Por Spartacus

Palabras de presentación la noche del 4 de marzo de 2011 en la tertulia La otra esquina de las palabras
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La editorial Betania, a través de su colección Narrativa, ha publicado recientemente el libro De ceca en meca, del escritor cubano Gabriel Cartaya. Cartaya, Máster en Estudios sobre América Latina, el Caribe y Cuba por la Universidad de La Habana, dirige desde la Florida, Estados Unidos, la revista Surco Sur, dedicada al arte y la literatura hispanoamericana. En esta nueva entrega, nos presenta una docena de cuentos cuya articulación gira en torno a la experiencia del regreso, en un tono que podría calificarse de quijotesco, pero que se arraiga sobre todo en la meditación sobre la memoria, la identidad y el afecto.
De ceca en meca es un libro que apuesta por la recuperación de una memoria no únicamente perdida, sino dislocada en el tiempo, ocupada por fragmentos disonantes de la experiencia individual. La escritura de Cartaya revela la búsqueda de una continuidad afectiva con un pasado que se resiste a desaparecer, pero que se presenta bajo formas equívocas, a veces contradictorias. Se trata de una literatura que pone en escena la naturalidad de amar la vida, de enfrentarla con la entereza del que sabe que la existencia está tejida tanto de sobresaltos como de júbilo. Así lo expresa el autor cuando señala su voluntad de subrayar “el sobresalto perenne ante el encanto de vivir”, un impulso que recorre todo el volumen.
Los cuentos, por tanto, no son ejercicios de evasión ni tampoco meras viñetas de costumbres. En ellos resuena la voz del que recuerda, no con nostalgia vacía, sino con la intención de interrogar los signos de una pertenencia. Aparece, por ejemplo, la evocación de personajes como Pancho Chimarán, elocuente y fugitivo; el retorno de ciertos estremecimientos de la infancia; la fusión de la muerte con el ritmo de la música; la fugacidad de la dicha experimentada como una epifanía rústica, pero profunda. El resultado es una prosa que accede, a través de lo cotidiano, a la intuición de lo poético.
El libro no pretende otra cosa que celebrar la naturalidad humana en sus formas más ambiguas. Se trata de una literatura que no evade las contradicciones, sino que las asume como parte constitutiva de la experiencia. De ceca en meca funciona, entonces, como un brindis por aquellas pequeñas revelaciones que hacen soportable el peso de la historia, el dolor del arraigo y la belleza de lo que vuelve. Lo que el lector encuentra en estas páginas no son únicamente ficciones, sino vestigios compartidos, resonancias de una sensibilidad que puede reconocerse en quienes han habitado –o han sido expulsados– de una geografía emocional similar.
Esta intuición del cuento como vía para el reconocimiento espiritual del lector nos lleva a una consideración más amplia sobre el género. ¿Qué define la sustancia de un cuento? ¿En qué momento el relato deja de ser simplemente narración y se transforma en experiencia estética? La respuesta no radica únicamente en la estructura, el estilo o la técnica. Estos elementos, si bien necesarios, son insuficientes cuando se carece de una dimensión trascendente. El verdadero cuento no se limita a reflejar el drama humano o a replicar los mecanismos psicológicos del conflicto; debe ser capaz de sugerir que existe algo más allá del argumento, algo que no se dice pero que está latente: el espíritu del relato.
Muchos de los cuentos que integran el canon de la cuentística cubana carecen de esta proyección. En apariencia poseen color, ritmo, incluso ingenio narrativo, pero al final se revelan vacíos de sentido poético. El humor, tan característico de nuestra tradición –en su variante de choteo, de sarcasmo defensivo o de comedia del absurdo– ha ocupado un lugar central, pero con frecuencia ha servido para eludir la profundidad. Así, la risa que provocan estos cuentos es apenas un reflejo muscular, una válvula de escape del ego colectivo, incapaz de conmover o estremecer. Son cuentos que, en su mayoría, han sido funcionales al desahogo emocional pero estériles desde el punto de vista de la transformación del lector.
La literatura cubana, especialmente en su vertiente narrativa breve, ha tendido a reflejar más que a trascender. Hemos narrado lo que nos acontece sin preguntarnos por el sentido profundo de ese acontecer. La experiencia es tratada como una materia inerte, sin posibilidad de ser transfigurada en símbolo. Esta carencia de poesía, de verticalidad espiritual, ha afectado incluso a autores con talento indiscutible. En muchos de estos relatos falta el riesgo estético, la ambición de elevar lo anecdótico hacia lo revelador.
No es que falten intentos. El caso de Lezama Lima es paradigmático. Sus cuentos, a menudo subestimados frente a su obra poética y ensayística, fueron concebidos con la intención de superar la lógica del chiste fácil, del folclor complaciente, y proponer una “festividad” distinta: la celebración del enigma. Sin embargo, la crítica ha preferido medirlos con la vara de la eficiencia argumental, ignorando su aspiración simbólica. Lo que Lezama proponía no era un cuento eficaz, sino un artefacto poético, una alquimia verbal que apuntara a lo no dicho.
De forma similar, otros autores han intentado anclar su escritura en una conciencia del relato como arte. Luis Felipe Rodríguez, por ejemplo, supo cifrar en sus cuentos una visión “anti-geofágica” de la nación, una concepción crítica de la tierra como símbolo de explotación, y del campesinado como depositario de una dignidad no oficialista. A través de sus relatos, se insinuaba una comprensión más compleja de lo cubano, que desbordaba la caricatura o el panfleto.
En contraste, buena parte de la producción reciente parece satisfecha con repetir las fórmulas del costumbrismo o del testimonio disfrazado de ficción. En ellas, el cuento se concibe como un instrumento de denuncia o como un retrato de lo pintoresco, pero rara vez como un espacio para el deslumbramiento. La risa que provocan es útil, sí, pero no fecunda. Nos alivia sin transformarnos. Nos entretiene sin revelarnos. Y ese es, precisamente, el límite de su poética.
El mérito de Gabriel Cartaya en De ceca en meca no radica en haber resuelto por completo estos dilemas, sino en haberlos intuido. En sus cuentos hay una tentativa de reintegrar la dimensión afectiva y espiritual a la narración. Se percibe una voluntad de sugerir, de conducir al lector hacia una zona de experiencia que no puede reducirse al dato ni al argumento. Esa “leve sutileza del espíritu festivo” a la que aludía antes no es una simple alegría temática, sino la expresión de una apertura hacia la posibilidad de lo poético en medio de lo real. Por eso el libro no sólo me gustó: me conmovió.
No se trata de una obra perfecta ni de una renovación radical del género, pero sí de un gesto significativo: el intento de contar desde otro lugar. Ese lugar es, quizás, el de la conciencia de lo inacabado, de lo que falta, de lo que aún puede ser dicho con otras palabras. De ceca en meca nos recuerda que la función del cuento no es sólo reflejar al mundo, sino reinventarlo; no sólo narrar una historia, sino convocar un estado del alma.
La verdadera cuentística no se limita a representar la realidad, sino que aspira a transformarla, aunque sea mínimamente, en belleza, en música, en sentido.
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