteamericanos, destacados en los frentes de operaciones. Ahora bien: vaya usted a releer las toneladas de papel que esos corresponsales ennegrecieron durante el desarrollo de los acontecimientos… Mucho más fácil es escribir hoy una biografía de Luis XV o de Fernando VII, que ofrecer el cuadro completo de un solo año de la pasada contienda.[7]
Carpentier subraya que su propio tiempo —umbral de la postmodernidad que se habría expandido a partir de la década siguiente a este artículo suyo en Letra y Solfa— es el que exige una historia con enfoque multivalente. Su percepción de humanista de alta cultura le permite presagiar la transformación del discurso histórico que años más tarde, en el 2000, el historiador Eduardo Torres-Cuevas describe de la manera siguiente:
La década final del siglo XX, que parece anunciar la complejidad con que abrirá el XXI, ha sido el espacio en el cual el reajuste de las sociedades modernas ha llevado a un nuevo debate sobre la idea misma de la sociedad y sobre la base de su seguridad intelectual, la modernidad. La crisis de las sociedades reales arrastró consigo a la idea de sociedad y, con ella, a todas las ciencias sociales, que se han visto en la necesidad de repensar, más que sus objetos de estudio, los métodos, los pre-supuestos, las teorías y las ideas en que se sustentaron. La única certeza que hoy poseemos es que estamos en tiempos de repensar la historia, las ciencias sociales y las sociedades reales. La historia, pues, está a debate.[8]
No voy a hablar aquí de posiciones aparentemente extremas (pero quizás no tanto) como la de Francis Fukuyama y su declarado fin de la historia. Habría que pensar más bien en el fin de un tipo de historia, pero eso sería tema de otras reflexiones.Una de las consecuencias de la conmoción antes descrita, es la revaluación de modalidades antiguas del discurso histórico —análisis de batallas, examen de costumbres, de relaciones diplomáticas, de fluctuaciones de gobiernos, etc.— que, durante buena parte del siglo XX resultó muy menospreciada. Así, por ejemplo, la muerte de Ignacio Agramonte en Jimaguayú, que resultó poco menos que incomprensible hasta hace muy pocos años, ha venido a ser explicada de una manera al fin convincente a partir de un estudio de la confrontación militar en que se produjo, la disposición de las tropas, las características de la vegetación existente en aquella época del año en la zona del combate —por el grado de visibilidad que permitía—, y de otras especificidades que corresponden a lo que, durante décadas, fue considerado en nuestros recintos académicos como superflua “hechología”, término que, empleado siempre en los años setenta y ochenta en sentido despectivo, en cambio, a mi parecer, en su sentido preciso de estudio de los hechos, es algo que no debe faltar en el discurso histórico, so pena de que este resulte más cercano a la pura fantasía, al mito o al voluntarismo de un narrador que quiere a toda costa imponer una perspectiva o identificar unos patrones teóricos mecánicamente repetidos. La cuestión no está en desdeñar los datos factuales, en aras de una teorización ideológica hegemónica, sino en saber que la teoría es válida en la medida en que resulta un análogo de su objeto de conocimiento y no un molde preconcebido para este. Otra cuestión fundamental que se consolida en el siglo XX, es la revisión comparatística con sentido científico cabal. Entre otros, Arnold Toynbee dedicó meditaciones de enorme trascendencia en su clásico ensayo A Study of History (Estudio de la historia),[9] a la necesidad de establecer nexos de comparación entre la historia de las diversas civilizaciones, no para hallar patrones de identificación estática y apriorística, sino para hacer historia profunda —y ruego que se tenga en cuenta esta expresión que le aplico—, en la cual el objeto de estudio de la historia es un proceso multifacético de producción de cultura, donde ni la similitud de entorno geográfico, ni la de raza, ni la de ciertos modo de creación de vida social, determinan nunca de modo absoluto y mécanico una identidad cultural. Es Toynbee quien apunta que ni la raza, ni el contexto tomado en sí mismo y en toda su amplitud, son factores positivos para determinar el desarrollo social y menos aún una supuesta identidad total entre las culturas.[10] Es Toynbee también quien apunta a una relación que llega a ser fundamental en la reflexión historiográfica de su siglo: los nexos entre historia y ficción,[11] tópico que Paul Ricoeur habría de desarrollar con más fuerza al develar la similitud de estructuras profundas entre el discurso histórico y el narrativo: “El carácter narrativo de la historia no es tan evidente como uno podría creerlo. Frecuentemente ha sido puesto en duda, incluso negado, o modificado al punto de que el relato deja de ser una característica necesaria de la historiografía”.[12] Ricoeur establece una relación entre lo que llama “historia contada” y la “historia de los historiadores”, vínculo que se resuelve en su tesis central:
la historia y la ficción se refieren, ambas, a la acción humana aunque lo hagan sobre la base de dos pretensiones referenciales diferentes. Solo la historia puede articular la pretensión referencial de acuerdo con las reglas de la evidencia común a todo el mundo de las ciencias. En el sentido convencional, ligado a la palabra «verdad» por la familiaridad con el mundo de las ciencias, solo el conocimiento histórico puede enunciar su pretensión referencial como una pretensión a la «verdad». Pero la significación de esta pretensión a la verdad es medida por la red limitativa que regula las descripciones convencionales del mundo. Por eso los relatos de ficción pueden alcanzar pretensión referencial de otro tipo, de acuerdo con la referencia desdoblada del discurso poético. Esta pretensión referencial no es otra que la pretensión de redescribir la realidad según las estructuras simbólicas de la ficción.[13]
Un siglo antes, ya Marx había intuido algo de esto al comentar que había aprendido más sobre la sociedad francesa en las novelas de Balzac que en los textos de los historiadores de su tiempo, sobre todo los romántico, a quienes, por lo demás, apreciaba y de los cuales aprendió bastante más de lo que se suele reconocer.
Apostillas sobre la intimidad de la historia en los estudios sobre cultura cubana.
Las transformaciones de la historia como discurso del saber han sido mucho más complejas que el incompleto panorama antes trazado, cuyo sentido único está ligado a mi personal convicción de que es necesario transformar mucho en el campo de las humanidades, en particular en lo que tiene que ver con los modos de investigar y de narrar la historia de la literatura, de las demás artes, en fin, de la cultura toda. Es cierto que, como fuerte índice de esperanza, en la última década han venido apareciendo, al menos en el terreno de lo que suele llamarse —para mi gusto no muy acertadamente— “historia propiamente dicha”, estudios que indican un cambio muy sensible y positivo en la perspectiva, una voluntad de captar la cultura misma y no un jirón amputado de ella. Me refiero a investigaciones como las de los cubanos Rafael Rojas (y sus estudios de grandes conjuntos) o María del Carmen Barcia, en esta, en particular, sus estudios sobre grupos de presión, capas populares desde una óptica de género, la familia entre los esclavos, Abreu Cardet, Urbano Martínez, pero también aludo a nuevas promociones —no estoy hablando de criterios de edad, sino de posicionamiento en el macro discurso histórico nacional— de historiadores insulares como Marial Iglesias, Yolanda Martínez, Aisnara Perera, María de los Ángeles Meriño, entre otros, y sociólogos que han incursionado con gran impacto en la historia “estricta” como Abel Sierra o Alberto Abreu Arcia. También sociólogos urbanos, como el talentoso Avelino Couceiro. Mientras, hay que esperar que se produzca, en algún momento, un despegue mayor en las historias especializadas en áreas específicas de la cultura, y que este se produzca desde perspectivas renovadoras.
