Por Ángelazo Goicoechea
En los últimos años, el género de los diarios ha experimentado un renacimiento notable, convirtiéndose en la expresión literaria por antonomasia. En la actualidad, los escritores parecen encontrar una complicidad única en la escritura diarística, una complicidad que rara vez hallan en la novela, el ensayo o incluso el poema. Sin embargo, esta inclinación plantea una disyuntiva que, lejos de ser meramente estético, puede ser paradójica. Con contadas excepciones —si es que alguna vez se da— los diarios que leemos carecen de un autodiseño que pueda encarnar la disciplina ética de la epojé, esa retirada del observador de la vida mundana que Paul Valéry, con su acerada claridad, delineó a lo largo de cincuenta años.
Al retomar la lectura del diario de Valéry y de su obra La velada de Monsieur Teste, encuentro que ambos textos despliegan una compleja reelaboración estética de las tradiciones europeas, cuyo hilo conductor es el esquema husserliano de la epojé. Este ejercicio, considerado por muchos como uno de los más singulares e imponentes aportes del poeta francés al pensamiento contemporáneo, comenzó a tomar forma en 1894, cuando Valéry, con solo 23 años y viviendo en Montpellier, ideó una figura artística destinada a representar una existencia completamente intelectualizada.
Así nació Monsieur Teste, un nombre que, al evocar testigo, no solo hace alusión a un ser observador, sino a uno que se encuentra inmerso en la profundidad del acto de la observación misma. Monsieur Teste fue concebido como un taller conceptual, un espacio destinado a la investigación de una vida regida por la idea pura. Y en el universo de Valéry, la idea pura no es un simple destello de lucidez o claridad, sino un principio antivi-tal, un fenómeno que somete la espontaneidad de la existencia al control absoluto del espíritu, configurando así una forma de elevación. Fue precisamente en este periodo cuando Valéry se adentró en la práctica del autoanálisis constante, cuyas consecuencias teóricas y estilísticas dieron vida a lo que más tarde se conocería como el género del diario intelectual.
Los Cahiers de Valéry, fruto de más de cinco décadas de reflexión matutina metódica, se erigen como un auténtico monumento a la vida intelectual moderna. La edición en castellano, que resume la vasta obra publicada por el Centre National de la Recherche Scientifique en una edición facsímil de 19 volúmenes (1957-1961), alcanza más de 26,000 páginas. De estas, unas 3,000 fueron cuidadosamente organizadas por el propio Valéry según temas y conceptos clave, convirtiéndolas en un testimonio irrefutable de su profunda labor intelectual.
Monsieur Teste es, en última instancia, una figura que amalgama la frialdad del platonismo con la sofisticación del dandismo, dos corrientes aparentemente opuestas, pero que Valéry funde con una elegancia inconfundible. Imaginémoslo, en lugar de un personaje romántico o misterioso, como una suerte de figura conceptual que trasciende los límites de la narración convencional.. En la visión de Valéry, todo gira en torno a la primacía del pensamiento, entendido no como una función biológica, sino como un acto de liberación: la mente pensante se erige por encima de la vida misma, como el único camino hacia una existencia superior, una existencia marcada no por lo efímero, sino por lo eterno.
En la figura de Monsieur Teste, el observador puro alcanza tal nivel de intensidad que su propia existencia queda subyugada al riguroso ejercicio de la teoría. No se trata de un académico que encuentra refugio en el confort institucional, sino de un atleta lógico, una figura que actúa en silencio, discernible únicamente para aquellos lo suficientemente perspicaces como para intuir el propósito que lo mueve. En su pureza, Teste trasciende los límites de lo humano y se convierte en el símbolo de una mente que se eleva por encima de las contingencias, transformando el acto de pensar en una performance privada, en una ópera cuya única audiencia es el propio espíritu. Este es un pensamiento que se muestra ante sí mismo, sin tapujos, sin concesiones, y cuya claridad no es solo lucidez, sino una revelación radical.
