El dilema de la nación cubana ante el estallido del 10 de octubre de 1868

Por Galan Madruga

Rafael Acosta de Arriba ha señalado que, para comprender el pensamiento de Céspedes, es necesario mirar hacia el futuro, hacia el pensar a Cuba. Céspedes, a pesar de ser una figura crucial en la independencia de la nación, nunca dejó un ideario completamente estructurado en tratados escritos que sirviera como mapa del independentismo cubano. Según Acosta de Arriba, este ideario no estaba predeterminado; más bien, se fue formando de manera orgánica a medida que se desarrollaba la vida cotidiana, según las circunstancias del momento. Este enfoque flexible y adaptativo fue una manera geniosa de sortear los obstáculos que se presentaban en la dirección de la República en Armas. Céspedes no se limitaba a seguir un conjunto de doctrinas o principios; él reconstruía día a día, paso a paso, su propia historiografía política. La independencia de Cuba no era solo un proyecto abstracto para Céspedes, sino un proceso continuo y fluido que tomaba forma en la acción misma.

Céspedes no pensaba de manera teórica o filosófica; él actuaba. Pero en su acción estaba implícito un modo genuino de pensar. En este sentido, la reflexión de Acosta de Arriba tiene una base sólida, ya que ve en Céspedes no solo un líder militar, sino un pensador pragmático, cuya filosofía política emergía de la práctica. Sin embargo, quisiera agregar algo que quizás ha sido soslayado en la interpretación de Acosta de Arriba. Céspedes no fue formado en un entorno intelectual diseñado para tomar decisiones políticas basadas en una concepción colectiva del pensamiento. No se apoyaba en las teorías de la Revolución Francesa ni en la ideología liberal-burguesa de su tiempo, que conocía muy bien. En lugar de ello, su pensamiento surgía de su experiencia personal y de su amor profundo por la patria chica. Pensaba a partir de la vivencia del amor hacia su región, hacia las peculiaridades y características de su entorno, lo que lo llevó a concebir una idea de patria que no encajaba con la noción común de la época.

Por esta razón, Céspedes no fue comprendido ni apoyado por muchos de sus contemporáneos. Sus compañeros, muchas veces, no podían entender su concepción de patria, ya que estaban más enfocados en una visión nacionalista, en la idea de una nación unificada antes que en el reconocimiento de la importancia de la regionalidad. El 10 de octubre de 1868 no fue solo un acto de independencia, sino una respuesta directa a los intentos de unificación nacional impuestos desde fuera, sin una conciencia plena de las realidades regionales que Céspedes había vivido y defendido.

En sus propias palabras, Céspedes dijo: “Tengo que estar siendo un embrión abigarrado, y aquí está la dificultad. En la elección de la crisolidad”. Esto refleja su lucha interna por adaptarse a las circunstancias externas sin perder su identidad. Por mucho que intentara adaptar su postura a las influencias ideológicas que venían del exterior, como las del Lugareño, no podía. No podía aceptar ciegamente las ideologías de su tiempo, ya que esas ideas no resonaban con su experiencia personal ni con su visión del futuro de Cuba. La dificultad radicaba, como en la misma lucha de José Martí, en el hecho de que la patria no es solo una construcción ideológica, sino una dimensión profundamente existencial. Para Céspedes, patria era un ser en sí misma, una identidad que surgía del lugar y las circunstancias en las que nacía y se desarrollaba. Su concepción de la patria no estaba basada en una ideología nacionalista abstracta, sino en el reconocimiento y la defensa de la naturaleza cubana, de sus orígenes, de la tierra y el pueblo que lo formaban.

Olga Portuondo ha argumentado que la patria local es el primer indicio de la patria y que, en su proyección, avanza en un campo geométrico: de la localidad a la regionalidad y de esta a la nacionalidad. Según Portuondo, la patria constituye un proceso que va desde lo inferior a lo superior, del microespacio al macroespacio. Aunque no cabe duda de que Portuondo tiene razón en muchos aspectos, cuando miramos esta concepción como un pensamiento, como una «voladura astral», pierde su creatividad e individualidad, convirtiéndose en una idea teórica. En su sentido más profundo, tal como lo concibe Céspedes, la patria no se mueve solo bajo los efectos del espacio y el tiempo, sino que, de alguna manera, se escapa de ellos. En la simbología céspedesiana, la patria se convierte en algo atemporal, algo que va más allá de los límites físicos y temporales.

De esa región, de Bayamo, nunca surgieron grandes figuras intelectuales del tipo de los fisiócratas liberales como Arango y Parreño, ni de los filósofos como Agustín Caballero o Félix Varela. No nacieron allí historiadores como Arrate ni intelectuales a la altura de Saco y Bachiller y Morales, ni científicos de la talla de Poey. Aunque Saco nació en Bayamo, su obra fue forjada en La Habana. Sin embargo, de esa región sí nacieron patriotas, poetas, y personas profundamente comprometidas con la libertad y la hermandad humana. Céspedes, en particular, fue una de esas figuras que no solo luchó por la independencia de Cuba, sino que lo hizo con un profundo amor por la libertad humana y una feroz oposición a la esclavitud de los negros.

