«La noche del Gran Godo», de Manuel Gayol

Por KuKalambe

Hay relatos que, aunque breves, logran capturar el núcleo trágico de una época. La noche del Gran Godo, de Manuel Gayol Mecías, es uno de ellos. A través de una narración simbólica, marcada por el vaivén de una noche cubana de extravío y conciencia, se revela la experiencia de un sujeto despojado, exhausto, desorientado en la geografía del poder. No se trata de un relato de acción, ni de denuncia explícita, sino de una suerte de itinerario interior, donde el protagonista —el Gran Godo— se sumerge en una noche de ronda que deviene rito de pasaje, epifanía invertida, canto a la imposibilidad de recuperar lo perdido.

El Gran Godo, figura que resuena con ecos del Godot beckettiano, es presentado como un personaje que alguna vez gozó de ciertos privilegios dentro del aparato totalitario. Su desorientación, más que política, es existencial. Ha sido desposeído, no ya sólo de sus prebendas, sino de todo referente que pueda ofrecerle una posición estable dentro del mundo. La noche, entonces, se convierte en su escenario y su espejo. Lo que pretende recuperar —un bastón simbólico, un signo de poder perdido— es ya inhallable, como si el objeto mismo hubiera dejado de existir al perder su función dentro del orden anterior. El bastón, por tanto, es metáfora del viejo poder, de la legitimidad fingida que el régimen otorgaba a ciertos leales mientras los necesitaba.

Esa búsqueda imposible se transforma en una larga espera, sostenida únicamente por una embriaguez no fisiológica, sino psicológica. Una embriaguez necesaria para que el sinsentido no destruya de inmediato la frágil estructura subjetiva del personaje. El relato nos sugiere que sólo bajo una forma alterada de conciencia —una noche de tragos, de música, de sombras errantes— puede sostenerse el delirio de querer encontrar algo donde ya no hay nada. Pero no se trata de nostalgia. El texto no aboga por el retorno a los viejos tiempos de favores y lealtades. Lo que en realidad se expone es el carácter ilusorio de todo poder sostenido en la simulación. El Gran Godo no sólo ha perdido sus privilegios: ha descubierto que éstos eran, desde el inicio, meras concesiones en un teatro de máscaras.

En esa noche errante, aparece el personaje del “guarachero”, contrapunto festivo y trágico a la vez, cuya voz desahuciada parece susurrar una verdad ineludible: no hay redención posible dentro de un sistema basado en la represión y la simulación. La guaracha, género popular por excelencia, funciona aquí como vehículo de una sabiduría amarga. Bajo su ritmo ligero se filtra una ironía devastadora: lo grotesco del régimen no se opone al drama, lo amplifica. El guarachero canta, pero cada nota es un clavo en el ataúd de la esperanza.

La narración sugiere que sólo quien ha perdido toda fe en la arquitectura oficial del poder puede acceder, aunque sea por instantes, a cierta forma de lucidez. Esa lucidez, sin embargo, es dolorosa. No se trata de una revelación luminosa, sino de una comprensión melancólica: nada será como antes, pero tampoco el pasado merece ser restaurado. De ahí que el bastón, ese objeto tan anhelado por el Gran Godo, no aparezca nunca. Y si apareciera, ya no cumpliría función alguna. El mundo ha cambiado, y no hay lugar para las viejas formas de obediencia ni para las glorias oxidadas del colaboracionismo.

La figura del Gran Godo, por tanto, no puede leerse sin pensar en la del Godot de Beckett. Ambos relatos comparten el motivo de la espera. En el caso de Beckett, se trata de una espera sin objeto, de una temporalidad suspendida donde los personajes habitan el intervalo eterno entre el deseo y la realización. En el texto de Gayol Mecías, la espera se tiñe de una densidad política concreta: se espera un retorno, un perdón, una restitución imposible. Pero el resultado es el mismo: nada llega. El relato, entonces, se inscribe en la tradición del absurdo, pero con un pie en la historia reciente de Cuba. Es una alegoría del ocaso, del desmantelamiento de una estructura de sentido que ya no sostiene siquiera su propia farsa.

Marja, la joven figura femenina que atraviesa fugazmente el texto, introduce otra dimensión: la de la conciencia precoz, la intuición temprana de la podredumbre moral que subyace bajo los discursos de rectitud revolucionaria. En ella se condensan la ingenuidad traicionada y la sabiduría infantil que percibe, sin entender del todo, la fractura entre lo que se dice y lo que se hace. Marja encarna, en cierto modo, la esperanza truncada de una generación que quiso creer en la pureza de los ideales, sólo para descubrir que bajo la retórica de la igualdad y la austeridad se escondía una red de complicidades, lujos y duplicidades.

La embriaguez del Gran Godo —esa forma de vacilar entre la lucidez y la evasión— no es sólo individual. Es una condición compartida por quienes habitan sociedades donde la opacidad del poder ha desfigurado toda relación entre palabra y realidad. En ese sentido, el relato no se limita a Cuba. Es un espejo de todo sistema donde el simulacro reemplaza a la vida y donde los sujetos se ven obligados a navegar en la niebla de discursos contradictorios, silencios impuestos y verdades oficiales que no resisten el contacto con la experiencia.

Al final, lo que queda es la imposibilidad de retorno. El mensaje es claro: por más que se desee, no hay marcha atrás posible hacia los viejos privilegios ni hacia la estructura de sentidos que los sustentaba. Pero no se trata de resignación, sino de una invitación a dar un paso en otra dirección, a tantear a ciegas en la oscuridad sin aferrarse a la falsa luz de una libertad aparente. La libertad, si ha de llegar, no puede venir desde las lógicas del poder extorsivo ni de los pactos silenciosos entre opresor y cómplice. No se trata de encontrar el bastón, sino de comprender que su pérdida puede ser, paradójicamente, el inicio de otra posibilidad.

Con La noche del Gran Godo, Manuel Gayol Mecías ha entregado una pieza literaria de gran densidad simbólica, que invita a pensar más allá de la anécdota, del contexto específico o de la crítica directa. Su mérito está en lograr que una noche de copas se transforme en un viaje al centro mismo del desarraigo y la lucidez, allí donde el delirio y la claridad se confunden como en la “noche divina del maravilloso embriagador” que evocaba Kundera. En ese punto, donde la ebriedad no disuelve la conciencia sino que la afina, el relato encuentra su potencia: no en ofrecer salidas fáciles, sino en iluminar la complejidad de quienes, entre ruinas, aún buscan el sentido.

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