Por Rafael Piñeiro López
La obra de Tarkovsky es profunda como un abismo; una especie de Aleph borgiano «donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Su cuestionamiento filosófico es soberbio precisamente por no ser un asunto menor e indaga en tres conceptos que, en mi opinión, son los más determinantes de la naturaleza humana y su curiosidad intelectual: la vida, la muerte y el estoicismo de la trascendencia. Para el realizador ruso, el arte era una especie de reflejo de la existencia humana, una «muestra tácita de una verdad existencial que diera sentido a nuestras vidas». Lo de Tarkovsky es cine arte o poesía que «rehúsa los preámbulos y los principios». Es tanta y tan intensa la profundidad teórica de sus postulados que cualquier obra que no le corresponda nos puede parecer superficial y fatua. Su tiempo es lento y pesaroso. Jamás fue un narrador nato… no le interesaba serlo. Tarkovsky era (y es) un esteta que intenta convertir imágenes en versos.
Roger Ebers de hecho lo intuía cuando afirmaba que «Ningún director exige más de nuestra paciencia. Sin embargo, sus admiradores son apasionados y tienen motivos para sus sentimientos: Tarkovsky intentó conscientemente de crear un arte que fuera grandioso y profundo y se aferró a una visión romántica del individuo capaz de transformar la realidad a través de su propia fuerza espiritual y filosófica». Ya su Ivanovo Detstvo era una cinta compleja y sinuosa que prefería exhibir las ninfas delfínicas de la belleza antes que una lectura racional de lo que cuenta. Es en ese sentido todo un logro. Y por ello también es pretenciosa y frágil. Lo que Tarkovsky trata de narrar no es el holocausto de una niñez perdida y al mismo tiempo redimida. Lo que Tarkovsky intenta es esbozar que la tristeza existe pero, que no puede imponerse al voluntarismo patriótico de los hombres. El mensaje, muy a tono con las indicaciones partidistas de la postguerra, se enmascara tras un estilo inédito que traspasa los márgenes de la escuela realista rusa. Y allí reside el mérito conceptual del filme, en no parecerse a otros, en distanciarse en su ilusión estética, del resto de la manada orgánica.
La obra de Tarkovsky no es extensa pero sí sustanciosa. Y aunque en cada una de sus piezas sobresale la magnificencia del creador perspicaz y soberbio, hay tres filmes que, en mi opinión, son cardinales para el intento de comprensión de sus ideas y obsesiones: Andrei Rublev (1966), ese fresco histórico de una Rusia tan ajena a la soviética y que, sin embargo, intuye el paritorio de los soviets; Solaris (1972), la más estupenda respuesta a la Odisea de Kubrik; y el Stalker (1979) cuasi occidental, «pre perestroiko», ya en los albores de su «carrera, en el último lustro de su existencia. Tres obras difíciles y angustiosas, reflejo del genio atolondrado del realizador ruso. Tres piezas fundamentales de todo el séptimo arte y más allá; tres testimonios apoteósicos del misterio de la naturaleza humana.
Rusia tiene origen tártaro. Es hija del imperio de Bizancio. Y en su Andrei Rublev Tarkovsky propicia el encuentro entre la Rusia medieval y el imperio comunista de los soviets, doscientos años antes de la ascensión del principado Romanov y justo después del declive del poderío tártaro. El crítico Jim Hoberman nos dice que «Andrei Rublev se convirtió en la primera (y quizás la única) película producida en la era soviética en tratar al artista como una figura histórica mundial y al cristianismo como un axioma de la identidad histórica de Rusia». Y es cierto. El filme habla apasionadamente sobre la compasión de Jesús, sobre las masas ignorantes y tontas, sobre la roca no escalable del misterio de la naturaleza humana. Tarkovsky establece la relación entre arte, cultura y sociedad sin tan siquiera hacer una declaración de intereses, una reafirmación ideológica en plena Rusia soviética, lo cual no es poco. Filmada en blanco y negro, con locaciones exquisitas y un manejo excepcional de los extras, Tarkovsky usa una cámara de planos medios con paneos verticales u horizontales y, a veces, una vista cenital que desciende en picada y en ocasiones casi alcanza el nadir, para susurrarnos al oído que la historia importa en el devenir de los hombres.
Andrei es un ejercicio estético magnificente, pero también un postulado sobre nuestras gratitudes, virtudes y debilidades, desde una amplia perspectiva panóptica que puede adolecer en un primer vistazo de su carácter antropológico, pero que termina perdurando como un ejercicio de fe en casi cualquier cosa. En el sufrimiento de Andrei, Tarkovsky plasma el nacimiento de la nación rusa. En la violencia mongola, el paritorio de una historia nacional, de un mito etnográfico. Va también, por supuesto, mucho más allá del mero historicismo. El encuentro de Rublev con los paganos establece la duda existencial de Tarkovsky, pero sin concesiones. ¿Es la fe quién redime o la naturaleza humana despojada de los avatares de la ascética cristiana? La disyuntiva semiótica es inevitable. Jame Russell describe esta pieza mejor que cualquiera: «Solemne, magnífico, asombroso: es difícil hablar del Andrei Rublev de Tarkovsky sin recurrir a adjetivos. Es aún más difícil conseguir que esos adjetivos abarquen la majestuosidad de esta tremenda película. Basado en la vida de un pintor de íconos del siglo XV, Andrei Rublev se compone de ocho actos que siguen a Rublev (Anatoli Solonitsyn) a través de los trastornos políticos y sociales de la Rusia medieval. A medida que prevalecen el hambre, los tártaros y la tortura, Rublev pierde todo sentido de propósito artístico y llega a renunciar a su voz, su fe y su arte».