Y qué decir de una historiadora tan profunda como la española Consuelo Naranjo, una de las grandes especialistas en el ámbito caribeño. Es una necesidad que se vincula con dos cuestiones capitales: ha habido una cierta inercia en cuanto a historiar de la cultura, lo que se refleja en ciertos encasillamientos en caminos trillados: no hay replanteos de problemáticas aún no bien esclarecidas como el Romanticismo insular, o el Modernismo, o las vanguardias, cuando la realidad es que cada uno de estos tres momentos es susceptible de ser visto en sus especificidades nacionales, que son más numerosas de lo que suele pensarse. Sigue habiendo una amplia gama de escritores que no queda más remedio, si nos decidimos a la sinceridad, que considerar escritores olvidados —por la crítica y por el mundo académico—, oquedad que, unida a lo poco que sigue conociéndose y estudiándose sobre la diáspora, nos enfrenta a una enorme área de silencios e ignorancia, tanto más graves cuanto tienen que ver directamente con la identidad cultural de la nación. A ello hay que añadir, como cuestión segunda, que estoy convencido de que el modo de estudiar y de narrar la historia de la cultura cubana llegó a ser en la segunda mitad del siglo pasado, sobre todo gracias a la brutal ideologización y esquematismos del marxismo-leninismo enarbolado oficialmente en la isla, tan árida, descarnada y falta de entonación emocional, que ello ha contribuido también al deterioro de la memoria histórico-cultural de las nuevas generaciones. La historia de la nación cubana —en términos de evolución social, economía, en consonancia con el profundo y devastador daño antropológico que ha venido sufriendo la sociedad insular, pero sobre todo en cuanto a historia cultural en su sentido amplio— necesita una interiorización ensimismada, una axiología del pasado que sea capaz de proyectarse, sin vacilaciones, hacia lo que es justo considerar la intimidad de la historia. Estamos demasiado marcados por un empleo fácil y en exceso coloquial del vocablo intimidad, de modo que el concepto resulta hoy referido tan solo a una amistad muy estrecha o a una zona espiritual muy privada, personal o familiar. Conviene remontarse al sentido prístino del término íntimo, que en su origen latino no era otra cosa que la forma superlativa del adjetivo internus, “interior”. En latín intimus significaba ante todo “que está muy adentro, en lo más profundo, muy interior, en lo más hondo”.[14] La intimidad de la historia, pues, puede concebirse como una zona intensa, viva y eficaz, que exige un calado cuidadoso para comprender su significación, que no es perceptible en lo epidérmico. Hay que añadir a esta definición deslavazada una cuestión principal: la intimidad en la historia radica en la descripción valorativa de una interrelación entre el sujeto y su contexto más inmediato, para a partir de ella proyectarse hacia una interpretación que pueda ser valiosa para una comprensión histórica orgánica de un fenómeno dado. Desde este punto de vista, el trabajo con la intimidad histórica es, por una parte, un procedimiento de acarreo de percepciones, destinado, en lo analítico, a aportar delimitaciones y revelar vínculos en un nivel macro. Por otra parte, las aportaciones de tales estudios tienen también una consecuencia no necesariamente analítica, sino sintético-intuitiva para la formación del imaginario cultural de una nación, vale decir, la selección que cada época hace de valores tanto emocionales y simbólicos como ideológicos e intelectuales.
No estoy exponiendo aquí ningún criterio nuevo: la evolución del discurso historiográfico ha sido un foco de atención de las humanidades desde hace muchas décadas, en particular luego de 1968, año de suma importancia para los cambios culturales que a partir de entonces se han venido experimentando. Una de las aportaciones de aquellos primeros momentos del la post-modernidad, fue la re-evaluación del presente para la historia y, con ello, el rescate del sujeto para el discurso historiográfico en cualquier disciplina. La importancia del presente para la labor histórica es identificable, desde luego, en otros momentos de la historia como disciplina; pero habría que esperar a la fundación de la revista Annales por Marc Bloch y Lucien Febvre, para que se convirtiera en fundamental la consideración de una nueva y radical importancia de lo que ha sido acuñado en la hermosa frase del poeta Mallarmé: le vierge, le vivace et le bel aujourd´hui, el virginal, vivaz y hermoso día presente; así aparecen nuevos métodos de investigación, como la historia de vida y otros. Al respecto de estos cambios legitimadores, Carlos Antonio Aguirre Rojas señala:
Legitimación e incorporación irreversibles del presente en la historiografía que van a manifestarse de múltiples formas en los distintos espacios historiográficos nacionales. Por ejemplo, y en primer lugar, en el enorme auge que desde hace seis lustros va a tener la rama y el método de la historia oral, de esta historia apoyada en los testimonios directos de los hombres todavía vivos, que es por fuerza una historia del pasado inmediato y del presente, y, en consecuencia, de los hechos y procesos todavía frescos, recientes, cercanos y muchas veces aún actuantes y vigentes.[15]
Después de excesivos años de sobrevaloración del documento y el monumento arqueológico como trincheras básicas de una historia positivista, y de una ideologización esterilizante en la historia marxista-leninista, el pensamiento occidental, con Michel Foucault a la cabeza, identifica la reversibilidad entre el documento y el monumento y, por ende, otros dinamismos antes no percibidos en lo que el gran filósofo francés llamara arqueología del saber. En el resurgir de enfoques historiográficos que demasiado habían sido preteridos en la primera mitad del s. XX, la biografía —y su variante más interna, la autobiografía— retoma en el presente un sitio de importancia, en lo que Aguirre Rojas llama “su muy debatida pero creciente recuperación como género específico del análisis histórico llevada a cabo por la modernidad”.[16] Y señala una cuestión fundamental:
[…] esta polifacética línea de reconstrucción de las «vidas» de los personajes «históricos», ha colocado de manera recurrente a los diversos biógrafos —historiadores o no— frente a uno de los problemas generales de toda concepción histórica posible: el problema de la compleja relación entre el individuo y la sociedad. Cuestión esencial para los historiadores en general, que se vuelve ineludible para todos aquellos que encaran este análisis biográfico-histórico en particular: ¿son, acaso, los individuos el simple fruto de sus circunstancias, o son, por el contrario, los creadores de su propia historia, capaces de modificar radicalmente su mundo y todos los contextos en que se han desarrollado?[17]
Al mismo tiempo, hay que agregar a este problema específico de la historiografía, la cuestión, esencial también, de la evolución misma del individuo, en tanto tal, a lo largo del devenir de las culturas: “Oscilando entonces, de esta forma, entre el personaje individual y el contexto de su época y su medio, el género biográfico ha sufrido, como la historia y la historiografía en su conjunto, los impactos de los grandes virajes históricos”.[18]
En el campo específico de los estudios sobre la cultura cubana, se vienen presentando problemas de muy fuerte calado. Uno de ellos tiene que ver con la ausencia de una perspectiva orgánica que permita visualizar tanto al sujeto como a su contexto en el devenir de la cultura nacional, de tal manera que, en ocasiones, se trazaron panoramas de ella tan impersonales, tan fríos, tan reducidos a movimientos, tendencias, ideologías, posturas políticas y leyes, que resultaron tan sintéticos como objetos de plástico y tan escuetos, que alguno de estos cuadros generales de la cultura nacional, como el de José Antonio Portuondo, cuyo título lo presentaba como bosquejo histórico, fue irónicamente rebautizado como bostezo histórico por los que en la década del setenta teníamos veinte años y muchas ansias de desbrozar camino. También se enfrenta, en otro sentido, una miopía para establecer los tránsitos necesarios entre lo que pudiera yo llamar el nivel micro-cultural —anecdotarios, entrecruzamiento de trayectorias, coincidencias de vida, etc., etc. — y el nivel macro-cultural, que es el de las corrientes principales que orientan a cada época, generación, grupo o tendencia hacia una dirección determinada. A fines del s. XIX, en Francia se escribieron varias obras —por ejemplo, Madame Récamier et ses amis [“Madame Récamier y sus amigos”], de Édouard Hérriot— que abordaban una figura literaria de relieve, y, con exhaustividad histórica, ponían de manifiesto sus interrelaciones, sus metas afines, su mentalidad, sus diferencias. En suma, se trataba de estudios que iluminaban micro-estructuras culturales y que, por ello mismo, contribuían a visualizar, incluso a transformar, la imagen de una época.
