La Oreja de Jenkins sobre la mesa: la caída de la dictadura de Al Assad

Por Rafael Piñeiro Lopez

Damasco ha caído, el dictador Al Assad ha escapado de territorio sirio y buena parte del mundo agita sus brazos en señal de alegría, a la par que se apresta a colocar banderitas de la nación recién “liberada” en los perfiles de Facebook e Instagram. Pero a casi nadie le preocupa hurgar en las razones verdaderas de este conflicto; a nadie le inquieta la oreja de Jenkins sobre la mesa.

Esta “confrontación civil” no es más que una guerra contra Siria, inacabable como el foso del Palatino, librada desde hace mucho tiempo, pero con más denuedo desde aquellos infaustos años de la “primavera árabe”, tras el fracaso de un golpe de estado donde el Occidente, como Blas de Lazo frente a las costas de Génova exigiendo al enemigo que le rindiera pleitesía a su bandera, miraba a la distancia y esperaba. El naufragio del golpe se debió sencillamente a que los sirios no querían un cambio de régimen. Sí, el poderoso dictador Assad y toda la entelequia construida sobre la nuca del partido Baaz contaba en aquel entonces con el apoyo del pueblo. Y es que no debemos olvidar que no todas las naciones se rigen bajo la premisa de la nación – estado legada por la revolución francesa.

Y es que la dictadura de Al Assad era sobre todas las cosas un régimen secular en una región donde proliferan las sociedades religiosas, lo que ha permitido que numerosas denominaciones de fe pudieran convivir pacíficamente y sin grandes tensiones, de allí que la caída de Al Assad constituya un peligro para las minorías étnicas locales, los cristianos (las grandes futuras víctimas de la resolución de este conflicto), los musulmanes chiitas e incluso aquellos sunitas que se sentían confortables fuera de los contornos tenebrosos de la ley de la sharía.

El descalabro de Al Assad es un paritorio de la administración Obama, asistido desde el inicio por naciones como Turquía (esa contracción desesperada y moderna del antiguo imperio otomano), Jordania y (la en aquel entonces) nueva Iraq, amparados por la OTAN, apoyando y sosteniendo a los grupos armados que combatían al régimen de Damasco. Desde ese entonces, toda la región ha estado a la espera del terrible Sermus Generalis. De hecho, la gestación del Ejército Libre Sirio, formado por militares disidentes y mercenarios contratados por la coalición extranjera bajo la tutela de la OTAN, seria un hecho loable y patriótico, según los grandes medios de prensa occidentales. “Las nefastas caballerías de Atila”, parafraseando a Alfonso Reyes, atosigarían desde entonces todo el suroeste asiático, a lo largo del Mediterráneo.

Ya para el 2013 múltiples operaciones de falsa bandera fueron desarrolladas para culpar a Al Assad de ataques químicos en contra de la población. Pero informes del congreso norteamericano eximieron al gobierno sirio de responsabilidad y el muy reputado periodista investigativo norteamericano Seymour Hersh reveló que fue el ejército sirio de liberación el autor de las matanzas. La administración Obama, por cierto, manipuló la información a su antojo y conveniencia. Las armas químicas fueron proporcionadas por Arabia Saudí a yihadistas sunníes con el beneplácito del gobierno que en aquel entonces regía en la Casa Blanca.

El arribo de la administración Trump en el 2017 intentó, ingenuamente, cambiar las reglas del juego. Se dieron órdenes a la CIA para frenar el programa de ayuda a la oposición siria, bajo la tesis de que ISIS debía de ser destruido y no apoyado. Pero al mismo tiempo Nikki Haley contradecía en el seno de la ONU las indicaciones de la administración, enviando el mensaje de que Al Assad debía de ser borrado de la faz de la tierra. Esta fue una de las causas que le ganaron a Trump, por cierto, la denominación de “marioneta de Putin”. En Jordania se entrenaban terroristas bajo instrucciones de miembros de la inteligencia británica. (Mark Curtis lo explica perfectamente en su libro “Secret Affairs. Britain’s Collusion with Radical Islam”). Y en Chipre se coordinaba la propaganda favorable a las tropas insurrectas en Siria, utilizando satélites de la OTAN.

La intención de destronar a Al Assad volvió a revitalizarse tras la llegada de la administración Biden a la Casa Blanca. El General David Richard, jefe del estado mayor del ejército británico, dirigió una reunión en Londres para planificar la venidera y ya imparable “revolución siria”. Poco después la administración Biden coordinó el transporte aéreo de 3000 toneladas de armamentos para el ejercito libre de Siria, que entraron desde Croacia, todo financiado con las cuantiosas reservas de dinero de Arabia Saudita. Israel y Turquía, interesados en incendiar el polvorín antes de la toma de posición de Trump, darían el espaldarazo final. Debido a ello las tropas terroristas sunitas entraron en Damasco. El grupo terrorista salafista Tahrir al-Sham, creado en el 2017 como una derivación del frente Al Nusra (división de Al Qaeda e ISIS en Siria) y que ha prometido la implantación de califato, donde quien rija sea la sharía, ya se pasea victoriosa en las calles de la capital derrotada. Y Abu Mohammad al-Julani, formado bajo la egida de Al Zarqawi, heredero de Bin Laden y marioneta de la CIA, ya se digna a dar entrevistas a medios occidentales, encandilados por la rutilante victoria de los héroes rebeldes, tal y como acaeció alguna vez en La Habana del siglo pasado.

¿Pero cuales son las causas que provocaron la desgracia de Al Assad? ¿Acaso su régimen autocrático que coartaba las libertades de su pueblo? ¿El hecho de perpetuarse en el poder por tantos años, a la usanza de su padre? No seamos tan ingenuos. Los objetivos de Occidente y sus aliados en Siria son distintos. Asegurar los recursos naturales de la región, cumplir los designios políticos de cada uno de los promotores del “cambio”. (Israel y su proyecto de expansión territorial, por ejemplo), el entorpecimiento de alianzas euroasiáticas del area y el ejercicio de ingeniería social para permitir expansión de la agenda globalista. No podemos olvidar tampoco que Siria es un enclave geográfico estratégico que conecta el Mediterráneo, el mar Caspio, el mar Negro y el Golfo Pérsico.

Y más allá de esa terrible propensión del ser humano de cargar consigo a un inquisidor perpetuo que intenta imponer al resto sus preferencias políticas y culturales, no se puede obviar un oscuro episodio que data desde el 2009, cuando Qatar y Turquía pretendieron construir un gasoducto que pasara por Siria. (Qatar es un aliado norteamericano que al mismo tiempo apoya y financia al movimiento yihadista). El objetivo era abastecer a Europa de gas y reducir la influencia energética rusa. Siria se negó precisamente porque esto afectaba las relaciones con su más fiel aliado ruso, lo que muy probablemente terminó colocando a la dictadura de Al Assad en la mira de sus más recios enemigos. El resto, ya lo sabemos.

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