El espacio para el totalitarismo: una fenomenología del castrismo cultural*

*Fragmento del primer capítulo de la

Primera parte de esta obra titulado  Sobre el nacionalismo cubano.

En las últimas décadas, se ha plasmado en innumerables volúmenes la enigmática realidad del totalitarismo. Desde la icónica obra de Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (1951), la continuidad en la comprensión de este concepto ha ido creciendo en profundidad. ¿Pero en qué radica el totalitarismo? ¿Cuáles son los trazos distintivos y las facetas que lo caracterizan? ¿Qué estructuras políticas e ideológicas emergen de su esencia? ¿Cómo se moldean las diversas formas y tipologías del totalitarismo?

Sin embargo, estas cuestiones, a pesar de su intriga, no serán abordadas en estas páginas, pues nuestro enfoque se cierne en otro ámbito. Además, las disertaciones sobre el ejemplo cubano, en busca de una reconsideración ideo-política del castrismo y su totalitarismo en la isla, proliferan con tenacidad, atendiendo al entrelazamiento de sumisión y poder.

No obstante, nuestra lente de análisis se distorsiona hacia una perspectiva espacial: una fenomenología del castrismo cincelada a partir de los espacios congregacionales que materializan los logros populares y la omnipresencia del líder. En lugar de desentrañar los métodos de control, preferimos escudriñar los entresijos de cómo y dónde el castrismo labra su conexión cultural y mágica con las masas. El castrismo cultural puede ser aprehendido como un dominio cultural donde germina una estética del espacio totalitario. Aquí, los engranajes de control y sometimiento se urden a través de medios fonacústicos espaciales, donde la arquitectura se aúlla a un papel de índole crítica.

Para acuñar el castrismo cultural, relegamos las contiendas políticas e ideológicas, centrándonos en exaltar la fenomenología espacial como el crisol de las multitudes. En este derrotero, surgen seis esferas (espacios sonoros), a veces amplias, otras menudas, que dibujan la galaxia de la movilización popular a través de espacios auditivos: estadios, plazas, campañas de alfabetización, UMAN, la zafra de los diez millones y el palacio de convenciones. ¿Cómo es posible que una zafra se convierta en un espacio sonoro para el totalitarismo?

El castrismo cultural echa sus raíces principalmente en el intercambio entre el ámbito congregacional y el influjo del culto a la personalidad del líder. Este romance, engendrado tras el eco de la revolución en 1959, se forja en la escisión de la cultura cubana debido a un síndrome timótico: «deseo dramático del porvenir». Drama y tragedia en Hamlet cubano. De esta fisura nace una prosodia simplificada, donde lo que una vez fue eco deviene voz. Este metamorfismo lingüístico, nunca antes sondado por politólogos ni contrarrevolucionarios, irradia luz sobre un fenómeno de profundidad ascética y ética.

En la ecúmene castrista late una suerte de poética de sonidos, como el discurso en una orden monástica: un compendio de reglas a obedecer y sancionar. De tal forma, involucrarse en el castrismo, postumado al alumbramiento natural, equivale a sumirse en una orden donde el susurro se torna clamor. Mas, para esto, el entorno es menester. En este dominio, el espacio no se erige como entidad geofísica ceñida por límites cuantificables, sino que su silueta y vínculo con otros enclaves le confieren prominencia.

Pese a que el estadio figura como edén delimitado, de curvas exactas, su permeabilidad individual lo torna en fragua lingüística. Análogamente, inmiscuirse en la convocatoria a la zafra cañera en 1970 sigue la misma estampa. El labrantío de la caña adquiere relevancia no solo como faena y manjar, sino como crisol lingüístico.

Desde aquí, es determinante esclarecer cómo el control en Cuba aflora de las ondulaciones sonoras del estadio y otras urdimbres para congregaciones y encuentros permanentes. Esto se forja en la interacción entre la forma arquitectónica y su capacidad de engendrar un barullo que geste unanimidad acústica entre los presentes, como una nube sonora que se superpone al murmullo humano. En 1961, el béisbol se proclama deporte nacional, recordando cuántas veces Fidel estuvo presente en los primeros juegos nacionales. El atronador júbilo de la muchedumbre ante la presencia del líder en el estadio, doma la efervescencia repetitiva, adhiriéndola a la convicción.

Mas el estadio no solo yace como concha cerrada, plena de figura. Su acústica se yergue como la danza de la existencia. La elipse de su forma crea un aro auditivo que influencia su esencia. La música despliega su potencial en esta arena, orquestando la experiencia de manera que el anillo acústico concuerde. De lograrse este acto, la unión acústica surge en el frenesí colectivo. Quienes lo experimentan sienten que la vivencia les deja un eco, pues han partícipe en el rito inaugural de congregación. Lo que en antaño fue eco, en el presente es voz, como el aforismo «el deporte, derecho del pueblo». En cada esfera, cada sentido acústico, albergará su propia voz. En la zafra de 1970, el susurro halla voz: «lo que van, van».

Para desentrañar los entresijos de los albores revolucionarios y la mutación hacia el castrismo cultural, la evaluación esferológica se presenta como clave. Se exige tomar en serio el espacio congregacional como instrumento para tejer una paz ficticia, tramada por juegos deportivos, encuentros y desfiles monumentales en la plaza de la revolución. Desde entonces, el deporte, el estadio del Cerro y la plaza, ascendieron a núcleos socioculturales productores, centros de la transmisión del poder cultural. Estos núcleos actúan como mensajeros de diferenciación entre vencedores y vencidos, sembrando una victoria sobre los demás y, sobre todo, ¡hasta la victoria siempre!

El traspaso cultural pronto inscribe en el emblema del INDER una divisa del circo romano: ¡Listos para vencer! De aquí en adelante, la demarcación del colectivo congregado en perdedores y vencedores se erige como el corazón del credo de las convocatorias y reuniones. La dualidad de estas categorías se vuelve el fundamento de la sensibilidad colectiva. La victoria se torna un ente psicopolítico en la transmisión cultural de los enclaves de poder. No debemos pasar por alto el tríptico lingüístico del castrismo cultural: «la victoria reside en el dominio del espacio». El pueblo, con los intelectuales incluidos, se suma con fervor a las movilizaciones espaciales.

En 1961, los intelectuales cubanos y Fidel sostuvieron su primera gran conversación, titulada «Palabras a los intelectuales». Este discurso exuda una sensación espacial, una percepción del mundo y la inmersión del intelecto en la derrota. En el lugar de la reunión, la Biblioteca Nacional, se destapa la inmensidad del totalitarismo una vez más. Las últimas palabras del discurso resonarían: «Y no juzguemos apresuradamente nuestra obra, juzgarán de sobra. No teman al ficticio juez autoritario, el carcelero de la cultura que hemos urdido. Teman a jueces aún más formidables: ¡Teman a los jueces del porvenir, teman a las generaciones venideras, las encargadas del veredicto final!».

De aquí en adelante, exploraremos las formas en que el traspaso del castrismo cultural devino régimen totalitario. Para tal menester, hemos de retornar una y otra vez a la evaluación teórica del libro. A pesar de que el castrismo arroja connotaciones de violencia e indoctrinación, el análisis espacial conserva su poder hermenéutico.

¿Dónde se fraguó este andamiaje difusor del socialismo y la revolución?

Continúa…

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