Por Galán Madruga
La labor intelectual del pensador francés Michel Foucault, en su periodo medio, durante las décadas de los 60 y 70, se despliega ante nosotros como un enigma casi resuelto. Sus textos, a veces problemáticos pero siempre accesibles, han atraído tanto a los lectores estructuralistas como a aquellos que buscan, en sus críticas, una ventana hacia la comprensión transparente de las sociedades culturales, esas formaciones históricas que nos oprimen con sutileza. Allí están sus estudios sobre las narrativas como formas de poder en Las palabras y las cosas, sus reflexiones sobre las sociedades panópticas en Vigilar y castigar, y sus profundas investigaciones sobre la clínica, la prisión, la biopolítica y la sexualidad.
Pero, ¡ah!, cuánto desconocemos del primer periodo de Foucault, en la década de 1950, y del tercero, en la década de 1980. Esos momentos de efervescencia intelectual en los que una filosofía de la praxis floreció con la misión de avivar la capacidad de crear espacios de autocultivo. Los primeros destellos de esta filosofía del autocuidado emergen en 1956, en la introducción al libro Sueño y existencia del psicólogo y fenomenólogo antifreudiano Ludwig Binswanger.
Las obras más destacadas y rigurosas de esta praxis acrobática de autoconfiguración humana, a través del análisis de antiguos estoicos, griegos y romanos, se escribieron en la última etapa de su vida, entre 1980 y 1984. Estas conferencias, que luego se convirtieron en el libro póstumo El cuidado de sí, nos revelan a un Foucault que se alejaba del enfoque lógico neo-marxista y estructuralista de su periodo medio, considerándolo una preparación para la ascética general y autoproclamándose un nietzscheano fervoroso.
En estas investigaciones sobre la formación de discursos, Foucault exploraba las distintas fases de la ascesis, la cultura de sí, los heterotopos culturales y la inmunología cultural, conceptos que aspiraban a desarrollar formas filosóficas y programas de vida reales, traducidos en comportamientos y temperamentos individuales.
Este viraje en su orientación intelectual le permitió, con una ironía afilada, declarar en una entrevista de 1980 con Christian Delacampine que «jamás había conocido a un intelectual». En el mejor de los casos, decía, había conocido «hombres que escriben libros, poemas, novelas y ensayos». Hombres que se forjan a sí mismos en el crisol de la escritura, una disciplina cultural que ya es parte del tejido colectivo.
«¡Quién soy, quién soy!
La tierra produce el grano,
Pero yo soy estéril,
Soy una concha desechable,
Rota, inútil, una cáscara desvainada.
Creador, Creador,
¡Devuélveme!
Créame por segunda vez
¡Y créame mejor!»