La cultura cubana, por su relativa juventud, está aún llena de meandros de silencio y oquedades mal comprendidas que, en un planeta cuya semiosfera se hace cada vez más espesa e irrespirable, resulta un peligro creciente para la comprensión, estudio y defensa de nuestra identidad cultural. Pero para penetrar en esas zonas de carencia, es preciso abandonar esquematismos y prestarle atención cabal —y no exclusiva, ni dogmática— a lo que antes he considerado como intimidad de la historia, territorio profundo en que lo subjetivo y lo contextual comienzan a entrelazarse de manera indisoluble. En primer lugar, esta asociación es imprescindible para comprender incluso posturas estéticas, proyectos culturales, polémicas de época. Véase un ejemplo a mi juicio transparente.
La intimidad de la historia en el nivel microcultural.
Vale la pena considerar, aunque sea de manera muy rápida y tal vez incompleta, algunos ejemplos de enfoque sobre la intimidad de la historia cultural cubana a nivel micro.
En 1894, un hecho interesantísimo, entre épico y novelesco, y en todo caso lleno de matices, en particular por la fogosa valentía juvenil de su protagonista, dio lugar a un incidente que tuvo una enorme resonancia periodística y política en Cuba. Enrique Loynaz del Castillo, héroe principal de esa peripecia, incluso la narró en una carta a Serafín Sánchez. Véase lo sucedido en términos de su sentido novelesco y su valor para una integración al imaginario cultural cubano.
Los Loynaz, como alguna vez comentó Dulce María con mucho gracejo, están indisolublemente ligados a la revolución independentista cubana en el s. XIX. El abuelo de la escritora, Enrique Loynaz y Arteaga, tenía, antes de la Guerra de los Diez Años, negocios en la isla de Nassau, en las Bahamas, y viajaba sistemáticamente entre ella y Nuevitas con la goleta Galvanic, la cual, una vez comenzada la gesta del 68, trajo a Cuba la primera expedición, llegada a las costas de la Guanaja el 27 de diciembre de 1868. A partir de allí, tuvo la peligrosa misión de dar continuos viajes entre Nassau y la costa norte de Camagüey, acarreando armas, medicinas, correspondencia, etc. Era un hombre de gran valentía. En uno de estos viajes, avistó un bote a la deriva, desde el cual le hacían señas desesperadas a su barco. Cuando se acercaron un tanto, reconocieron allí al famoso jefe de una cruel partida de bandoleros en Camagüey, que iba herido con dos de sus secuaces. Los compañeros de viaje de Loynaz le pidieron que los dejara a su suerte, dado que eran incluso asesinos bien conocidos. El patricio se negó a esa inhumanidad y no solo los recogió, sino que los llevó hasta Nassau, donde se ocupó de que un médico atendiera al bandido. Enrique Loynaz y Arteaga fue designado jefe de una de las dos compañías en que fueron divididos los expedicionarios. Permaneció durante algún tiempo en el territorio camagüeyano mambí; más tarde, tuvo que marchar al exilio, y se radicó en Puerto Plata, en República Dominicana.
En su casa allí radicaba la Agencia de la República de cuba en Armas, que recolectaba fondos y realizaba otras tareas independentistas. Solo regresó a su patria después del Pacto del Zanjón. Nunca abdicó de su acérrimo independentismo, como se evidencia en una carta de Martí —fechada el 30 de abril de 1895— sobre los preparativos para el 95.[19] En Puerto Plata nació Enrique Loynaz del Castillo, que habría de ser padre de Dulce María. Desde muy joven ingresó en las filas separatistas. Fue, como se verá, uno de los patriotas principeños más allegados a Martí, a quien conoció en 1891. Loynaz protagonizó, en su primera juventud, varios hechos que revelaban su pasión política. Uno de ellos, siendo apenas un adolescente, fue que, viendo desde un balcón del principal hotel de Puerto Príncipe, que por la calle pasaba un regimiento español, desplegó sonriente en su balcón la bandera insurrecta. En otra ocasión, el terrible muchacho organizó con varios amigos de su edad una excursión a caballo hasta la Sierra de Cubitas. En el camino se encontraron con dos soldados españoles que hacían la ronda rural. Sin pensarlo ni consultarlo, Loynaz, que debe de haberse imaginado al frente de la legendaria caballería de Agramonte, les dio el alto y les exigió con autoridad que entregaran las armas… a aquellos niños que no llevaban ninguna. Los soldados, estupefactos, así lo hicieron. Luego que se alejaron, Loynaz arengó a sus amigos para… que todos se alzaran en armas con los fusiles y pistolas de los dos soldados españoles. Sus amigos, entre los que iba Pepe Martí Zayas-Bazán, lo disuadieron, y en lugar de eso acordaron tomarse una foto todos, como recuerdo del día que casi declaran de nuevo la independencia. Esta anécdota, que fue conocida, pero no comentada por José Martí, debió haberlo hecho sonreír con orgullo.
En 1891, Loynaz viajó a Nueva York donde lo primero que hizo fue pedirle a Serafín Sánchez que lo presentara a Martí. Es simpático que un compañero de Sánchez ripostó que era una locura hacer eso: “Este es el gran disparate: ¡llevar este muchacho a Martí, es para que salga dando vueltas de carnero!”.[20] Y, en efecto, Loynaz salió deslumbrado de esa visita, pero también Martí supo apreciar el valor increíble del muchacho. En 1894, Loynaz decidió fundar una línea de tranvías de tracción animal en Puerto Príncipe, para lo cual debía comprar en Nueva York los vehículos necesarios. En medio de sus gestiones, se le ocurrió una idea que expuso a Martí: ocultar bajo los asientos de madera de los seis flamantes tranvías, 200 fusiles Remington y 47,000 balas. A Martí la idea le pareció bien, siempre y cuando Loynaz se comprometiese a no revelar el secreto a nadie más que a Emilio Lorenzo-Luaces, coronel veterano del 68 y presidente de un club revolucionario secreto. Este señor residía en el poblado de Minas y tenía un gran prestigio patriótico. Acordado esto, Loynaz navegó con su peligrosa carga hasta Nuevitas. Allí, mientras hacía los trámites en la oficina aduanera, pudo oír cómo uno de los tranvías, suspendido por el guinche del puerto, chocaba contra algo. El intrépido muchacho decidió que ese golpe podría haber levantado la tapa de alguno de los asientos y revelar su carga. Así que dejó todo, echó a correr por el muelle y, como en la mejor película de acción, mientras corría vio un martillo tirado, lo recogió, logró subir al vehículo antes que los aduaneros y alcanzó a martillar de nuevo algunas tapas de asiento que, en efecto, se habían levantado. Pasado este incidente, los tranvías fueron subidos sin problemas al tren con destino a Puerto Príncipe.