Hoy en día, la historia de esta región sigue siendo relevante, y la diferencia persiste en Cuba. Los historiadores regionales han concluido que la historia local y regional se desarrolla en un campo geométrico: a menor escala, mayor es la relación. La historia local está vinculada a la historia regional, y esta a su vez se conecta con la historia nacional. Esta estructura puede seguirse hasta lo universal. Pierre Vilar, uno de los grandes historiadores de la España medieval, argumentó que su investigación no se limitaba a una historia regional, sino que era, en última instancia, una historia universal. Sin embargo, estas investigaciones solo tocan la superficie del iceberg histórico, lo que las convierte en investigaciones euclidianas, es decir, investigaciones que se mueven de la parte al todo, siguiendo una lógica geométrica. Así, la historia se ve estructurada y dividida en escalas históricas, lo que explica por qué la historia regional y local a menudo se perciben como algo separado de la historia universal.

Pero, ¿por qué predomina esta actitud historiográfica de naturaleza euclidiana y hegeliana? La razón es sencilla: tanto el sujeto que percibe la historia como el objeto de esa historia, es decir, los actores históricos, permanecen dormidos en su comprensión profunda. Como decía Martí, ambos necesitan despertar. Solo cuando se rompen esas limitaciones de percepción y se despierta la conciencia histórica, puede surgir una verdadera comprensión de lo que fue la historia, más allá de las apariencias.

En mi época de investigador histórico, me enfoqué intensamente en los pormenores del estallido revolucionario del 10 de octubre de 1868. Tenía en mis manos una fuente de información invaluable: documentos inéditos de la época, localizados en Manzanillo, donde se produjo el levantamiento. Allí, se conservaban registros administrativos y judiciales que proporcionaban detalles importantes sobre el contexto histórico-social de la época. Tuve la oportunidad de consultar más de mil doscientos folios de las Antiguas Anotadurías de Hipotecas (1864-1877) y de acceder a los Protocolos Notariales de la ciudad, que abarcaban más de siete mil folios, entre otros documentos de gran valor histórico.

Es fascinante observar cómo los objetos de la historia existen en virtud de la mente humana y del conocimiento objetivo. Pero, como dijo Emerson, «cuando el hombre es un globo ocular, nada se es, pero todo se ve». Esta frase refleja la necesidad de trascender la mentalidad convencional: solo cuando el observador se coloca fuera de la mente es capaz de observar la historia en su totalidad. Desde la perspectiva interna, se ven solo cosas limitadas; pero desde afuera, el todo funciona orgánicamente, revelando el misterio que yace en su fondo. Esto es lo que muchos de los habitantes de Bayamo entendieron y vivieron, incluso si no lo expresaron en términos intelectuales.

Lo que se vivió en Bayamo no fue simplemente un fenómeno geográfico o histórico. Fue un proceso de transformación espiritual que marcó el despertar de una nueva conciencia. Bayamo y su región representaban, en el fondo, una metáfora profunda de la magia y la poesía del misterio cubano. La importancia de Bayamo radica no solo en su evolución histórica, sino en la evolución espiritual de sus habitantes, que renunciaron a un progreso económico-social inmediato en favor de la búsqueda de la verdad y el despertar de la conciencia. Este fue un proceso que, lamentablemente, no continuó hacia niveles superiores en generaciones posteriores. Sin embargo, lo que quedó de este despertar original fue el sentido profundo de nacionalidad y patria, un despertar de conciencia que aún persiste, de manera tácita, en la historia cubana.

Bayamo es, en la mejor definición posible, un enigma por desentrañar. Sus comarcas circundantes generaron una vibrante energía colectiva de carácter comparativo, que desborda sus límites. Al contemplar Bayamo, siento que se encuentra intrínsecamente unido al corazón humano, mientras que Occidente parece distante, insensible a las inquietudes científicas, al liberalismo industrial y a la nacionalización del intelecto. No pretendo insinuar que hayan desaparecido los intelectuales o los talentos científicos en Bayamo. Al contrario, en esta ciudad se palpita una energía amorosa que supera cualquier lógica racional. Este fenómeno, tan peculiar y profundo, ha dado lugar a innumerables patriotas y poetas. El patriota, tal como señala Martí, es una metáfora del corazón humano y la poesía, su expresión más elevada.

Si en estos momentos tuviera que definir a Bayamo desde mi propia perspectiva, lo haría como una región poética. Puede parecer absurdo, pues una región no debería ser definida de manera poética. Sus estructuras no nacen de versos ni de fragmentos simbólicos, sino de lo tangible, de lo concreto. No obstante, es en esa paradoja donde reside su esencia, su constancia, su vibrante capacidad de seducir. Las relaciones económicas, sociales y culturales de Bayamo han sufrido transformaciones; su mentalidad ha cambiado a lo largo de las épocas, deslizándose con los cambios lógicos que el tiempo impone. Sin embargo, el espíritu bayamés, el sustrato profundo de esa mentalidad, ha permanecido intacto, oculto pero sin perder fuerza, trascendiendo los límites del tiempo.

