Por KuKalambe
Se había anunciado con redoble y aspaviento; aquel día llegaría el mensajero con las tres partes y las tres fuentes del cartayismo. No una doctrina cualquiera, no un panfleto para uso de aficionados, sino la revelación fragmentada de una visión total. Un tridente simbólico que, en boca de sus devotos, prometía no solo iluminar la historia del pensamiento, sino también organizar el caos nacional con la precisión de un metrónomo erudito.
Los convocados acudimos al punto señalado en una plazoleta sin sombra, un templete de sillas plásticas y una guagua vieja que parecía haber servido en más de una peregrinación ideológica. Éramos pocos, pero ansiosos. Maruja llegó con su libreta forrada en piel de contradicción; Nicanor, con el aliento a café recalentado y el alma llena de citas; yo, con la sospecha de que aquel evento terminaría como todos los proféticos: tarde, mal y con un ala rota.
Y no tardó en confirmarse. El rumor se deslizó por entre los asientos como una serpiente flaca: el mensajero no vendría. Había sufrido un percance. El ala se había quebrado. Así lo dijo el emisario del emisario, con una cara que era mitad pena, mitad burla.
—Se le partió el ala —murmuró, como si hablara de un ángel destituido o de un ave con vocación de estatua.
Nadie entendió si el ala era literal o simbólica. ¿Un brazo fracturado? ¿Un ala mecánica? ¿Una metáfora sobre la decadencia? Da igual. El mensajero no vendría, y las tres partes y las tres fuentes seguirían empolvadas en el sótano de alguna mente demasiado brillante para aterrizar.
En medio del desconcierto, el reloj marcó su sentencia y la guagua se iba. No era solo un transporte, sino la última oportunidad de fingir que algo importante había sucedido. Maruja fue la primera en moverse.
—¡A correr, que nos deja la guagua!
Y la escena se volvió dantesca. Nicanor tropezaba con sus propias teorías, Maruja perdía papeles con cada paso, y yo corría detrás de ellos, no por fe ni por doctrina, sino por instinto. Porque cuando el pensamiento se desploma, el cuerpo responde. Como en los circos, cuando el equilibrista cae, los payasos entran corriendo.
Subimos a la guagua justo cuando arrancaba, jadeando, sudados, sin revelación alguna, pero con una farsa fresca entre las manos.
—¿Y las tres partes? —preguntó alguien.
—¿Y las fuentes? —dijo otro.
Nadie respondió. Porque, en el fondo, todos sabíamos que no hay partes ni fuentes cuando el ala se ha roto. Que el cartayismo, como otros ismos, habita en ese limbo donde las ideas se anuncian con pompa y se ausentan con excusas.
El chofer, sin saberlo, soltó una sentencia final mientras ajustaba el retrovisor:
—Aquí siempre hay alguien que no llega, y otro que corre sin saber por qué.
Y ahí lo entendimos; el ala rota no era del mensajero, era del mensaje. Y nosotros, los pasajeros, apenas éramos sombras en un teatro donde el saber llega tarde, el transporte se adelanta y la ironía es el único equipaje seguro.
Desde entonces, cada vez que escucho hablar de teorías con alas, corro. No por miedo a quedarme, sino por el placer de volver a reírme del vuelo que nunca fue.