La imagen en «La expresión americana»

Por Spartacus

Me detengo nuevamente en la lectura de La expresión americana de José Lezama Lima. Esta obra, más que un tratado, se presenta como un universo propio, un organismo textual donde confluyen historia, mito, estética y filosofía bajo el signo de la imagen. Desde sus primeras páginas, uno intuye que no se trata de un ensayo académico convencional, sino de una escritura que busca reconfigurar el imaginario de lo americano a través de una operación poética y visionaria. En su rechazo al positivismo que marcó buena parte de la historiografía cubana e hispanoamericana, Lezama propone un método distinto: no el análisis lineal, sino el resplandor del símbolo, la intuición de la metáfora, el juego barroco de la imaginación como órgano del conocimiento.

Este “ojo metafórico” que Lezama ejerce, y que él mismo tematiza, se comporta como una cámara mística que registra no tanto lo visible, sino aquello que está a punto de aparecer. La imagen, en su obra, no es un simple ornamento, sino el modo mismo en que el mundo se da, se configura, se transfigura. Como en un lienzo barroco —o en las visiones cosmogónicas del Popol Vuh, donde el espacio aparece como “monstruosidad gnóstica”— la cultura y la naturaleza no se oponen, sino que se entrelazan en una morfología densa y resplandeciente. La expresión americana es, en este sentido, una ontología de la imagen.

Es en esta lectura detenida donde se impone inevitablemente la figura de Walter Benjamin, ese otro gran pensador de la imagen. En Benjamin, la constelación de significados no se capta por acumulación, sino por fulguración. Su método de pensamiento no es sistemático ni progresivo, sino intensivo, explosivo. ¿No es esa fulguración lo que Lezama llama “resplandor”? En ambos autores, la imagen no es una ilustración del concepto, sino su interrupción, su condensación en forma sensible. Así como Benjamin ve en la imagen dialéctica el lugar donde el pasado irrumpe en el presente como posibilidad, no como archivo, Lezama concibe la historia americana como un campo de epifanías, donde los fragmentos míticos se recombinan para formar un cuerpo barroco, una totalidad aún por nacer.

Ambos coinciden en la sospecha hacia el tiempo homogéneo y vacío de la modernidad. Benjamin lo combate desde su mesianismo profano; Lezama, desde una poética de la recurrencia y del milagro. Si para el primero, el flâneur es la figura que camina sin rumbo por la ciudad moderna en busca de lo perdido, para el segundo, la imagen es una forma de andar ontológico, un pasear por las potencias de lo invisible. La Habana barroca de Lezama se presenta como una Alejandría tropical, donde los signos antiguos aún vibran y el presente se anuda a lo arcaico en una especie de sincronicidad mística. Este cruce entre el Caribe y el Mediterráneo presocrático hace de la escritura lezamiana un ejercicio que no es sólo poético, sino ontológico: una forma de acceder al ser a través de la imagen.

En este punto, el diálogo con Martin Heidegger se vuelve ineludible. En El origen de la obra de arte, Heidegger también rechaza la imagen como representación, proponiéndola en cambio como lugar de desocultamiento del ser. En la obra de arte, el mundo no se refleja, sino que se abre, se deja habitar. Esta verdad no es proposicional ni empírica, sino aletheia: una verdad que acontece. Lezama comparte este pathos ontológico. Para él, la poesía —como la pintura barroca o el mito indígena— es un modo de hacer aparecer lo oculto, de convocar en la palabra una dimensión que no puede ser capturada por la razón. La imagen, entonces, no es un signo que remite a otra cosa, sino un acto de instauración.

Sin embargo, hay una diferencia crucial. Donde Heidegger cultiva el silencio del claro del bosque (Lichtung), Lezama prefiere la selva de signos. El alemán busca la esencialidad en el retraimiento; el cubano se entrega al exceso, a la proliferación barroca. La imagen heideggeriana tiene la sobriedad del templo griego; la de Lezama, la exuberancia de la ceiba. Y sin embargo, ambos coinciden en lo fundamental: la imagen verdadera no se copia ni se inventa, se acontece. Es una irrupción, un modo de ser en el que el mundo se muestra por primera vez.