En el trayecto, Loynaz se bajó en Minas para entrevistarse con Lorenzo-Luaces. Este se sintió muy poco entusiasta con el encargo de Martí, pero lo aceptó. En la conversación, sin embargo, se produjo un incidente que habría de desatar un cambio en el curso de los acontecimientos. Lorenzo-Luaces le comentó a su joven visitante que la guarnición española de la ciudad de Puerto Príncipe —núcleo básico de la presencia militar española en la región—, había abandonado la ciudad para hacer una gran cacería de los bandidos que infestaban los campos. La respuesta de Loynaz fue un relámpago: entonces era posible utilizar las armas que traía para tomar la ciudad y declarar la independencia. Esto, desde luego, era por completo contrario a las órdenes que tenía de Martí, pero su respuesta era coherente con sus impulsos juveniles. Lorenzo-Luaces se aterró, no le dijo nada y el muchacho partió a caballo para Puerto Príncipe. Llegó extenuado a su casa familiar y poco después dormía con el sueño de plomo de los niños. En la madrugada, su padre lo despertó casi a gritos. Le reprochó haber guardado el secreto de las armas, y en su lugar, habérselo revelado a Lorenzo-Luaces, quien era, contra lo que Martí creía, un zanjonero. Aunque siempre se defendió, incluso en una entrevista con Loynaz padre, y proclamó su inocencia acerca de la denuncia sobre las armas, es difícil pensar que esto haya sido verdad. Es más verosímil pensar que este señor hizo un pacto con las autoridades españolas en Puerto Príncipe: entregar las armas, con la sola condición de que le dieran un margen de tiempo al joven Enrique para escapar. En esa dramática conversación del alba, el padre, que, avisado a tiempo, había tomado sus previsiones, le dijo a su hijo que a una hora determinada, el tren mañanero entre Puerto Príncipe y Nuevitas tomaría con excesiva lentitud una curva a la salida de la ciudad, para que Enrique pudiera subir subrepticiamente al tren, del cual tendría que bajarse, por una maniobra similar, antes de llegar a Nuevitas. Allí, en plena manigua, tendría que valerse por sí mismo y tratar de llegar, aunque fuera a pie, a algún sitio donde ocultarse o desde el cual salir de Cuba. Así se hizo y, poco antes de arribar a Nuevitas, Enrique pudo bajar sin ser visto e internarse en el monte. De pronto, al cabo de horas de caminar, le dan el alto: son un grupo de tipos mal encarados que lo detienen y preguntan su nombre y procedencia. “Soy Enrique Loynaz”, dijo el muchacho. Y el de peor catadura le contestó: “No, tú no eres Enrique Loynaz. Enrique Loynaz es un viejo”. Aclarada la confusión, el jefe de los bandidos, que le debía la vida al viejo Loynaz, custodió al hijo hasta la costa, lo subieron a un bote y lo llevaron hasta la zona marítima por donde cruzaban los grandes barcos con destino a Nueva York. Tres días después, Enrique Loynaz del Castillo se entrevistaba con Martí.
Es innecesario comentar el sentido de gallardía, la frescura juvenil de esta aventura. Pero también su utilidad para comprender la grandeza de Martí, que no solo perdonó —sin dejar de censurar y castigar— al arrojado cabeza loca de Loynaz, sino que, desatado el escándalo internacional por el gobierno español, supo manejar el incidente, tan negativo en sí, en un sentido que dio lugar a una mayor unidad y prestigio al Partido Revolucionario Cubano. Sin esta anécdota de nivel micro-histórico, no se entiende bien la labor de liderazgo martiano, ni la mentalidad de los cubanos independentistas en un año crucial como 1894.
El nivel micro-cultural de la intimidad de la historia puede ser también un camino para alcanzar sorprendentes cambios en la visualización de procesos de gran calado. Véase un segundo caso que, con mayor nitidez que el primero, permite comprender, a plena luz, el tránsito de lo micro a lo macro en la historia de la cultura.
Debe recordarse con facilidad que la influencia de Martí sobre Rubén Darío fue decisiva; incluso, también, el fugaz contacto del poeta nicaragüense con Casal. El Modernismo, cuyas piedras fundacionales fueron puestas por Martí y por Manuel Gutiérrez Nájera, habría de hallar en Darío su más famosa y acaba expresión. Debe recordarse esto para comprender hasta qué punto resulta fascinante descubrir que el interés por superar la estrechez denostadora con que la crítica española del siglo XIX había desestimado a Góngora, tenía un nítido componente latinoamericano y, por lo que se dirá, incluso potencialmente cubano por la influencia reconocida de Martí en Darío. En efecto, Dámaso Alonso advierte:
La restauración de Góngora comenzó allá en Francia (a cada cual lo suyo). Fue necesario que al Parnaso le pusiera una deliciosa, matizada sordina al simbolismo, para que, dentro de este último, un gran poeta, Paul Verlaine, que no sabía español, volviera los ojos a Góngora. Culto tan genialmente intuitivo como burdamente “snob”, que Rubén Darío aprendió en los cenáculos de París y trajo a España.[21]
Rubén Darío narra, en su autobiografía, cómo los poetas Paul Verlaine y Jean Moréas, en la época de la estancia del gran nicaragüense en París, continuamente —posibles ecos de la estética romántica a lo Hernani— hacían gala de un españolismo y de un interés por el barroco, tal vez superficiales —quién sabe si coincidente con la fascinación de los impresionistas por la pintura de Velázquez, la cual habría de empujar a Wölfflin a rescatar y definir el arte barroco—, pero que no dejan de ser significativos:
Me habían dicho que Moréas sabía español. No sabía ni una sola palabra. Ni él, ni Verlaine, aunque anunciaron ambos, en los primeros tiempos de la revista La Plume, que publicarían una traducción de La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Siendo así como Verlaine sabía pronunciar, con marcadísimo acento, estos versos de Góngora: “A batallas de amor campo de plumas”; Moréas, con su gran voz sonora, exclamaba: “No hay mal que por bien no venga”… O bien, en cuanto me veía: “¡Viva D. Luis de Góngora y Argote!” […].[22]
Así que desde Hispanoamérica se impulsa también la relectura de Góngora, incluso desde antes del mismo interés de la generación del 27: en última instancia, la nueva manera de asumir su poesía está marcada también, y no poco tal vez, por la irradiación de América Hispánica sobre la Península. Como apuntaba Borges con agudeza, “[…] cada escritor crea a sus precursores”.[23] Se trata de un chispazo de genial iluminación sobre la reflexión teórica acerca de la tradición cultural, que solo cobraría perfiles mayores en la segunda mitad del siglo XX, por ejemplo, en las valoraciones de Zofia Lissa cuando señala: “[…] la tradición abarca solamente algunos factores de la cultura del pasado [diferentes en diferentes períodos] y los inserta en la fase en curso, dinámica, en devenir. Pero así sufre una transformación, puesto que se inserta en una estructura cultural. Precisamente por eso vive, aunque puede funcionar de un modo distinto de cómo funcionó en sus yacimientos anteriores”.[24]
Esa percepción de una elección de precursores es de vital trascendencia para la comprensión de la orientación de zonas importantes de la literatura cubana hacia un barroco transformado, vale decir, un neobarroco, sobre cuya esencia han sido vitales, como lo ha reconocido una multitud de estudios en otros país, las reflexiones de José Lezama Lima, de Alejo Carpentier y de Severo Sarduy.La generación del 27 delineó una imagen especial de Góngora, en la que se trasunta tanto un fino acercamiento filológico objetivo, como una verdadera pasión estética; tal es la imagen que trazara uno de sus miembros, Dámaso Alonso: “Como un grito en medio del tiempo, está allí clavada la generación: en un acto positivo de fe estética: homenaje a don Luis de Góngora”. [25] Y agrega en otro lugar:
Sí, mi generación volvió otra vez los ojos a Góngora. Lo aprendió de memoria, y lo estudió con minucia y lo revivió. El poeta, ¡qué iba a ser vago, qué iba a ser nebuloso! Ni tenía parangón posible con Mallarmé (¡paralelo establecido muchas veces!), ni con el simbolismo, ni con el impresionismo. Se correspondía, más bien, con un arte exacto, con un frenesí, digamos, alejador, desligador de la realidad (para volver a ella) por medio de poderosas imágenes, con el prurito de perfecciones y límites que acució primeramente a los jóvenes poetas de mis novecientos veintitantos.[26]
La vuelta a Góngora se concibe, a la vez, como un abandono de la violenta torpeza con que ciertas zonas de la poesía en castellano habían acusado los efectos del vanguardismo —estallido del ritmo, ludismo verbal no siempre de substancia estética, superfluo e irresponsable deshilachamiento expresivo, etc. —, y como una reivindicación de la metáfora, que ahora se eleva a la misma intensidad obsesiva que ya había trabajado, ciertamente, Góngora; la reconquista de este tropo también se presenta, en lo profundo, como una búsqueda de orígenes esenciales de la expresión lírica en castellano. Percibir este proceso cuyo primer latido —como batir de alas de mariposa— se inicia tal vez en la relación del Martí ya maduro como escritor y el joven Darío, nos explica por qué Nicolás Guillén no tuvo reparos en reconocer su acercamiento a la generación del 27, hasta el punto de que, ya en edad avanzada, declaró en una entrevista algo que resulta síntoma de una lucidez especial para el sentido profundo de la renovación poética en lengua castellana en la primera mitad del siglo XX: “En realidad, yo pertenezco a lo que pudiera llamarse la parte cubana del movimiento llamado del 27, en la que están Alberti, Prados, Lorca, Altolaguirre, Dámaso Alonso y muchos más. Eso hace que la característica de mi obra poética coincida, en cierto momento, con la de la obra poética de esos autores”.[27]
La intimidad de la historia en el nivel macro-cultural.