Del ascetismo estético de Andrei Rublev, Tarkovsky muta a la filosofía «plana» de la oralidad existencialista de Solaris. El maestro, un esteta que privilegia sobre cualquier otra cosa la intención poética, reta la férrea visión materialista sobre la vida y sobre la naturaleza humana. Es algo que solo puede hacerlo alguien que duda de la muerte como fenómeno puramente biológico y terrenal. Y para ello se utiliza como catalizador a la novela de Stanislaw Lem, de la que Tarkovsky hace una recreación esencialmente libre, basándose en las emociones más básicas (amor, miedo, confusión y dolor, sobre todo dolor) para esbozar su historia. La ficción científica de Tarkovski no se ufana en predecir el futuro tecnológico o, incluso, social de la humanidad. Lem tampoco es Dick u Orwell o Aldous Huxley, estemos claros. Su determinismo es poético. Es decir, predomina la eidética de lo improbable, siempre desde una perspectiva lo suficientemente rala como para no incomodar a los burócratas del Komsomol. Tengamos en cuenta, una vez más, que la poética de la imagen es la hermenéutica a la que se aferra Tarkovski durante toda su obra.
Desde la perspectiva gráfica, Solaris aparenta por momentos ser una pieza casi plana, sin saltos estéticos al vacío, a no ser aquellas amplísimas e inacabables tomas del tercio final. Desde una visión humana, el logos de la obra es etéreo e impreciso. El enfrentamiento entre Burton y el panel de «tecnócratas» que evalúa sus «visiones», filmado en un sobrio tono bandicoot y estructurado modestamente en planos generales, medios y cercanos, es el ejemplo paradigmático del choque «cultural» entre las visiones del realizador y el status quo imperante que permitió y financió, por cierto, su proyecto. Los personajes retan el materialismo gubernamental de los soviets; Kris Kelvin, como psicólogo y hombre de ciencias, se rehúsa a tan siquiera considerar la posibilidad de que el arjé del cientificismo sea perturbable Su posición es apodíctica. ¿Y las constantes reapariciones de Hari se deben a una confirmación de que las leyes físicas no son absolutas ni universales? ¿O acaso es el imaginario de que la mente establece las leyes «físicas» a las que nos sometemos?
Para J. Hoberman, por cierto, Solaris es la película más pop que jamás haya hecho el gran cineasta ruso, cosa con la que concuerdo en lo absoluto. Los colores notables de los pasillos interiores de la estación espacial, el magma deslumbrante y viscoso del «espacio» exterior, los encuadres «lyncheanos» del Kris agónico y enfermo, nos trasladan a la estética kitsch de Warhol y a la virtualidad ochentera de las artes, pero con varios años de ventaja. La impronta de Solaris es palpable y se cuela en las rendijas de toda obra posterior que haya tratado de priorizar el «misterio de las almas» por sobre cualquier consecución hollywodense del espectáculo visual. Perrota, Daniel Knauf, el propio Lynch y muchos otros llevan consigo la huella, el estandarte del maestro ruso y su Solaris transgresora, bucólica y soberbia. Lo notamos en el Twin Peaks raro y perverso de los noventa y en los rastrojos de la muerte descritos por Damon Lindeloff, en las letras de Jeff VanderMeer y en las preocupaciones de Alex Garland.
En 1979 Tarkovsky adaptaría la novela «Piknik Na Obochine» de Arkadiy Strugatskiy y entonces la genialidad cobraría vida. Stalker es la obra cumbre del cineasta ruso. Es una pieza que atesora una belleza estética incomparable y que al igual que Solaris no es una historia rusa; es una historia humana. Personajes marginales en busca de una especie de verdad metafórica a los que Tarkovsky introduce en «la zona», especie de memento geográfico que el maestro utiliza como una metáfora de la felicidad, quizás como descubrimiento del secreto de la vida o de la muerte, que al final es una misma cosa. Es como si Tarkovsky se hubiera adelantado, con su visión apocalíptica, al horror de un Chernóbil que sacudiría los cimientos de la sociedad soviética, por ejemplo. Por cierto, en los últimos años, los guías que llevan ilegalmente a los turistas a la zona de exclusión del desastre de Ucrania, en la vida real, han comenzado a llamarse a sí mismos «Stalkers».
Tarkovsky nos habla del horror; un pánico interno que viaja por los vasos sanguíneos e irriga vísceras y tejidos. La obra va del ocre perpetuo de Pizzolatto al mundo «real» y al verde gélido de «la zona». Tarkosvky nos habla también con los colores. Nos alecciona, nos maldice, nos provoca. Su pesadilla es nuestra pesadilla. El director de fotografía: Alexander Knyazhinsky, filmó en dos centrales hidroeléctricas desiertas en el río Jägala, cerca de Tallin, Estonia, aprovechando cada resquicio tonal donado por Dios. Allí es que se cocina, entre hálitos cancerígenos y atipias respiratorias, una crítica despiadada al materialismo marxista, a la pseudociencia excluyente del imaginario colectivista que rehúsa a desbordar los márgenes de la conciencia. Tarkovsky, desde su sitial vigilado, desde el centro del avatar panóptico que lo acecha y condena, supo poner en jaque a los estrictos guardianes de la anti fe, tan o más fanáticos y militantes que las legiones del Cristo crucificado. De allí el resultado terrible de su triste final, muriendo en el exilio, a la sombra de su Stalker memorable. ¡A la sombra de su obra!
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