Si Benjamin traza el camino hacia la imagen como constelación crítica, y Heidegger como epifanía ontológica, Lezama lo hace como milagro barroco. En él, la imagen es una combustión verbal, una operación alquímica donde la historia se convierte en mito, y el lenguaje, en lugar de clausura, es posibilidad infinita. Pero aún se puede ampliar esta red de resonancias convocando a Gaston Bachelard. En La poética del espacio, Bachelard propone que la imagen poética nace de una intimidad cósmica, de una memoria elemental. Para él, los elementos —agua, fuego, tierra, aire— son materias imaginantes que permiten habitar el mundo no como espectadores, sino como soñadores.

Lezama parece compartir esta intuición. En su “expresión americana”, la imagen no es cultural ni técnica: es un ritmo, una respiración con el cosmos. Su paisaje barroco no es sólo geográfico, sino anímico, fundado en el diálogo entre cuerpo y mundo, entre verbo y materia. Como en Bachelard, el espacio poético no representa, sino que crea. Ambos autores conciben la imagen como experiencia y como mundo, como lo que nos permite “habitar poéticamente la tierra”.

Y si el barroco lezamiano nos remite al milagro, y el pensamiento bachelardiano a la ensoñación, José Martí aparece como otro vértice de esta constelación. En Martí, la imagen no es ni alegoría ni sistema: es un gesto ético. Su prosa se balancea entre el deber solar y el sueño lunar, entre la acción política y la sensibilidad poética. Lo americano, para Martí, no es una esencia ya dada, sino una tarea. En ese sentido, su “expresión americana” no es ontológica ni estética, sino moral: un modo de encarnar un continente por venir. Lo que en Lezama es irrupción imaginaria, en Martí es encarnación ética. Pero ambos coinciden en lo esencial: ser americano es inventar una mirada, es dar a luz una lengua que aún no ha sido hablada.

En este tejido de influencias, quizás Edmund Husserl aporte el marco fenomenológico que permite pensar la imagen no sólo como contenido simbólico, sino como forma de aparición. En su fenomenología de la conciencia imagenal, Husserl distingue entre el objeto físico, el objeto representado y el acto de conciencia. La imagen no es lo representado, sino la forma como se nos aparece. Implica una epojé, una suspensión del mundo natural para que la cosa se manifieste tal como se da. Lezama realiza su propia versión caribeña de esta operación. Su “ojo metafórico” no describe ni analiza: suspende el mundo habitual y lo transforma en imagen densa, en signo que arde.

La imagen en Lezama no es un medio para llegar a otra cosa, sino el acontecimiento mismo de lo real. Como en Husserl, lo visible es siempre un aparecer, una donación que excede al sujeto. Pero mientras Husserl se detiene en la claridad analítica, Lezama se deja arrastrar por la opacidad del símbolo, por la espesura del verbo. Ambos coinciden en que la imagen es un fenómeno, una modalidad de la conciencia, pero divergen en el tono: uno se inclina por la precisión eidética, el otro por la embriaguez mística.

En definitiva, Lezama Lima no escribe desde una posición erudita, aunque su saber sea inmenso. No es un filósofo sistemático, ni un poeta lírico en el sentido clásico. Es un visionario, un teólogo del verbo, un “vidente tropical” que convierte la isla en altar del lenguaje. La expresión americana no busca explicar América, sino hacerla aparecer como en un acto litúrgico. Entre Benjamin y Heidegger, entre Bachelard y Martí, entre Husserl y el Popol Vuh, Lezama danza con su ojo metafórico, no para construir un sistema, sino para convocar un mundo.

Su lectura no exige erudición, sino inspiración. Y por eso, al final, lo más justo quizás sea volver al silencio del domingo, al calor sencillo del café, y seguir leyendo a Lezama no como a un autor, sino como a una voz que resuena en el corazón de América: un eco de lo que aún no ha sido dicho, pero ya comienza a arder.

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