Nadie puede dudar de la admiración universal y cubana por José Martí. Tampoco es negable que sobre él se ha escrito ya tantas páginas como las de su, por lo demás enorme, obra escrita. Es incomprensible cómo determinadas facetas de su vida permanecen desconocidas; en particular un estudio cabal de su manera de comprender el arte en su sentido lato, puesto que, si bien se le ha prestado mucha atención a sus ideas sobre la literatura, solo más recientemente se ha venido a estudiar su noción de la arquitectura, la pintura, la música, y todavía no se ha logrado una imagen integradora, para la cual hace falta penetrar en sectores de hondura que corresponden a mi noción de la intimidad en la historia cultural. Por ejemplo, a la relación de Martí con el teatro apenas se le ha concedido atención investigadora. Pero, para hacerlo, hace falta, sin la menor duda, una perspectiva de intimidad historiadora. Véase el porqué a partir de un ejemplo específico.
Algún tiempo antes de estallar la Guerra de los Diez Años, vino a Cuba, con el ejército español, un joven español, mallorquín por más señas, Enrique Guasp de Péris, quien, en realidad, tenía el sueño de ser actor, pero buscó un destino militar que le permitiera una carrera económicamente menos azarosa. En La Habana este muchacho —pues no habría otra manera de decirlo— tuvo suerte, apoyada en sus propias cualidades personales: era inteligente, culto, simpático, comunicativo. Y llegó a ocupar una posición de importancia junto al Capitán General Lersundi,[28] en calidad de ayudante de campo. Cuando comienza la guerra independentista, Guasp comienza a sentirse incómodo en la posición de privilegio que ha alcanzado, y al cabo toma una decisión: el hombre se enfrenta al contexto, y el joven exitoso presenta su renuncia al Capitán General, con el añadido de que tuvo la rara valentía de decir que renunciaba “para no medir sus armas con los hijos de un país en donde tantas consideraciones había recibido”.[29] Así que no solo abandonó su cargo y la isla, sino también salió del propio ejército español. Regresó a la península, más decidido que nunca a ser actor, hasta que comprendió que la España de comienzos de la década del setenta era un ámbito fatal para el teatro. Tomó entonces otra decisión trascendente: el sitio ideal para el actor que él quería ser, no estaba en su patria, ni siquiera en Europa, sino en la América hispánica; allí podría llegar a realizar su vocación con un teatro nuevo. Así que preparó sus maletas, pero decidió pasar antes, claro que sí, por París y Londres. Finalmente, embarcó en Inglaterra en un buque con destino a México. Iba en primera clase, donde, por la generosidad de Fermín Valdés-Domínguez Quintanó, iba otro joven obsesionado por el teatro. Así se conocieron Guasp y José Martí, y establecieron una amistad que habría de tener consecuencias de una importancia que no ha sido valorada. Guasp no fue solo actor, sino también un artista interesado en promover, como proyecto cultural de gran alcance, el desarrollo del teatro nacional mexicano, al cual contribuyó con denuedo y no sin las luchas violentas que todo proyecto cultural suele enfrentar:
Siempre que se tenga que hablar de los grandes impulsores del teatro mexicano, habrá que recordar al actor don Enrique Guasp de Péris, a quien será necesario tributar un homenaje de gratitud por el entusiasmo con que se echó a cuestas la tarea de encaminar nuestra incipiente producción escénica por senderos prácticos y viables.
A pesar de que fue objeto de enconados ataques, por literatos de tanta valía como don Ignacio Manuel Altamirano, nosotros tenemos que reconocer que cuantas veces estuvo en su mano, Guasp de Péris procuró llevar al proscenio obras de ingenios nacionales; y basta echar una ojeada a los programas de las diversas temporadas en que actuó en México, para darse cuenta de que nunca dejó de representar piezas teatrales de autores mexicanos, aunque alternándolas con las de extranjeros, para dar gusto al público que así lo exigía, y para irlo acostumbrando poco a poco a las producciones nacionales.[30]
El interés de Guasp por promover un teatro nacional mexicano resulta significativo por más de un concepto. Ante todo, pone de manifiesto que su acuerdo de abandonar una posición ventajosa en el ejército colonial español, no había sido un mero arranque, sino que estaba ligado a una actitud de vida. En segundo lugar, lo pone en relación —más allá de su efectivo talento como artista de la escena, el cual Martí elogia de manera convencida— con resortes profundos del entonces joven periodista cubano, quien evidencia una profunda simpatía por el actor y director mallorquín. Martí incluso dedicó dos poemas a Guasp en 1876, en primero, “A Enrique Guasp”, del 26 de enero, destinado a un beneficio dedicado al actor español; el segundo, “A Enrique Guasp de Péris”, de carácter estrictamente personal. Incluidos por lo común entre los versos de circunstancias de Martí, merecen, sin embargo, una atención particular para calibrar, en ellos, tanto la importancia de Guasp para el Martí interesado en el teatro, como para advertir una expresión de las primeras nociones estéticas de Martí sobre el arte dramático. En el segundo de esos textos, se pone de manifiesto la confluencia de vida y pensamiento que Martí advierte entre el actor español y él:
Surcando el mar, pidiendo a las inquietas
Olas del Golfo espacio y albedrío—
Al par llegamos, tú con tus poetas,
Yo con el mal de un alma en el vacío.
Los dos trajimos a esta tierra bella
Un sueño y un amor; algo de canto
En la voz juvenil, y algo de estrella
En ti de gloria, para mí de espanto.
Cantor y actor—son formas encarnadas
De tan íntimo ser, que el uno brilla
Con el fuego del otro:—así enlazadas
Mis palmas vi con tu feraz Castilla.