Cintio Vitier, en su obra La poesía en lo cubano, ha abordado la relación de la poesía con lo cubano, pero parece que no llegó a percatarse de una dimensión esencial: la vitalidad poética subyacente en las raíces de Bayamo, no como una mera expresión de la poesía, sino como la misma esencia de la poesía misma. Si observamos a Bayamo en la actualidad, nos daremos cuenta de que su arquitectura, su estructura urbana, su entorno natural y su gente se mueven al ritmo de la poesía. En ellos se percibe la danza del patriotismo, entendida en su doble acepción: como la independencia frente al colonialismo y como la independencia del individuo frente a sí mismo. Esta última dimensión podría ser uno de los más valiosos aportes de Bayamo a la construcción de la nación cubana. La independencia, como bien dice Martí, comienza con la conquista de uno mismo, con la reconquista del ser interno. Esto, quizás, es lo que Bayamo nos enseñó: la necesidad de un proceso de liberación personal antes de cualquier otra forma de emancipación.

Es importante señalar un aspecto fundamental para comprender lo que quiero transmitir: en la superficie, en lo que es objeto de conocimiento y está sujeto a cambio, lo que se nos muestra como la historia oficial puede ser interpretado como un artificio, una «bella mentira poética». Esta falsa apariencia esconde una realidad más profunda y compleja, marcada por la rebelión y la lucha contra la injusticia social. En Bayamo, bajo la capa de una narrativa que se adapta a las convenciones históricas, subyace un espíritu de resistencia, el mismo espíritu que Martí describió en su Poema del Niágara: el espíritu de la reconquista personal.

Ahora comprendo que no estaba reconstruyendo simplemente una historia factual. Los eventos temporales no son la historia real; como lo señala Emerson en sus ensayos, los verdaderos acontecimientos históricos son los que trascienden el tiempo. La historia que pretendemos reconstruir desde la objetividad académica no nos lleva al entendimiento pleno de la esencia humana, ni de lo que Martí llamó la fundación de un pueblo. Esa historia está vacía, desprovista de conciencia. Es una historia inconsciente, como dirían Freud y Jung, construida desde el inconsciente colectivo, una historia que no refleja el verdadero devenir del espíritu humano. Es una historia hecha para ser olvidada, para ser soñada. El historiador, como el sujeto histórico, ha estado soñando con los eventos y no ha sido consciente de la profunda problemática de la vida, como lo plantea Bonalde en su Poema del Niágara. La subjetividad, entonces, es la clave de todo este proceso.

Céspedes, por su parte, se expresa con una notable paradoja: «Tengo que estar siendo un embrión abigarrado, y aquí está la dificultad. En la elección de la crisálida». A pesar de sus esfuerzos por adaptarse a lo que recibe del exterior, se da cuenta de que no puede aceptar todo lo que le llega, como las ideas que el Lugareño le presenta. No puede adherir a una ideología determinada, y esa es precisamente la dificultad que atravesó, de una forma similar a Martí. Para Céspedes, la patria no es un concepto ideológico, sino una dimensión del ser, un territorio de espiritualidad humana. La patria, tal como él la concibe, está en la conformación del ser bayamés. Es allí donde reside la esencia del patriotismo cubano, un patriotismo que no depende de ideologías, sino del reconocimiento y la conquista del ser, de la naturaleza cubana, del origen perdido. Este patriotismo trasciende el ego cubano, se ubica más allá de cualquier limitación impuesta por el propio ser, en los confines de la eternidad cubana.

Céspedes había alcanzado el más alto grado de la masonería en el Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Se suponía que quien alcanzara el grado 33 había trascendido el ego. Sin embargo, en muchos casos, este grado se convirtió en un símbolo de poder político y de ideología. No sabemos con certeza si la postura de Céspedes estuvo motivada por el deseo de poder o por su compromiso con la unidad revolucionaria de Cuba. Sin embargo, en su Diario Perdido, se desprenden elementos de su pensamiento que están impregnados del hermetismo masónico. Céspedes era un masón, pero con cualidades humanas excepcionales. Su ego, aunque fuerte, se disolvió en los momentos más críticos, cuando luchaba por la vida y la libertad de su pueblo.

Finalmente, todo esto nos lleva a una reflexión fundamental: la vida, entendida como una relación entre sujeto y objeto, es una forma de esclavitud. El ser humano, al estar separado de su esencia por los objetos del mundo, sufre. Esto es lo que he comprendido tras leer las páginas inmortales del Diario Perdido de Carlos Manuel de Céspedes. La otredad, el «otro», no es más que un vínculo críptico hacia la esclavitud. Por lo tanto, la independencia espiritual de Cuba es el primer paso hacia la verdadera liberación, como lo señala magistralmente Joel James. Esta independencia no es solo política; es, ante todo, espiritual.

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