La capacidad de vivir en el clair —ese espacio donde el pensamiento se enfrenta sin miedo a sí mismo— lo convierte en una figura liminal, situada entre el ascetismo filosófico y el esteticismo más radical. Monsieur Teste no es una mera construcción literaria, sino una encarnación de una ética rigurosa de observación, donde el acto de pensar no es una mera acumulación de ideas, sino una disciplina que exige una dedicación absoluta. Los Cahiers de Valéry, con su densidad y complejidad, no son simplemente reflexiones aisladas; son el mapa de un pensamiento sometido a su máxima presión, en el que cada palabra, cada idea, parece tallada con una precisión de escultor, como si la mente misma fuera un bloque de mármol, cuyas formas solo el rigor puede esculpir.
Testigo de sí mismo, Monsieur Teste no vive para producir, ni para ser útil. Su único compromiso es con el pensamiento puro, con esa claridad que Valéry describió como «la muerte vivida de las pasiones». La paradoja que encarna Teste es la de aquel que, al desprenderse de la vida mundana, se convierte en un reflejo perfecto del intelecto, alcanzando, por ello, una suerte de inmortalidad conceptual. En él, el despojo de todo lo superfluo es la vía hacia una pureza absoluta, una elevación que se cumple más allá de las pasiones y las urgencias de la existencia cotidiana.
Pero los Cahiers nos revelan la otra cara de este ideal. Lejos de la figura fría y contenida de Monsieur Teste, los diarios de Valéry son un hervidero de ideas, un laboratorio de experimentación constante donde el pensamiento se pone a prueba sin descanso. Valéry no oculta sus dudas, sus fatigas, su admiración por las ciencias exactas, ni su escepticismo ante la literatura convencional. Cada página de sus Cahiers late con el ritmo de un pensamiento que se renueva y se interroga a sí mismo, que busca sin descanso respuestas en un proceso interminable de cuestionamiento.
La epojé valeriana, en este contexto, se erige como un pilar ético de la alta cultura. Toda vida dedicada al pensamiento y a la ética requiere, en algún sentido, un acto de separación: un esfuerzo consciente por renunciar a lo habitual —el terreno conocido y transitado por la mayoría— para internarse en lo inusual, en lo que escapa a la comprensión común. Este estilo de vida, sustentado por la reflexión, se asienta en métodos de distanciamiento que permiten al individuo trasladarse a un dominio conceptual, donde la claridad no es un don preexistente, sino el fruto de un rechazo continuo de lo inmediato, de lo efímero, y de todo lo que está al alcance de la percepción superficial.
Volver a leer a Valéry —ya sea en la intensidad de La velada de Monsieur Teste o en la vastedad de los Cahiers— no es solo un ejercicio literario, sino una invitación a replantear la relación entre vida y pensamiento. En un mundo que privilegia la acción inmediata y los resultados tangibles, Valéry se erige como un recordatorio incómodo pero necesario: la claridad, ese bien tan escaso y casi inaccesible, no se alcanza sin sacrificio. La lección que nos deja no es un llamado a la inacción ni al retiro, sino a la construcción de una vida intelectual que se aparte del ruido para buscar el sentido más profundo.
El autodiseño que Valéry defendió no es un mero capricho estético, sino una apuesta ética que exige disciplina y entrega. Nos invita a cuestionarnos si, en una era de estímulos frenéticos, aún somos capaces de escuchar el silencio de nuestra propia mente, de acceder a esa claridad que solo se encuentra cuando se ha superado el tumulto exterior. Tout ce qui est clair est vrai, escribió Valéry. Quizás esta afirmación sea tanto una verdad como una aspiración. Porque la claridad no es un estado que se alcanza, sino una lucha que se libra día tras día. En esa batalla, Valéry fue tanto un guerrero como un testigo, y al leerlo, nos convertimos, a su vez, en herederos de su incansable búsqueda.
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