Joven tú, joven yo, los dos lejanos
De una tierra infeliz, presto supimos
Cuán pronto enlaza el corazón hermanos
Llorando al par la tierra que perdimos.—[31]
Es evidente que Martí traza una imagen de destinos concordantes —incluso en la coincidencia de la llegada de ambos a México—. ¿Fueron literalmente compañeros de viaje? José de J. Núñez y Domínguez quiere considerar el texto del poema como un dato posible, y también incluso el de que se hubieran conocido en París, pues al parecer ambos coincidieron en la capital francesa.[32] Haya sido efectiva o no esta coincidencia de ambos jóvenes en París en su trayecto hacia México, su amistad fue muy estrecha, y asimismo su colaboración profesional:
Guasp inauguró su temporada teatral en septiembre de 1875, con la subvención que le dio el Gobierno del Presidente Lerdo, por acuerdo del 2 del mes ya citado y según el cual Guasp se comprometía a poner de preferencia obras de autores dramáticos mexicanos. Es seguro que Martí influyó con sus amigos políticos, entre ellos el licenciado Mercado, que entonces era Secretario del Gobierno del Distrito, para que se le concediera dicha subvención al actor balear mallorquín, quien abrió el primer abono el 22 de noviembre de 1875 con la pieza “Lo que está de Dios” y “La llave de la gaveta”.[33]
Es de suponer que los dos muy jóvenes intelectuales, a quienes también unía su condición de extranjeros en el país azteca, hayan conversado largamente sobre el arte escénico y, en particular, sobre la necesidad de un teatro nacional para México, tal vez incluso para América Latina toda. Del mismo modo, Guasp influyó en que Martí escribiera su refinado proverbio escénico Amor con amor se paga —cuya edición pagó el actor y director—, y que el cubano dedicó al actor español con las siguientes palabras: “Guasp: Puesto que este proverbio descarnado debe a V. dos veces la vida, por naturaleza, por gratitud y por vivo cariño del autor, es todo él de V.—Sea una prenda más de corazón entre V. y su amigo Martí”.[34] El primer poema dedicado a Guasp, que fuera leído en un homenaje a beneficio del actor, evidencia con nitidez y entusiasmo lírico la concepción primera de Martí acerca del arte teatral. El texto se abre con una consideración de corte por completo romántico acerca del genio creador —“Es ráfaga brillante / Que ilumina de súbito y esplende”—[35]. Luego, el poema expresa las ideas de Martí sobre la función estética del teatro. Hay que subrayar que, ya desde este poema juvenil, se evidencia una percepción del arte como conjunción inseparable entre poeta, actor y espectador:
¡Y en el proscenio, cuánto
El genio acrece! cuando airado estalla
Cuando abre en nuestro amor fuentes de llanto,
Cuando empeña batalla
Entre el pálido crimen y el divino
Perdón,—allí concluye lo mezquino,
Y el genio hermoso claridad derrama;
[…]
Y en público y actor el mismo fuego
En las venas la sangre precipita:
Hermanos forja el entusiasmo ciego:
Con el actor el público se agita.[36]
La amistad de Martí y Guasp, y, sobre todo, la comunicación entre ambos, se mantuvo por largo tiempo. En 1882, Martí le escribe a Manuel Mercado que ha visto a Guasp en Nueva York.[37] En otra carta al mismo destinatario, en1889, vuelve a hacer referencia al actor,[38] quien, por lo demás, encuentra sitio también, en otra carta a Mercado, en la remembranza emocionada del Apóstol sobre su primera estancia en México, “[…] cuando tenía yo la fortuna de estar cerca de Vd., y daba Guasp aquellos dramas de Peón […]”.[39] Determinadas confluencias de pensamiento y la sensibilidad artísticos —en particular de carácter cultural— debían consolidar la amistad de Guasp y Martí, y, también, influir en el interés de este último por el teatro. Pues Guasp no era un simple comediante, sino un actor de vocación artística real, un hombre culto —que le permite a Martí, según se verá a renglón seguido, relacionar sus enfoques con los de un krausista— y, en particular, un intelectual comprometido con su patria de adopción. Martí, según es muy obvio, fue por lo menos su interlocutor en un proyecto fundacional de un teatro para México, y sobre el cual escribió:
Guasp es un actor simpático, lleno de fuerzas activas, de inteligencia fértil y de nobles y loables deseos. Ve él en México una especie de patria querida, y el afecto le crea aquí ese bienestar en unas tierras, ese moverse en ellas con desembarazo y con fijeza, que sólo en la patria propia parece fácil aplicar y conseguir: ve Guasp en México inteligencias fertilísimas, por falta de vida literaria oscurecidas e infecundas; […] atiende, más que al provecho, a despertar el estimulo no habido, y dice entusiasta y bellamente lo que sobre estos decaimientos piensa, lo que para remediarlos podría hacerse, y lo que para realizar este intento se propone. Escribe todo esto en una exposición que presenta al ciudadano Presidente de la República […]. Es el documento en sí cosa buena y notable. No desdeñaría las razones con que comienza un aventajado discípulo de Krause, y tal parece que han vuelto a Guasp krausista aquellos inteligentes madrileños, tan dados a dejar correr las horas alrededor de una mesa del Suizo, como a hojear con detenimiento y cuidado el Ideal de la humanidad, que tan bien tradujo y comentó el maestro Julián Sanz del Río. Es común entre los literatos nacientes en Madrid un entusiasmo bello por los estudios y teorías diferenciales de la Estética, y Guasp ha hecho bien en aprovecharse de aquellas simpáticas ideas, que al fin el contacto de bellezas ennoblece y mejora el concepto propio […]. Arranques verdaderamente americanos ha sabido hallar el actor español al fin de su trabajo laborioso, feliz en lo que tiene de honrado en el intento, de bello en la forma, y de fácil y fructífero en su inmediata aplicación.[40]
Nótese la reveladora entonación con que Martí relaciona el proyecto de Guasp con el krausismo —forma en que el hegelianismo penetró con fuerza en España y sus antiguas colonias—. Más que información sobre el pensamiento del actor mallorquín, ese comentario informa sobre el joven periodista que comenta su proyecto. Martí tiene interés en revelar a Guasp como vinculado, de algún modo, con el interés que, en esa década del 70, estaban otorgando a la estética los krausistas españoles, y, en todo caso, perfila al actor español como hombre de pensamiento e ideales. El proyecto de Guasp —al fin y al cabo extranjero en México— encontró muchos obstáculos en la época, en particular en el campo de la política, precisamente por haber sido respaldado por el entonces presidente Lerdo de Tejada. Uno de sus opositores más fuertes fue Altamirano, intelectual mexicano de relieve en la época. Otro contemporáneo, Enrique de Olavarría y Ferrari, en su Reseña histórica del teatro de México, señaló más tarde, cuando había pasado mucho tiempo de la propuesta de Guasp y de la reacción que en pro y en contra de ella se produjo:
Lamento sinceramente haber descrito con poco favorables tintas aquel infeliz ensayo de protección al teatro, procurada por don Sebastián Lerdo, más que por amor al arte, con la interesada miga de ganarse la voluntad de los escritores en general […]. Y lo lamento […] por lo que este desfavorable juicio pueda influir en que no sean bien apreciados los relevantes méritos y cualidades de un actor tan grato al público, y tan estimado en lo personal por mí, como Enrique Guasp […]. A Enrique Guasp se le impuso […] la obligación de acatar las decisiones del Conservatorio en la representación de obras de autores mexicanos […] Enrique Guasp vino, pues, a encontrarse cohibido o coartado en su libre acción de empresario y director, y fue objeto de las iras y enconos de los opuestos grupos […] Sin embargo, Enrique Guasp hizo más de lo que hubiese podido hacer cualquier otro director en tan difíciles circunstancias. En poco más de un año dio cuarenta funciones con obras de autores mexicanos, sin más fiasco real y positivo que el del drama El Hombre Adúltero, de Roberto Esteva […], pudiendo en cambio enorgullecerse con los éxitos más o menos francos y efectivos de Gil González de Ávila, La Hija del Rey y Hasta el Cielo, de Peón Contreras: María, de Blanchi; Sor Juana, de Rosas; Conjuración de México, de Gustavo Baz; Ambición y Coquetismo, de Segura; María, de Obregón¸ Amor con Amor se Paga, de Martí […] La misma celebérrima subvención de los trescientos pesos mensuales, no siempre le fue pagada con regularidad, y al fin quedaron a debérsele más de dos mil, que ni siquiera pretendió cobrar.[41]
El proyecto teatral y la personalidad de Guasp merecieron respeto incluso de sus detractores. Pero este proyecto tan atacado por algunos, dio pie a Martí no solo a mostrar su solidaridad con el amigo muy estimado, sino, sobre todo, a expresar por escrito, por primera vez, una concepción incipiente sobre la relación entre arte teatral y identidad cultural hispanoamericana. Por eso dedica amplio espacio a exponer su propia valoración acerca del proyecto de Guasp, la cual se asienta, como puede verse a renglón seguido, en una noción de cultura nacional, concepto principal para el desarrollo de la libertad hispanoamericana. Si las ideas expuestas son de gran interés, mayor efecto aun resulta cuando se tiene en cuenta que Martí era entonces muy joven, y que su conocimiento de América estaba todavía en ciernes. Pero a pesar de todo ello su perspectiva fue clarividente cuando escribió a propósito del proyecto de Guasp:
Vive un pueblo, y vive sin teatro: ¿vive un pueblo acaso sin sociedad propia? ¿no incita la naturaleza a imitarla? ¿no exaltan los vicios a los espíritus nobles? ¿no rechazan los honrados las costumbres que dañan en su constitución al pueblo, y en su crédito y porvenir a la nación? ¿no son acaso inteligentes los espíritus que esto rechazan ? Porque sabe que lo son, imagina Guasp que darían, al aplicarse, resultados abundantes inteligencias dormidas ahora porque no se les pone a mano el medio de aplicación. He aquí el secreto de numerosas vidas infelices: mucho harían en verdad; pero no saben estos espíritus, por su naturaleza poco prácticos, manera ni lugar para hacerlo.
Publica la “Revista” en otro lugar, las bases que el actor español propone para el establecimiento de una escuela dramática, y fundación de un teatro nacional.[42]
Mucho más tal vez habría querido escribir en ese boletín augural, pero lo esencial —a la vez en sentido abstracto, es decir, teórico; y en sentido ideal, por tanto, fundador— quedaba expresado. Es el tema del arte teatral el que le permite enunciar una convicción ya enraizada: un pueblo no llega a consolidarse en una sociedad singular y propia, si se mantiene de espaldas a la cultura. Para el joven reportero cubano, el proyecto de Guasp, que él, por amistad, debe de haber conocido antes de que fuera mostrado como propuesta efectiva. Nunca sabremos, incluso, si algo más que su aquiescencia a las ideas del amigo, sino incluso su colaboración, haya respaldado el proyecto. Pues la idea de Guasp no era enteramente nueva: lo cierto es que, el día once de ese mismo mes de mayo de 1875 en que Martí comienza a trabajar en la Revista Universal, escribe acerca de un proyecto teatral de obvia coincidencia con el que Guasp presentaría más adelante:
El actor Zerecero tiene un proyecto que le honra, por cuanto quiere honrar con él la literatura mexicana.
Este estudioso actor intenta reunir todas las obras dadas a la escena por escritores mexicanos, hacerlas representar por la Compañía que dirige en Tampico, y una vez acostumbrados los actores a interpretar las creaciones escénicas de los escritores patrios, venir con ellos a México y dar aquí al público cuanto para el teatro han producido nuestros poetas y literatos notables.
Este proyecto responde a una necesidad que ha tardado mucho en hacerse sensible. Un pueblo nuevo necesita una nueva literatura. Esta vida exuberante debe manifestarse de una manera propia Estos caracteres nuevos necesitan un teatro especial.[43]
Está ya expuesta, en síntesis, una concepción martiana que no hará sino crecer con los años, y se expondrá más tarde, con plenitud, en “El carácter de la Revista Venezolana”, a la que no se llegó de golpe, sino a través de un largo camino cuyo punto de partida, la maravillosa coincidencia de la amistad y la aspiración artística, se hunden en la zona profunda de la intimidad de la historia martiana.
La segunda cuestión a la que me he referido, tiene que ver con la apropiación por las jóvenes generaciones de su herencia. Esto, desde luego, tiene que ver con la tradición cultural, término en extremo mal entendido y peor usado entre nosotros, que seguimos teniendo de él una noción enraizada en el siglo XIX. Como he querido hacer notar, siguiendo las teorías tradicionológicas de Zofia Lissa, la tradición no es un almacén donde se almacenan recuerdos: es una selección viva, que cada época ejerce sobre su herencia total. Si en cada selección se mantienen determinados valores, que forman así lo que pudiéramos llamar el núcleo duro de los valores culturales de una cultura, ello no significa que sean estáticos y perdurables en sí mismos, sino que siguen manteniendo una vigencia tal, u otra, que permite que sean escogidos, interpretados, reconocidos por una joven generación. De aquí que cuando pensamos que una antigua tradición “ha resucitado”, hay que pensarlo con mucho tiento, pues lo que ha sucedido es que el presente de esa resurrección ha reconocido esa estructura axiológica —la tradición es asunto, en lo esencial, de valores y no de decoraciones ni retóricas— como imprescindible para su propia existencia actual. Pero la selección de valores del pasado recibe el influjo directo del laboreo del presente, incluso de una conciencia de que ese acto de elegir debe partir de una visión penetrante y no del mero gusto epocal. Insisto en este punto, porque la cultura no es solo un proceso de creaciones espontáneas, sino que incluye también un componente de reflexión responsable. Esta idea, para mí esencial, puede ser también comprendida de un ejemplo de micro-historia cultural, precisamente uno que personalmente me fascina y que relatado más de una vez, por el modo en que ilustra la actitud de las nuevas generaciones ante su herencia cultural.
En los comienzos de la década del veinte del pasado siglo, cuando se operaban inmensas transformaciones en todas las esferas de la literatura occidental, uno de los críticos ingleses más descollantes, osados y conocedores de la gran renovación poética en marcha, Desmond McCarthy, fue invitado por la Universidad de Cambridge para dictar un curso sobre la poesía de Lord Byron. El día de su llegada, un grupo de jóvenes estudiantes lo esperó en la estación de trenes para lamentarse de que el célebre crítico tuviera que disertar sobre un poeta que, como Byron, era una antigüalla ajena a la sensibilidad vanguardista: ellos hubieran preferido escucharlo hablar sobre la poesía joven. McCarthy los escuchó con simpatía, pero les explicó que no podía variar el programa trazado por la universidad; así que les propuso reunirse en su hotel para hablar sobre la nueva poesía. Así, pocos días más tarde, aquellos muchachos, que desde luego no asistieron al tedioso curso sobre Byron, atestaron la habitación del crítico, para oírlo leer y comentar los versos de un audaz y por completo desconocido poeta joven, escogido por McCarthy como punto de partida para ejemplificar y exponer las tendencias entonces contemporáneas de la lírica inglesa. Unos cuantos poemas sirvieron para desatar el debate sobre la estremecedora libertad de fondo y forma en el verso moderno, la creciente metaforización, el cambio profundo en la mirada sobre el yo lírico y sobre el universo, la brusca mutación de los valores. En particular, admiraron todos versos tan audaces como “Ella avanza en la belleza, / como el relámpago desnuda las tinieblas”, verso que, como los demás allí leídos del poeta novel, demostraban claramente la arrasadora voluntad de cambio del comenzado siglo XX. Años más tarde, al referirle a André Maurois esta pequeña historia íntima, McCarthy recordaría cómo aquellos muchachos habían identificado con lucidez el movimiento renovador del estilo y la mentalidad que, apenas poco más tarde, en 1922, se habían visto brillantemente configurados en Tierra baldía, de T. S. Eliot. Al terminar aquel intenso coloquio norturno, entusiasmados, uno de los jóvenes preguntó lo que, en el fervor del diálogo sobre aquella muestra de poesía contemporánea, el crítico había olvidado mencionar. Y, claro está, McCarthy respondió con especial placer: “Se llama George Gordon, Lord Byron”.[44]
La intimidad de la historia, como he querido apuntar, no es una esfera de anécdotas privadas: forma parte de los modos de acceso a la propia identidad de un presente que, por serlo, requiere de instrumentos de comprensión de principal sentido humano, ese que nos permite estrechar las manos y codearnos con quienes recorrieron el camino que conduce hasta el presente y, a través de él, hacia el futuro. Cierro estas reflexiones inconexas insistiendo en que han sido hechas desde mi propio tiempo cubano actual, que está requerido, como siempre, pero también más que siempre, de una perspectiva nueva y un modo radicalmente distinto de acercarnos, por la vía del estudio académico, pero asimismo por la de la emoción más entrañable, al soterrado cimiento de nuestra cultura.
[1] Camagüey, Cuba, 1950. Poeta y ensayista. Premio Internacional de Pensamiento Caribeño en el 2003.Premio Extraordinario de Ensayo sobre José Martí Casa de las Américas, 1995. Mención de Honor en el año 2007 en el Concurso Internacional René Uribe Ferrer sobre pensamiento y lenguaje, convocado por la Universidad de Bogotá, Colombia, y el Instituto Cervantes de Madrid. Ha publicado más de cincuenta libros y varias decenas de ensayos sobre literatura, cine, pensamiento cultural y otros temas en su país natal, España, México, Alemania, Corea del Sur, Brasil y Argentina, entre otros. Doctor en Ciencias y Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Profesor Emérito por la Universidad de las Artes de Cuba. Actualmente es periodista en las revistas en Madrid Árbol Invertido y Alas Tensas. Reside de manera permanente en Brasil.
[2] Cfr. Zofia Lissa: “Prolegómenos a una teoría de la tradición en la música”, trad. de Desiderio Navarro, en: Criterios. Estudios de teoría literaria, estética y culturología. No. 13-20. Tercera época. Enero de 1985 a diciembre de 1986, pp. 221-241.
[3] Ápud Antonio G. Birlan: La historia. Ed. Américalee, Buenos Aires, 1954, pp. 33-34.
[4] Antonio Caso: El concepto de historia universal y la filosofía de los valores, Ed. Botas, México, 1933, p. 40.
[5] Iuri Lotman: “El fenómeno del arte”, en: Entretextos. Revista Electrónica Semestral de Estudios Semióticos de la Cultura. No. 5. Granada, España. Mayo de 2005.
[6] Alejo Carpentier: Letra y Solfa. Mito e historia. Compilación y prólogo de Raimundo Respall Fina, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997, t. 5, p., 219.
[7] Ibíd., p. 220.
[8] Eduardo Torres-Cuevas: “Prólogo” a: Carlos Antonio Aguirre Rojas: Braudel a debate, Imagen Contemporánea, La Habana, 2000, p. VII.
[9] Cfr. Arnold Toynbee: A Study of History. Oxford University Press, Londres, 1947, en particular las pp. 12-47.
[10] Cfr. Arnold Toynbee: ob. cit., el capítulo que se titular significativamente “The problem and how not to solve it”.
[11] Ibíd., pp. 43-47.
[12] Paul Ricoeur: “Para una teoría del discurso narrativo”, en: Semiosis. Números 22-23. Homenaje a Paul Ricoeur Enero-junio y julio-diciembre de 1989, p. 19.3
[13] Ibíd., pp. 78-79.
[14] Agustín Blánquez Fraile: Diccionario latino-español, Ed. Ramón Sopena, S.A., Barcelona, 1961, p. 913
[15] Carlos Antonio Aguirre Rojas: Itinerarios de la historiografía del siglo XX. De los diferentes marxismos a los varios Annales. Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, La Habana, 1999, p. 49.
[16] Carlos Antonio Aguirre Rojas: Braudel a debate, ed. cit., p. 10.
[17] Ibíd.
[18] Ibíd., p. 11.
[19] Cfr. José Martí: Obras completas, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 4, pp. 145-146.
[20] Cfr. Enrique Loynaz del Castillo: Memorias de la guerra, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1989, p. 56.
[21] Dámaso Alonso: “Recuerdos gongorinos”, en: Dámaso Alonso: Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. Ed. Gredos. Madrid, 1952, p. 310.
[22] Rubén Darío: “Autobiografía”, en: Obras completas de Rubén Darío. Afrodisio Aguado, S.A. Madrid, 1950, t. I, p. 105.
[23] Jorge Luis Borges: “Kafka y sus precursores”, en: Páginas escogidas. Ed. Casa de las Américas. La Habana, 2006, p. 211.
[24] Zofia Lissa: “Prolegómenos a una teoría de la tradición en la música”. Trad. de Desiderio Navarro, en: Criterios. Nos. 13-20. Tercera época. Enero de 1985-diciembre de 1986, p.223.
[25] Dámaso Alonso: “Una generación poética (1920-1936)”, en: Dámaso Alonso: Poetas españoles contemporáneos. Ed. Gredos. Madrid, 1952, pp. 184-185.
[26] Dámaso Alonso: “Recuerdos gongorinos”, en: Dámaso Alonso: Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. Ed. Gredos. Madrid, 1952, pp. 311-312.
[27] Ápud Ángel Augier: “Nicolás Guillén y la generación poética española de 1927”, en: Matías Barchino Pérez y María Rubio Martín, compiladores: Nicolás Guillén: hispanidad, vanguardia y compromiso social, ed. cit., p. 66.
[28] José de J. Núñez y Domínguez señala en su ob. cit., segunda nota al pie de la página 59: “Guasp había sido soldado del ejército español en Cuba y llegó a alcanzar el grado de capitán de las milicias regulares y de ayudante de campo del capitán general Lersundi en 1868, año en que pidió su baja para no medir sus armas con los hijos de un país en donde tantas consideraciones había recibido, según me lo ha comunicado su hijo don Enrique Guasp, quien conserva numerosas biografías de su padre, escritas por distintos autores y publicadas en periódicos y épocas diversos”.
[29] Ibíd.
[30] Ibíd., p. 58.
[31] José Martí: Obras completas. Edición crítica, t. 15, p. 143.
[32] Cfr. José de J. Núñez y Domínguez: ob. cit., p. 59.
[33] Ibíd., p. 61.
[34] José de J. Núñez y Domínguez: en su ob. cit., p. 61, agrega que, según testimonio del hijo de Guasp, “su padre costeó de su peculio la edición de Amor con amor se paga”. Esto explicaría la expresión de Martí en cuanto a que su proverbio “debe a V. dos veces la vida”.
[35] José Martí: Obras completas. Edición crítica, t. 15, p. 141.
[36] Ibíd., pp. 141-142.
[37] Marisela del Pino y Pedro Pablo Rodríguez, compiladores: José Martí. Correspondencia a Manuel Mercado. Centro de Estudios Martianos. La Habana, 2003, pp. 142-143.
[38] Ibíd., p. 294.
[39] Ibíd., p. 314.
[40] José Martí: Obras completas, Ed. Ciencias Sociales, t. 6, pp. 293-294.
[41] Ápud José de J. Núñez y Domínguez: ob. cit., nota al pie de las pp. 63-64.
[42] José Martí: Obras completas, Ed. Ciencias Sociales, t. 6, p. 294.
[43] Ibíd., t. 6, pp. 199-200.
[44] Cfr. André Maurois: L´Angleterre romantique, Ed. Gallimard, París 1953, pp. 24-25.
También te puede interesar
-
AIMEE JOARISTI ARGUELLES UNA CREADORA POLIÉDRICA
-
Enfrentamiento entre la Unión Europea y Rusia: un conflicto exacerbado por Gran Bretaña
-
Tertulia editorial con David Remartínez. Entrevista con el vampiro | Arpa Talks #71
-
Reedición de cuatro textos de Jorge Mañach en formato de plaquette y libro
-
«Burbuja de mentiras» de Guillermo ‘Coco’ Fariñas Hernández